domingo, 9 de septiembre de 2012


Curación del sordomudo - Effetá
Mc 7,31-37

Jesús quiere llevarnos a “escuchar y entender” su Palabra para que la podamos aplicar a nuestras vidas y transmitirla. Es lo que realiza mediante la curación de un discapacitado sordomudo. Y como se trata de un extranjero, habitante de la Decápolis, región pagana, Jesús nos hace ver también que todos sin distinción, judíos y gentiles, están llamados a escuchar su Palabra que transforma la vida.

Le llevaron a un hombre sordo que apenas podía hablar, y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. No se dice quiénes son los que lo llevan, pero deben ser gente religiosa porque aprecian el significado que tenía en las culturas semitas el gesto de imponer las manos. Además, es muy probable que hayan oído hablar de lo que Jesús hace en favor de los pobres y de los enfermos. 

Jesús, entonces, lo apartó de la gente… (lo mismo hará con el ciego de Betsaida – 8,23). Con ello quizá quiere evitar reacciones equívocas. La gente, al ver las acciones que realizaba en favor de los enfermos y de los pobres, se entusiasmaba y lo aclamaba como Mesías, pero Jesús no se lo permitía porque con eso los judíos entendían otra cosa. Al mismo tiempo, el gesto de apartar al enfermo puede tener otro significado: cuando uno es conducido por Jesús, su vida cambia. El contacto personal con Jesús produce una “separación”, la persona asume otra manera de pensar y de obrar diferente de la que antes tenía. La sordera que le impedía oír y asimilar los valores del Evangelio, y la traba de su lengua que le incapacitaba para comunicar su fe, quedan curadas por el contacto personal con el Señor. 

La curación del sordomudo se realiza en dos tiempos. Hay sorderas y mutismos que demandan esfuerzo. Primero, Jesús introduce los dedos en los oídos del enfermo y toca con saliva su lengua. Puede verse aquí una alusión al antiguo rito del bautismo, que incluía gestos así. En segundo lugar, lo más importante, viene la palabra de Jesús: Effetá, palabra aramea que significa ¡Ábrete!, que revela y convierte en realidad el significado de los gestos simbólicos empleados. Y al enfermo se le abren los oídos y se le suelta la lengua. Se convierte en una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías (primera lectura de hoy): con la llegada del Mesías los oídos de los sordos se abrirán y la lengua de los mudos se soltará, nacerá un pueblo nuevo de hombres libres que acogen la palabra de Dios. 

El texto nos ofrece, pues, la imagen de un Jesús, portador del poder de Dios, que realiza la salvación mesiánica anunciada por Isaías. Al mismo tiempo, el evangelista Marcos presenta la figura del sordomudo como representante de los miembros de la comunidad eclesial que proceden de una cultura o de un nivel socio-económico diferentes a los de la mayoría: el sordomudo no es judío, es un extranjero menospreciado por los judíos. Aquella comunidad a la que Marcos dirige su evangelio, tenía las mismas dificultades que nosotros para creer y, sobre todo, para acompañar la fe con el testimonio de un amor realmente solidario que lleva a acoger a los demás sin hacer acepción de personas por prejuicios o motivaciones excluyentes de la índole que sean. 

Nos podemos también ver reflejados en el pasaje evangélico por nuestra personal manera de oír las enseñanzas de Jesús y hablar de ellas. No siempre oímos cuando debemos oír, ni hablamos cuando debemos hablar. A veces nos falta coraje para expresar abiertamente lo que pensamos. No escuchamos a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Los problemas del mundo nos superan y nos quedamos mudos a la hora de denunciar las injusticias que hacen sufrir a la gente; incluso podemos cerrar la boca por miedo a las consecuencias o por connivencia con lo que es censurable. Así, uno puede volverse sordo para oír sólo lo que le conviene, lo que no incomoda ni exige esfuerzo; y tornarse mudo, sin capacidad de comunicación con los demás y con Dios. 

El evangelio del sordomudo nos hace ver también que podemos silenciar el mensaje cristiano si cerramos los oídos a las necesidades reales de la gente, si hablamos de Dios pero no compartimos, si queremos llevar una vida santa pero no traducimos el evangelio en gestos de amor concreto en favor de nuestro prójimo. Ser mudos y sordos significa llevar una vida encerrada en intereses egoístas, o dispersa en comodidades y frivolidades, de espaldas a la realidad que viven tantos hermanos nuestros. Nos duele la distancia que se da entre la Iglesia y la gente, el poco influjo que parece tener la Iglesia en la sociedad actual, pero nos resistimos a hacer nuestro examen de conciencia y revisar las actitudes a través de las cuales se verifica convincentemente el mensaje de la Iglesia. Por santo que sea el mensaje, sólo adquiere credibilidad cuando se lo lleva a la práctica.

Todas esas sorderas y mutismos de orden moral, tienen muchas veces su origen en el campo de la fe, cuando la falseamos con imágenes distorsionadas de Dios. Nos representamos a Dios como un antagonista de la persona humana, no como el Dios que en Jesús parte para nosotros el pan; un Dios que no recorta nuestra personalidad, sino que la abre a horizontes cada vez más amplios de libertad, de realización, de donación y de gozo.  


Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo, que nos enseñe a amar, llevándonos aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos y nos soltará la lengua. Entonces la Iglesia hablará la lengua de la gente, como en Pentecostés, cuando todos la entendían y la oían en sus propias lenguas proclamar las grandezas del Señor (Hech 2,11).