lunes, 17 de septiembre de 2012


¿Quién dicen que soy yo?  
(Mc 8,27-35 )

Nos hallamos al norte de Galilea, cerca de la ciudad pagana de Cesarea de Felipe. Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, tiene con sus apóstoles un momento de intimidad. Es el momento de abrir el corazón. Jesús les prepara el terreno y les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos responden refiriendo lo que se oye hablar sobre el Maestro, las distintas opiniones que la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros, movidos quizá por la autoridad de Jesús y porque han visto la fuerza con que cura a los enfermos, creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción. 

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad y con su mensaje. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Esto cuando las personas han oído hablar de él. Ocurre también que hay muchos que no saben nada de él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido lo que hizo en favor de la humanidad, no dudo que serían capaces de admirarlo y seguirlo. 

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Quiere conocer su fe porque quiere prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: “Tú eres el Mesías” (en gr. Cristo). Según el evangelio de Mateo, esta confesión de fe, no ha nacido de una genial perspicacia de Pedro, sino que ha sido el Padre quien se lo ha revelado. “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo...”. 
Esta confesión de Pedro nos invita a responder quién es Jesús para nosotros. Es como si el mismo Jesús me hiciera también, aquí y ahora, su pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. Y espera mi respuesta. El cristianismo no es una ideología, una doctrina, una moral, sino una relación personal con Jesucristo, a quien amamos y queremos amar como él nos ama. Ser cristiano es reconocer que en Jesús Dios nos ha traído la salvación, que en Jesús ha irrumpido en la historia el reino de Dios y que para el establecimiento y extensión de su reinado, Jesús cuenta con nosotros.

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Este lenguaje suyo les resultó insoportable. Jesús, el Mesías esperado, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar auge a Israel, he aquí que se identificaba con el Mesías Siervo de los cánticos de Isaías. Un Mesías que no se acredita con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de sus hermanos, de su pueblo. Jesús habla de esta misión como un designio que corresponde a la voluntad de su Padre, con la que él se identifica plenamente. Dios ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo y su Hijo asume con el mismo amor su propia entrega. “No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. No es que le agrade a Dios ver sufrir a su propio Hijo; sería blasfemo pensar una cosa así. Pero el amor verdadero pasa ineludiblemente por el dolor del otro, por la culpa del otro y por su muerte. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar, después de su pasión, la gloria de la resurrección.

Pedro no comprende este lenguaje. No puede admitir que su Maestro, a quien acaba de reconocer como el Mesías, tenga que sufrir. El Mesías no puede sufrir, su destino es el triunfo sin pasar por la humillación del sufrimiento. Por lo demás, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el que Jesús les anuncia. Por eso se le enfrenta y “tomándolo aparte, comenzó a increparlo”. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: “Apártate de mi, Satanás. Tú piensas como lo hombres, no como Dios”. Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; el discípulo preferido aún no ha dado el paso.

En adelante, ser discípulos de Jesús consistirá en decidir ser como él, asumir su estilo de vida y recorrer con él su camino hasta el final con todas sus consecuencias. “Bástale al discCpulo con ser como su Maestro”. Es lo que quiere Jesús: la identificación con él, para que su vida se prolongue en la del discípulo. Por eso Pablo dirá: “Vivo yo, ya no yo; es Cristo quien vive en mí” (Fil 1). “Estoy crucificado con Cristo y no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal 2).

Jesús los invita a cargar cada uno su cruz. Significa liberarse, salir de sí, para hacer posible la donación sin reservas. Pero se carga la cruz detrás de él. Es lo propio del discípulo, ir tras el Maestro. Y conviene que sea así: él es quien va delante, abriendo camino, recibiendo también él primero los golpes para hacernos más fácil nuestro destino personal. “Carguen mi yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso… Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. 

La vida es un don y se realiza dándola. Así piensa Jesús, que sabe que todo lo ha recibido del Padre y vuelve al Padre. Así ha de pensar el discípulo. La entrega de uno mismo a los demás y a Dios, en eso consiste la vida eterna, la que no acaba, porque pertenece ya a Dios y él estará a su lado aun en la muerte. Eso es resucitar con él. Es el tesoro escondido que uno descubre y, por la alegría que le da, vende todo lo que tiene para ganarlo. Entonces podrá decir con Pablo: “Ni muerte ni vida, ni el presente ni el futuro, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna… podrá separarnos del amor de Cristo” (Rom 8).