martes, 8 de octubre de 2013

Homilía Domingo XXVII del Tiempo Ordinario


EVANGELIO: Lc 17,5-10

“Si tuvieran fe como un grano de mostaza, le dirían a ese árbol arráncate…, y les obedecería”. El mensaje es claro: la fe tiene siempre un contenido de confianza en Dios, que lleva a la persona a trascender sus propias limitaciones y lograr resultados que nunca habría podido sospechar. Quien confía en el poder amoroso de Dios, puede decir con san Pablo. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. La confianza en Dios, afianza la confianza de la persona en sí misma y ante los demás; es base de la autoaceptación, estima y seguridad propia.   

La fe no consiste únicamente en aceptar un conjunto de verdades dogmáticas que declaramos en el Credo, sino mucho más. Es poner en manos de Dios toda mi existencia: mis esperanza y temores, lo que tengo y deseo, mi vida y mi muerte. Por eso, para los que creen, Dios es lo más importante del mundo.

Cuando digo: “Creo en Dios”, me dirijo a él, le remito toda mi realidad, lo veo todo desde él y hacia él; considero un don suyo cuanto tengo o poseo y vivo agradecido. Tener fe es percibir la presencia y acción del amor Dios en todas las cosas, que lleva a decir con San Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento... todo mi haber y poseer…”

De una u otra manera, la persona humana anhela hallar una referencia absoluta a la que remitir todos y cada uno de los acontecimientos de la vida y que les dé sentido. Con frecuencia muchos intentan acallar este anhelo con los bienes más dispares: amor a una persona, familia, hijos, éxito, fama, reconocimiento, dinero, vitalidad, sexualidad... “Donde pones tu corazón y donde te abandonas, eso es tu Dios” (Martin Lutero). El creyente pone su corazón de la forma más definitiva y radical en ese “valor” que llamamos Dios. No desprecia los otros valores, pero los considera relativos respecto a él, los refiere a él, los pone a su servicio. Recuerda las palabras de Jesús: “Busquen primero el reino de Dios y él les dará todo lo demás” (Lc 12,31). Ante Dios todo es relativo, sólo en referencia a él adquiere su verdadera importancia y su pleno valor.

¿Pero cómo se puede tener una fe así? El ponerse en manos de Dios se hace posible en el encuentro con Jesucristo. En ese encuentro personal, uno es capaz de decir: porque existe esa persona que llamamos Jesucristo, porque su vida y su muerte son para mí la prueba más sorprendente y segura de que Dios me ama y sólo quiere mi felicidad, yo puedo por mi parte decir sí a Dios de manera libre, agradecida y responsable.

La fe en Dios no es para solucionar dificultades y problemas. Pero sí para hallar sentido y orientación a la vida. El creyente sabe que procede de Dios y se dirige a él, que su vida está en las buenas manos de Dios. Por eso nada está definitivamente perdido. Mi vida puede empezar de nuevo en cualquier momento. La fe es una fuerza movilizadora que hace posible lo que parece imposible. La fe puede hacer del creyente –hasta el más pecador y perdido, hasta el más angustiado y deprimido- una maravilla de bondad, de justicia, de rectitud, de generosidad... Esta es la fe que mueve montañas, o arranca un árbol y lo planta en el mar. 

La parábola del servidor que sirve a su señor nos hace ver por qué no debemos creer de manera interesada. “Cuando hayan hecho lo que se les había mandado, digan: somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer”. “Inútil” aquí no es peyorativo, puesto que el criado ha cumplido la misión que se le había encomendado. Quizá habría que traducir mejor: “Somos simples siervos”, sin derecho ni mérito ligado a nuestro trabajo. Es la invitación de Jesús a la gratuidad: a hacer el bien sin buscar recompensa, sabiendo que Dios no necesita de nuestras buenas obras, sino que somos nosotros los que nos beneficiamos de esas buenas obras. El premio está en la misma obra bien hecha. 

“Somos unos servidores sin importancia: no hemos hecho otra cosa que nuestro deber”.

     Sé siempre fiel en las cosas pequeñas, porque en ellas reside nuestra fuerza. Para Dios no hay nada pequeño. Para él todas las cosas son infinitas. Practica la fidelidad en las cosas más mínimas, no por su propia virtud, sino porque la cosa más grande es la voluntad de Dios. No busques actos espectaculares. Debemos renunciar a todo deseo de contemplar el fruto de nuestra labor, cumplir solamente lo que podemos, de la mejor manera que podamos, y dejar el resto en manos de Dios. Lo que importa es el don de ti misma, el grado de amor que pones en cada una de tus acciones (Beata Teresa de Calcuta (1910-1997).