domingo, 23 de septiembre de 2012


El Ejemplo de los Niños
Mc 9,30-37

En su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre el destino de cruz del Hijo del Hombre. Pero como en el caso de Pedro, que vimos el domingo pasado, los discípulos no entendieron (no querían entender) lo que les decía (Mc 9,32), no cabía en sus mentes la idea de un Mesías que habría de acabar en una muerte tan ignominiosa.

La incapacidad de los discípulos para entender a Jesús se pone de manifiesto en la discusión que ellos, a pesar de las enseñanzas del Maestro, mantienen entre sí. ¿De qué discutían por el camino?, les pregunta Jesús. Ellos discutían quién era el más importante dentro del grupo. El deseo de ser reconocido y apreciado es natural; su realización asegura la autoestima y la confianza básica que consolidan, a su vez, la identidad de la persona y la mueven a progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que fructifiquen los talentos que él nos da, que aspiremos a las más altas formas de servicio que podemos ofrecer, usando esos mismos talentos que él ha puesto en nosotros. Pero sobre este deseo natural y sobre esta voluntad de Dios que nos abre al más, al mayor servicio y a su mayor gloria, se puede sobreponer el afán de sobresalir por encima de los demás, la actitud arribista de quien a toda costa quiere ocupar el primer lugar, buscando ya no el mejor servicio sino su propia gloria. Esta actitud la tenían los discípulos de Jesús, acrecentada tal vez porque las distinciones, los rangos y los puestos de importancia, era un tema particularmente debatido en el ambiente judío. 

Jesús aprovecha esta ocasión para transmitir una enseñanza sobre el nuevo modelo de autoridad que deberá ejercitarse en su comunidad. Se trata de un modelo basado en otra lógica diferente a la que emplean los hombres para gobernarse. Es la lógica del servicio, de la solidaridad y de la cruz, que invierte los valores del mundo y adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos.

Según el evangelio no tiene sentido una autoridad que se organiza como un poder para dominar. Sólo es lícito ejercer la autoridad como servicio, nunca como dominación de los demás. Todo cargo se ha de ejercer para favorecer el bien común, atender y servir a las personas. Se corrompe la autoridad y se perjudica el derecho y la dignidad de las personas cuando los gobernantes se utilizan el poder para lucrar y servirse a sí mismos del modo que sea. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. El servicio se constituye así en la norma básica de la conducta agradable a Dios. Y si este servicio se hace a los últimos, a los débiles y postergados de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró la actuación misma de Dios.

El gesto que a continuación hace Jesús sirve para reforzar esta idea nueva de Dios y del  hombre. Jesús coloca a un niño en medio del grupo, lo abraza con ternura y dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que  me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. 

Este gesto simbólico pone en evidencia lo que Jesús quiere. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero, el siervo, el niño, estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes y los primeros en la comunidad. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. Refiriéndose a ellos, Jesús ilustra la relación que hay entre el poseer y el buscar el Reino de Dios: hay que superar el afán de posesión y de dominio (ya sea de personas o de bienes), incluso el poseerse a sí mismo, para poder entregar la vida y recibir a cambio la verdadera y feliz vida eterna. 

A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque son los desprovistos, porque no tiene su seguridad en sí mismos y viven sin pretensiones ni ambiciones, por eso su vida está abierta –pendiente-  del don de Dios. Por no tener nada y recibirlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con ellos: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge. 

La lección es clara: el discípulo ha de renunciar a toda falsa afirmación de sí mismo para poder acoger el don del Reino. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que tiene, sabe o hace, sino en su actitud de amor a aquellos con los que Cristo se identifica. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los pecadores y una especial predilección por los niños. Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que la propia vida se gasta y se desgasta en bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor pueda servir, porque “muchos primeros serán últimos y muchos  últimos serán primeros” (Mc 10,31).

La Eucaristía nos reúne a todos por igual. Aquí no hay diferencias de rango ni de poder. Simples hermanos y hermanas nos juntamos en torno a la mesa de nuestro Padre común; acogemos la Palabra de su Hijo y hermano nuestro Jesucristo. Al partir juntos el pan, cobramos fuerzas para resistir a las contradicciones y escándalos que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que sigue realizando su obra de transformación de los corazones en el amor fraterno. Que la Eucaristía nos ayude a reparar lo que la mentalidad del mundo ha dañado en la Iglesia, a recuperar aquello que se ha alejado del evangelio, a purificar o fortalecer lo que se ha corrompido o debilitado, a cambiar todo lo que sea necesario para que la Iglesia sea en verdad la comunidad que Cristo quiere. 

lunes, 17 de septiembre de 2012


¿Quién dicen que soy yo?  
(Mc 8,27-35 )

Nos hallamos al norte de Galilea, cerca de la ciudad pagana de Cesarea de Felipe. Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, tiene con sus apóstoles un momento de intimidad. Es el momento de abrir el corazón. Jesús les prepara el terreno y les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos responden refiriendo lo que se oye hablar sobre el Maestro, las distintas opiniones que la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros, movidos quizá por la autoridad de Jesús y porque han visto la fuerza con que cura a los enfermos, creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción. 

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad y con su mensaje. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Esto cuando las personas han oído hablar de él. Ocurre también que hay muchos que no saben nada de él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido lo que hizo en favor de la humanidad, no dudo que serían capaces de admirarlo y seguirlo. 

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Quiere conocer su fe porque quiere prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: “Tú eres el Mesías” (en gr. Cristo). Según el evangelio de Mateo, esta confesión de fe, no ha nacido de una genial perspicacia de Pedro, sino que ha sido el Padre quien se lo ha revelado. “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo...”. 
Esta confesión de Pedro nos invita a responder quién es Jesús para nosotros. Es como si el mismo Jesús me hiciera también, aquí y ahora, su pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. Y espera mi respuesta. El cristianismo no es una ideología, una doctrina, una moral, sino una relación personal con Jesucristo, a quien amamos y queremos amar como él nos ama. Ser cristiano es reconocer que en Jesús Dios nos ha traído la salvación, que en Jesús ha irrumpido en la historia el reino de Dios y que para el establecimiento y extensión de su reinado, Jesús cuenta con nosotros.

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Este lenguaje suyo les resultó insoportable. Jesús, el Mesías esperado, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar auge a Israel, he aquí que se identificaba con el Mesías Siervo de los cánticos de Isaías. Un Mesías que no se acredita con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de sus hermanos, de su pueblo. Jesús habla de esta misión como un designio que corresponde a la voluntad de su Padre, con la que él se identifica plenamente. Dios ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo y su Hijo asume con el mismo amor su propia entrega. “No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. No es que le agrade a Dios ver sufrir a su propio Hijo; sería blasfemo pensar una cosa así. Pero el amor verdadero pasa ineludiblemente por el dolor del otro, por la culpa del otro y por su muerte. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar, después de su pasión, la gloria de la resurrección.

Pedro no comprende este lenguaje. No puede admitir que su Maestro, a quien acaba de reconocer como el Mesías, tenga que sufrir. El Mesías no puede sufrir, su destino es el triunfo sin pasar por la humillación del sufrimiento. Por lo demás, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el que Jesús les anuncia. Por eso se le enfrenta y “tomándolo aparte, comenzó a increparlo”. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: “Apártate de mi, Satanás. Tú piensas como lo hombres, no como Dios”. Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; el discípulo preferido aún no ha dado el paso.

En adelante, ser discípulos de Jesús consistirá en decidir ser como él, asumir su estilo de vida y recorrer con él su camino hasta el final con todas sus consecuencias. “Bástale al discCpulo con ser como su Maestro”. Es lo que quiere Jesús: la identificación con él, para que su vida se prolongue en la del discípulo. Por eso Pablo dirá: “Vivo yo, ya no yo; es Cristo quien vive en mí” (Fil 1). “Estoy crucificado con Cristo y no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal 2).

Jesús los invita a cargar cada uno su cruz. Significa liberarse, salir de sí, para hacer posible la donación sin reservas. Pero se carga la cruz detrás de él. Es lo propio del discípulo, ir tras el Maestro. Y conviene que sea así: él es quien va delante, abriendo camino, recibiendo también él primero los golpes para hacernos más fácil nuestro destino personal. “Carguen mi yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso… Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. 

La vida es un don y se realiza dándola. Así piensa Jesús, que sabe que todo lo ha recibido del Padre y vuelve al Padre. Así ha de pensar el discípulo. La entrega de uno mismo a los demás y a Dios, en eso consiste la vida eterna, la que no acaba, porque pertenece ya a Dios y él estará a su lado aun en la muerte. Eso es resucitar con él. Es el tesoro escondido que uno descubre y, por la alegría que le da, vende todo lo que tiene para ganarlo. Entonces podrá decir con Pablo: “Ni muerte ni vida, ni el presente ni el futuro, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna… podrá separarnos del amor de Cristo” (Rom 8).

domingo, 9 de septiembre de 2012


Curación del sordomudo - Effetá
Mc 7,31-37

Jesús quiere llevarnos a “escuchar y entender” su Palabra para que la podamos aplicar a nuestras vidas y transmitirla. Es lo que realiza mediante la curación de un discapacitado sordomudo. Y como se trata de un extranjero, habitante de la Decápolis, región pagana, Jesús nos hace ver también que todos sin distinción, judíos y gentiles, están llamados a escuchar su Palabra que transforma la vida.

Le llevaron a un hombre sordo que apenas podía hablar, y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. No se dice quiénes son los que lo llevan, pero deben ser gente religiosa porque aprecian el significado que tenía en las culturas semitas el gesto de imponer las manos. Además, es muy probable que hayan oído hablar de lo que Jesús hace en favor de los pobres y de los enfermos. 

Jesús, entonces, lo apartó de la gente… (lo mismo hará con el ciego de Betsaida – 8,23). Con ello quizá quiere evitar reacciones equívocas. La gente, al ver las acciones que realizaba en favor de los enfermos y de los pobres, se entusiasmaba y lo aclamaba como Mesías, pero Jesús no se lo permitía porque con eso los judíos entendían otra cosa. Al mismo tiempo, el gesto de apartar al enfermo puede tener otro significado: cuando uno es conducido por Jesús, su vida cambia. El contacto personal con Jesús produce una “separación”, la persona asume otra manera de pensar y de obrar diferente de la que antes tenía. La sordera que le impedía oír y asimilar los valores del Evangelio, y la traba de su lengua que le incapacitaba para comunicar su fe, quedan curadas por el contacto personal con el Señor. 

La curación del sordomudo se realiza en dos tiempos. Hay sorderas y mutismos que demandan esfuerzo. Primero, Jesús introduce los dedos en los oídos del enfermo y toca con saliva su lengua. Puede verse aquí una alusión al antiguo rito del bautismo, que incluía gestos así. En segundo lugar, lo más importante, viene la palabra de Jesús: Effetá, palabra aramea que significa ¡Ábrete!, que revela y convierte en realidad el significado de los gestos simbólicos empleados. Y al enfermo se le abren los oídos y se le suelta la lengua. Se convierte en una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías (primera lectura de hoy): con la llegada del Mesías los oídos de los sordos se abrirán y la lengua de los mudos se soltará, nacerá un pueblo nuevo de hombres libres que acogen la palabra de Dios. 

El texto nos ofrece, pues, la imagen de un Jesús, portador del poder de Dios, que realiza la salvación mesiánica anunciada por Isaías. Al mismo tiempo, el evangelista Marcos presenta la figura del sordomudo como representante de los miembros de la comunidad eclesial que proceden de una cultura o de un nivel socio-económico diferentes a los de la mayoría: el sordomudo no es judío, es un extranjero menospreciado por los judíos. Aquella comunidad a la que Marcos dirige su evangelio, tenía las mismas dificultades que nosotros para creer y, sobre todo, para acompañar la fe con el testimonio de un amor realmente solidario que lleva a acoger a los demás sin hacer acepción de personas por prejuicios o motivaciones excluyentes de la índole que sean. 

Nos podemos también ver reflejados en el pasaje evangélico por nuestra personal manera de oír las enseñanzas de Jesús y hablar de ellas. No siempre oímos cuando debemos oír, ni hablamos cuando debemos hablar. A veces nos falta coraje para expresar abiertamente lo que pensamos. No escuchamos a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Los problemas del mundo nos superan y nos quedamos mudos a la hora de denunciar las injusticias que hacen sufrir a la gente; incluso podemos cerrar la boca por miedo a las consecuencias o por connivencia con lo que es censurable. Así, uno puede volverse sordo para oír sólo lo que le conviene, lo que no incomoda ni exige esfuerzo; y tornarse mudo, sin capacidad de comunicación con los demás y con Dios. 

El evangelio del sordomudo nos hace ver también que podemos silenciar el mensaje cristiano si cerramos los oídos a las necesidades reales de la gente, si hablamos de Dios pero no compartimos, si queremos llevar una vida santa pero no traducimos el evangelio en gestos de amor concreto en favor de nuestro prójimo. Ser mudos y sordos significa llevar una vida encerrada en intereses egoístas, o dispersa en comodidades y frivolidades, de espaldas a la realidad que viven tantos hermanos nuestros. Nos duele la distancia que se da entre la Iglesia y la gente, el poco influjo que parece tener la Iglesia en la sociedad actual, pero nos resistimos a hacer nuestro examen de conciencia y revisar las actitudes a través de las cuales se verifica convincentemente el mensaje de la Iglesia. Por santo que sea el mensaje, sólo adquiere credibilidad cuando se lo lleva a la práctica.

Todas esas sorderas y mutismos de orden moral, tienen muchas veces su origen en el campo de la fe, cuando la falseamos con imágenes distorsionadas de Dios. Nos representamos a Dios como un antagonista de la persona humana, no como el Dios que en Jesús parte para nosotros el pan; un Dios que no recorta nuestra personalidad, sino que la abre a horizontes cada vez más amplios de libertad, de realización, de donación y de gozo.  


Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo, que nos enseñe a amar, llevándonos aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos y nos soltará la lengua. Entonces la Iglesia hablará la lengua de la gente, como en Pentecostés, cuando todos la entendían y la oían en sus propias lenguas proclamar las grandezas del Señor (Hech 2,11).


domingo, 2 de septiembre de 2012


Doctrina de lo Puro y lo impuro
 Mc 7,1-8.14-15.21-23

El texto evangélico de hoy presenta una de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera piedad. El pueblo judío, como casi todos los pueblos de la tierra, incurría en la tendencia a reducir la religión a meros ritos, ceremonias y prácticas exteriores, con las que se creía poder contentar a Dios sin animarse a darle lo que él más quiere: el propio corazón. Los fariseos, grupo muy influyente, y los letrados de Jerusalén, “maestros de la ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del libro del Levítico (caps. 11-15). Estos fanáticos defensores de la ley habían transformado la religión en una moral de preceptos menudos que pervertía la ley dada por Dios a Moisés, y que llegaba a normar las tareas más simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse las manos o purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas de la moral han servido de pantalla para escamotear las verdaderas exigencias de la fe.

En el AT abundan las advertencias de los profetas contra esta pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas externas y ceremonias sin práctica de la justicia. Así dice el Señor: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, pura rutina (Is 29, 13). ¿De qué me sirven todos sus sacrificios? –dice el Señor… Aparten de mi vista sus malas acciones, dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen el derecho, protejan al oprimido, socorran al huérfano, defiendan a la viuda (Is 1, 11.16-17). Yo detesto, desprecio sus fiestas; no me gusta el olor de sus reuniones, no me complazco en sus oblaciones… ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como un torrente inagotable! (Am 5, 21.22.24). Yo les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo… y haré que vivan según mis mandamientos y cumpliendo mis leyes… ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios (Ez 36,26-28).

Jesús, en la línea de los grandes profetas de Israel, mantiene y profundiza el espíritu de la Ley, pero aboga por una pureza interior, que se manifiesta en una vida conformada por entero con la voluntad de Dios. Jesús declara que es una hipocresía la religiosidad basada en puras tradiciones y comportamientos exteriores (cf. Mt 6, 7). Hace ver que Dios busca el interior de la persona, de donde nacen los afectos y los sentimientos, y en donde reside la sinceridad y la autenticidad de la persona. Por eso denuncia: Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres”. Y proclama: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro”. 

El cristiano sabe, por tanto, que el Reino de Dios es, primeramente y sobre todo, un acontecimiento interior liberador, que exige ser aceptado en la profundidad del ser humano y no en la exterioridad de la pura apariencia. Lo importante para Dios no son las acciones religiosas que se cumplen por tradición, o las normas morales que se cumplen como imposiciones externas y no desde convicciones profundas del corazón. San Pablo en la carta a los Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les pido, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto. No se acomoden a los criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, y así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12,1-2).

Profundizando más en el sentido de la religión auténtica debemos decir que quien se guía por el Espíritu del Señor no confía en sus propias fuerzas, se deja fortalecer y liberar para obrar con libertad (cf. Gál 5,1) en una vida santa al servicio de los hermanos (cf. Gál 5,13-26). La nueva ley que Cristo escribe e imprime en nuestros corazones por el Espíritu Santo, consiste en amar a los demás como él nos ha amado, privilegiando a los pobres y a los humildes. En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», dice el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que la ley del amor constituye el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20). Este es su mandamiento: que «quien ama a Dios, ame a su hermano» (1 Jn 4,21). Por eso, «no amemos de palabra y con la lengua, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3, 18). La religión de prácticas exteriores, ritos y costumbres queda superada por la religión del amor, la donación, el compartir y el servir.

En el texto anterior de Mc (6,52), los discípulos no habían comprendido el simbolismo del pan que se comparte, con el cual Jesús se había querido identificar. En el texto de hoy se subraya el motivo: Dios es amor y no comprender el significado del pan significa no creer en el amor, quedarse apegados a la ley. Creer en el amor por encima de toda ley, más aún, como la única ley del cristiano, es la dificultad que tuvieron los discípulos de Jesús y es la dificultad que amenaza a la Iglesia en su misma esencia.

Por eso, para superar este riesgo y poder llevar una vida auténtica, venimos a la eucaristía, y después procuramos llevar a la práctica lo que en ella oímos, pedimos y cantamos. En nuestra celebración dominical está contenido todo lo que Iglesia es, todo lo que la Iglesia cree y todo lo que la Iglesia ofrece por nuestra salvación. En la comunión, signo de reconciliación y de unión fraterna, asimilamos el mandamiento del amor que Jesús nos dejó antes de su pasión. Comulgamos en el pan único y compartido y recibimos la acción del Espíritu Santo que, al santificar nuestras ofrendas de pan y vino, nos santifica también a nosotros para formar, en Cristo, un solo cuerpo y un solo espíritu.