sábado, 30 de marzo de 2013

Homilía Viernes Santo 2013


VIERNES SANTO

Con estas palabras no quiero estorbar, sino más bien fomentar el silencio interior del corazón, que es la mejor actitud en que debemos estar después de oír el relato de la Pasión del Señor, tan denso, tan conmovedor, tan bello.

El evangelista san Juan presenta la pasión de Jesús como la revelación del mayor amor, que transforma la realidad más vil en gloriosa. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios. Esta transformación milagrosa acompaña toda la narración. La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: “¡He ahí al Hombre!”, “Aquí tienen a su Rey!,  todos son preparativos de su entronización. En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”. Toda la injusticia y malignidad del mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia. Jesús convierte su muerte de asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!

La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes actos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él solo, confía su madre al discípulo... Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua, signos de vida y fecundidad, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada, por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán al que atravesaron- para que sea él quien marque la dirección y sentido de nuestra vida, el camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento. 

"Crucifixion, as Seen from the Cross" by James Tissot.
Con estos sentimientos, acerquémonos ahora a adorar la cruz, en el momento culminante de la liturgia de este Viernes Santo. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle: 
“Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti” (Bto. Henry Newman) .


A la hora de nona

Por nuestro amor murió el Señor, 
en la cruz murió el Señor. 
Él nos mandó dar la vida 
como hermanos en señal de amor.

Planearon su muerte en silencio; 
asustaron con gritos al pueblo 
y en un leño colgaron su cuerpo 
a la hora de nona, 
a la hora de nona el Señor, 
el Señor murió. 
El Señor murió.

Es la hora de nona en mi pueblo, 
las sirenas de alarma han sonado, 
y mi pueblo se queda dormido, 
y mi hermano llora, 
y mi hermano muere, 
y el clamor de su voz no nos duele, 
y mi hermano muere.

Es la hora de nona en la tierra, 
es la hora del hambre y la muerte, 
es la hora del odio y la guerra, 
es la hora de nona 
cuando sufre mi pueblo, 
cuando crece el dolor y el engaño, 
cuando falta el amor.

viernes, 29 de marzo de 2013

Homilia Jueves Santo 2013


JUEVES SANTO

Estamos celebrando aquella misma Cena que el Señor, antes de padecer, quiso tener con sus amigos. Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima de su amor por nosotros: “Habiendo amado a lo suyos… los amó hasta el extremo”. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado injustamente a la muerte. Quiere anticipar estos acontecimientos en su Cena para preparar el ánimo de sus discípulos y recordarles que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida. Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que prefigura su muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada podrá romper. 

En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin levadura, las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo con la sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino, y en las sencillas palabras: “Esto es mi cuerpo..., mi sangre”, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su glorificación. 

La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del Señor como un mandato. “Hagan esto en memoria mía, dijo Jesús. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad. 

Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su Ultima Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros. Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo “¡Hagan esto!”.

En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con Aquel que recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”.  

Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos –pues sabe que los expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha. 

En esta noche santa hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor en su Cena y expresemos también nosotros nuestra acción de gracias. 
“Gracias, Padre, por el pan que nos das. 
Creador de todo, eres fuente de vida. 
Padre Nuestro, tú alimentas a todas tus criaturas. 
Te damos gracias porque, por medio de este pan y de este vino podemos asociarnos a tu obra creadora e imitar tu generosidad, compartiendo nuestro pan con nuestros hermanos más necesitados”. 
“Gracias, Padre, porque por medio de este pan que recibimos, nosotros mismos nos convertiremos en pan para la vida del mundo. 
Gracias por haberme dado la vida, que puedo transformar en una vida al servicio de los demás. 
Gracias porque puedo establecer alianza contigo y con todos mis hermanos”. 
“Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”. 
Cristo, maestro, ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea. 
Para que sea efectiva la unidad, enséñanos Jesús a compartir generosamente los bienes espirituales y materiales en verdadero amor fraterno. 
Fortalécenos en nuestra lucha por la justicia, en nuestros diario quehacer por superar tantas diferencias que humillan a nuestros hermanos pobres frente a los demás y contradicen el amor que decimos tenerte y la unidad en tu Iglesia. 
Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás, conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniéndonos íntimamente a ti, hermano y Señor de todos. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Domingo 17 de Marzo de 2013


El Papa Francisco
“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Isaías dice que caminábamos por un desierto, andar sin esperanza, paisaje de sequedad y dureza, chacales, avestruces, plantas secas, tierra árida y sin vida. De pronto, sin embargo, el Señor abre un camino por el desierto. En medio del desierto nos asegura un futuro a pesar de lo que se vive. Y decimos que las cosas pueden ser distintas. Más aún, parece que ya han comenzado a cambiar. Nadie se lo esperaba, pero una vez realizado el escrutinio de los votos, sale elegido un Papa que nos deja contentos. Y se llama Francisco. Cuando le han preguntado por qué se llama Francisco –lo traen los periódicos esta mañana- él ha respondido con unas palabras que a mí personalmente me han emocionado y seguro también a ustedes:
“… En relación a los pobres pensé en Francisco de Asís. Después, pensé en las guerras, mientras el escrutinio proseguía, hasta contar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. El hombre que ama y custodia la creación, en este momento en que nosotros tenemos con la creación una relación no muy buena, no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre. ¡Ah, como querría una Iglesia pobre y para los pobres!”.
Ha sido elegido en un período de la Iglesia cuya problemática ha llevado a muchos a dejar de creer en la Iglesia y a nosotros nos toca en lo más sensible, porque somos cristianos, católicos y no podemos entender una fe en Cristo sin una fe en su Iglesia. Más aún reconocemos que tenemos esta fe en Cristo porque es esta Iglesia la que nos la ha transmitido, y la Iglesia somos todos: es la Iglesia jerárquica con su cabeza el Vicario de Cristo y es a la vez el pueblo de Dios, en el que está la madre que me enseñó a pronunciar el nombre de Jesús y la abuela que me enseñó el Ave María; Iglesia son mis buenos maestros y maestras y la gente santa que Dios ha puesto en mi camino. Este pueblo santo de Dios y comunidad de hermanos en la fe es la que me ha hecho creer en el amor infinito de Dios, en la entrega de Jesucristo por nuestra salvación, y en la vida misma de Dios que opera en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Sin embargo, aunque por la fe y la doctrina que aprendemos, no dudamos en decir que la Iglesia es divina y humana al mismo tiempo, santa y pecadora, y así es la Esposa de Cristo, que la ama y, fiel a su promesa, la acompaña hasta el fin de los tiempos, a pesar de todo eso nos estremece lo que oímos y comprobamos acerca del mal que en ella se produce: los escándalos horribles de abusos sexuales y pedofilia causados por el clero, el silencio cómplice de tantos jerarcas, la utilización malévola, satánica del escándalo con fines lucrativos, amén de todo aquello que se ha producido en el corazón mismo de la Iglesia y que llena las páginas de los periódicos no solo de la prensa amarilla, respecto a las oscuras finanzas del Vaticano acusadas de lavado de dólares…, todo eso inevitablemente causa desánimo y dolor profundo, dolor filial y familiar, en el corazón de los fieles y hace que uno se pregunte a dónde va a parar esto, dónde está la Iglesia de Cristo asentada sobre roca firme… Pero sobre todo ¿qué hacer para que la Iglesia recupere eso que por esencia ella es y que parece que lo está perdiendo: Maestra de conciencias, luz de las naciones, Mater et Magistra. Porque ¿cómo va a enseñar una Iglesia que no cumple lo que enseña? Todas estas preguntas y muchas otras más que Uds. se han planteado o han oído plantear a sus hijos, han ido como ensombreciendo nuestro corazón y pueden afectarlo aún por un buen tiempo… Entonces uno siente que camina como Moisés en medio del desierto de la fe, en medio de las dificultades propias del creer, por su ardua, laboriosa y a veces embarazosa pertenencia a una Iglesia así, y no le queda sino aferrarse a su misma fe “como quien ve lo invisible”. Porque la parte santa y espiritual de la Iglesia no se ve; la parte humana, material eso es lo que se ve. Y muchas veces nos cuesta compaginar ambas cosas. Optamos entonces por agarrarnos a lo espiritual y no llenarnos de amargura con lo material de ella. Pero ¿quién sino Jesucristo nos puede asegurar en estas condiciones la esperanza?
En medio de este clima se produce el Conclave y hay que ser ingenuos para pensar que este cúmulo de problemas históricos que probablemente han conmovido a la Iglesia más que cualesquiera otros problemas producidos en los últimos cinco siglos, no haya influido decisivamente en el discernimiento que han hecho los cardenales para elegir a la persona más adecuada. Y, ¡quién iba a pensar!, aparece por ahí Jorge Mario Bergoglio, un jesuita argentino, latinoamericano, hermano nuestro que muchos de nosotros conocemos y hemos tratado personalmente y que –por ello mismo- en un primer momento nos hace exclamar espontáneamente: Señor, ¡qué estás haciendo! Poco después, sin embargo, muy poco después gracias a Dios, repuestos de nuestro asombro no dudamos en decir: “Sí. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Íbamos llorando llevando la semilla, al volver volvemos cantando trayendo las gavillas. “El Señor cambiará nuestra suerte como los torrentes del Negueb”. “Los que sembraban con lágrimas cosecharán entre cantares”. El Señor nos ha dado un Papa llamado Francisco de la escuela de Ignacio. Y como soy ignaciano y fervoroso amante de Francisco desde mi tierna infancia, pienso que no hay cosa más bella en el mundo que juntar ambos carismas, lo ignaciano y lo franciscano. Ellos están en el corazón de la Iglesia. Por eso ruego a Dios que estos talentos tan bellos que el suscitó en su Iglesia querida, y que no son propiedad de los jesuitas y de los franciscanos, porque el Señor los puso como talentos para su Iglesia, que son todos Uds., estos talentos, de lo ignaciano y de lo franciscano, cambien a la Iglesia, la transformen, le devuelvan esa primitiva belleza y hermosura que la hace capaz de seguir reflejando el rostro mismo de Jesús en la tierra.
Es una llamada a reafirmar nuestra fe y nuestro amor a esta Iglesia nuestra y a dar gracias a Dios porque nos permite sufrir y gozar estos momentos de gracia –no momentos trágicos y desgraciados sino momentos históricos de gracia- con el corazón lleno de una gran esperanza.
Por eso, pensando cómo hablarles a Uds. de Jesús y la adúltera, me resultó adecuado, lógico, casi caído por su peso, el buscar entre mis papeles un texto que yo recordaba de cuando era estudiante de teología del jesuita Karl Rahner, quizá el mayor teólogo que ha tenido la Iglesia en el s. XX. Allí en sus Escritos de Teología, en el tomo VI, tiene esta reflexión que si uno la medita le puede hacer llorar pero le deja el corazón consolado, y dice así: 
Los eruditos de la Escritura y los fariseos -tales los hay no sólo en la Iglesia, sino por todas partes y con todos los disfraces- arrastran otra vez ante el Señor a «la mujer» y la acusan con el oculto e hinchado sentimiento de que -a Dios gracias- «la mujer» no es mejor que ellos mismos: «Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?». Y la mujer no podrá negarlo. Es un escándalo. Y no hay nada que embellecer. Piensa en sus pecados, que realmente ha cometido y olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la oculta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negar nada. Es la pobre Iglesia de los pecadores. Su humildad, sin la que no sería santa, sabe sólo de su culpa. Y está ante aquel al que ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: «¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿ninguno te ha condenado?». Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: «Ninguno, Señor». Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: «Tampoco yo te condenaré». Besará su frente y le dirá: «Esposa mía, Iglesia santa».

martes, 12 de marzo de 2013

Domingo 10 de Marzo de 2013


El Hijo Prodigo
(Lc 15, 1-32)

El cap. 15 de Lucas está dedicado a las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que es recuperado por la gracia de Dios en Jesucristo. Su mensaje central es que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. De esta certeza de la bondad de Dios, ha de brotar nuestra más inquebrantable confianza: En ti, Señor, esperé; no quedaré defraudado.


La parábola del Hijo Pródigo es uno de los textos más bellos del evangelio. Su valor principal reside en la presentación tan nueva -y para los fariseos de todos los tiempos tan escandalosa-, de quién es Dios, que lleva a pesar que sólo puede haberla hecho aquel que conoce mejor que nadie el corazón de Dios, su propio Hijo Jesús, el único capaz de dárnoslo a conocer. Es la figura de Dios como padre bueno, fiel hasta el final a su ser padre. Por eso, habría que llamarla parábola del Padre misericordioso. Él es el protagonista principal y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor.

El hijo menor, que echa a perder la herencia, abraza simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. La pérdida de los bienes conduce al pródigo a la pérdida de su dignidad de hijo: se siente indigno de llamarse hijo y de tener un lugar en la casa paterna. Por eso dice: “Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros”. En justicia es lo que cree merecer y acepta esa humillación. Por haberlo perdido todo, tendrá que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero se trata de un hijo y esta relación no puede ser alienada ni destruida por nada. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. El padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. Por eso su prontitud para acogerlo, y la fiesta casi excesiva que manda celebrar y que despierta la envidia del hijo mayor. El padre hijo ha malgastado el patrimonio, pero hay que salvarlo como persona. Por eso dice: “Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado”. Esta solicitud es la medida del amor, según Pablo: “El amor es paciente, es benigno..., no se irrita, no se alegra con la injusticia, se complace con la verdad, todo lo espera, todo lo tolera” y no pasa jamás” (1 Cor 13, 4-8). 

La auténtica misericordia “no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material; la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre” (Juan Pablo II, Dives in misericordia). Es el contenido central del mensaje de Cristo es que el amor no se deja “vencer por el mal” sino que “vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).
El hijo mayor rechaza su puesto en el banquete. Reprocha a su hermano la vida disoluta que ha llevado y al padre la acogida que brinda a “ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con prostitutas”, mientras que a él, sobrio, trabajador y obediente, no le ha dado ni un cabrito para celebrar con sus amigos. Este hijo no ha entendido el amor y bondad del padre. Pero hasta que este hermano, tan seguro de sí mismo y de sus méritos, tan celoso y displicente, tan lleno de amargura y de rabia, no se convierta y reconcilie con el padre y con su hermano, el banquete no será en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El egoísmo lo vuelve celoso, le endurece el corazón, lo ciega, y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La bondad y misericordia del Padre lo irritan y enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. 

En definitiva, la parábola es un cuadro de la historia de la familia humana dividida por egoísmos y discordias. El hijo pródigo, que ansía volver a sentir el abrazo del padre y ser perdonado, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos en el fondo del alma el deseo de una reconciliación que cambie nuestra vida y nos haga andar en la verdad y en el bien. El hijo mayor nos representa también cuando sentimos la dificultad de llevar a la práctica nuestro deseo de servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni juicios contra nadie. Ambos nos recuerdan la necesidad de un corazón nuevo para poder acoger a nuestros prójimos y rechazar la incomprensión y las hostilidades entre los hermanos.

martes, 5 de marzo de 2013

Domingo 3 de Marzo de 2013


La Higuera Seca
(Lc 13,1-9)

El evangelio de hoy nos muestra cómo Jesús aprovecha dos acontecimientos vividos por su pueblo para dar al creyente un criterio de lectura de los males que ocurren en este mundo y del modo como Dios actúa. 

El primero es un mal producido por la libertad y la maldad humana, en ese caso, por Poncio Pilato. Se sabe históricamente que Pilato, el gobernador romano de la Judea en tiempos de Jesús, fue un funcionario cruel y despiadado, que sometió a mano de hierro a los judíos. El incidente de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios, es una muestra de su crueldad.

El segundo acontecimiento es un accidente que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue el caso de aquel trágico accidente ocurrido en la torre de Siloé de Jerusalén, en que dieciocho desgraciados murieron aplastados. 

Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Jesús nos hace ver que los males ponen ante nuestros ojos el misterio de nuestra perdición o salvación. Ante el mal, producto de la libertad humana o desencadenado a consecuencias de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia, la confrontación de una vida realizada o una vida echada a perder. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre respuesta de colaboración a su obra: la conversión a él. 

Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo. Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en el Dios creador bueno.

Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea y simplista, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo polarizar el mal y constatar el pecado en otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, una actitud de honestidad que tiene incalculables consecuencias prácticas: la actitud de quien reconoce que el mal actúa dentro de nosotros mismos y por eso ante Dios todos somos pecadores. Antes de echar culpas a los demás, examinemos nuestra conciencia. Esto es fundamental para poder convertirnos a Dios, para obtener su perdón liberador y mantenernos en la vida, que siempre desea para cada uno de nosotros. 

La segunda parte del evangelio de hoy nos trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Sirve para profundizar en el tema de la primera parte, porque contiene un serio aviso en orden a no desaprovechar el tiempo propicio de salvación, que estamos viviendo, el tiempo que Dios nos da por gracia y que debemos emplear en llevar a la práctica nuestra responsabilidad por los demás. Estos son los frutos que debemos llevar cuando nos presentemos ante su presencia en el último día.

El mensaje de la parábola es claro. En el Antiguo Testamento, la viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo por naturaleza, que produce frutos dulces representaba la Ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros representa una higuera, destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja pacientemente con nosotros, porque está lleno de compasión y misericordia. 

El Dios del perdón, el Dios trabajador, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto en el futuro. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a él. “No es que se retrase en cumplir su promesa como algunos creen –dice san Pedro en su 2ª carta- sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan” (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.

“No quiero la muerte del pecador sino que se convierta de su conducta y viva”, dice Dios por el profeta Ezequiel (Ez 33,11). Su misericordia toca el corazón del creyente, lo sana, lo regenera. En Jesús, Dios busca lo que está perdido. A todos ofrece una nueva oportunidad. Y porque son sus hijos e hijas queridos, está dispuesto a salvarlos llevando su amor hasta el extremo. Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo. 

La parábola de la higuera nos demuestra lo contrario que es el comportamiento de Dios al comportamiento de los hombres. Para éstos, los hombres del viejo Israel y los de hoy, la lógica es ésta: no sirve, córtala. Para Dios, la lógica es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama. Un texto hermoso del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,23-26)

Este rostro de Dios, amigo de la vida, nos lo mostró Jesús con sus acciones, con su vida e incluso su muerte. Así mismo, en su predicación no hizo otra cosa que invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios en nuestro amor y servicio a los demás. En eso, en el amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste “el camino más excelente”.