domingo, 27 de enero de 2013

Enero 27 de 2013


Prologo y Pasaje en 
la Sinagoga de Nazaret
( Lc 1,1-4; 4,14-21)

El evangelio de hoy tiene dos partes. La primera es el prólogo de la obra de Lucas (1,1-4). La segunda, cuatro capítulos después, narra los inicios de la actividad pública de Jesús en Nazaret (4,14-21). 

El prólogo indica que el escrito está dedicado a un cierto Teófilo, que no sabemos bien si es un personaje real o ideal. Algunos comentaristas lo consideran una persona histórica, un ayudante de Lucas en su tarea evangelizadora. Lo más acertado es decir que se trata de una figura simbólica, el discípulo de todos los tiempos. “Teófilo” significa “amado de Dios” o “amante de Dios”. El discípulo de Jesús, que recibe su mensaje, sabe que es amado de Dios y desea llegar a amar realmente a Dios. Se puede decir que Lucas dedica su evangelio al cristiano que quiere llegar a ser un adulto en su fe, consciente de la responsabilidad que le atañe en el mundo. A ese cristiano, lo quiere conducir a vivir una experiencia similar a la de los discípulos de Emáus, es decir, a escuchar al Señor, a reconocerlo “al partir el pan” y hallarlo presente en la comunidad, cuyos miembros dan testimonio de que “verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (24,34)

Lucas declara que su intención al escribir su evangelio es componer un relato de los hechos que se han verificado en torno a Jesús de Nazaret. Hablará de Jesús en forma narrativa, empleando las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Por consiguiente, lo que está en el evangelio no son fantasías del autor, sino testimonios recogidos tal como fueron transmitidos por los que convivieron con Jesús y luego los dieron a conocer a las primeras comunidades cristianas. El evangelista comprueba todo exactamente desde el  principio y lo presenta de manera ordenada, para que los lectores puedan conocer y entender mejor a Jesús. Es la finalidad: que conozcan la solidez de las enseñanzas recibidas.

En la segunda parte del texto de hoy se relata el acontecimiento que da inicio a la vida pública de Jesús. Nos dice que Jesús, como era su costumbre, asistió un sábado a la sinagoga de su pueblo y que se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta Isaías y lo explicó aplicándolo a su propia persona. Hizo ver a sus oyentes que él era el Mesías esperado, portador del Espíritu de Dios, que lo había ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos. 

Muchos al oírlo se admiraron de “las palabras de gracia” que salían de su boca; vieron que en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los antiguos profetas. Al igual que aquellos primeros testigos, también la comunidad cristiana primitiva experimentaba en su quehacer diario la gracia de Dios, sentían que el mismo Jesús resucitado seguía acompañando a los suyos. Para ellos y para nosotros –a quienes se dirige el Evangelio- las palabras de Jesús son una constante llamada a la vida, al amor y a la felicidad, que Dios quiere para todos, aunque a veces sea por caminos insospechados. 

Para nosotros hoy, el mensaje de este evangelio mantiene plena vigencia: en Cristo se cumplen de forma plena las Escrituras, se realizan las aspiraciones de todo ser humano. Jesús proclama la llegada del reino de Dios. Nos dice que ha llegado una etapa nueva en las relaciones de Dios con los hombres, en la que Dios ofrece una alianza basada en el amor, que reclama por parte de todos un amor nuevo. En esto consiste la buena noticia: en que somos hijos e hijas de Dios y debemos, por tanto, comportarnos como hermanos y hermanas, obrando con la fuerza y motivación del amor, que es el Espíritu de Dios. Y este amor, que es lo más grande, no pasará jamás. 

Asimismo, estamos llamados a trabajar por la causa de Jesús, que hoy como ayer tiene el mismo contenido y los mismos destinatarios: llevar la buena noticia a los pobres y a cuantos sufren. El sufrimiento sigue presente desgraciadamente a lo largo de la historia y seguirá hasta el final. Para ello contamos con el Espíritu de Jesús, que se encuentra en nosotros como lo estuvo también en Él. Ese Espíritu vivificador nos garantiza el éxito de la empresa, a pesar de los obstáculos que encontremos para su realización y a pesar de las cortapisas e incoherencias que pongamos los trabajadores en la viña del Señor. Ése es nuestro  consuelo y ésa es nuestra confianza esperanzada.

lunes, 21 de enero de 2013

Enero 20 de 2013


Caná
(Jn 2, 1-12) 


El simbolismo del banquete de bodas recorre toda  la Escritura. Dios se une con la humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la unión matrimonial. El amor del Señor por nosotros se expresa como una relación de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema del Cantar de los Cantares sobre el amor entre un hombre y una mujer la más bella metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San Pablo el amor matrimonial se convierte en un “gran misterio” (Ef 5,32), que remite a la unión de Cristo esposo y la Iglesia su esposa. Y en la teología del evangelio de San Juan y del Apocalipsis, Jesús es presentado como el Cordero inmolado que se une eternamente con su esposa la humanidad y sella su alianza con su sangre. Por eso Jesús aparece en el evangelio de San Juan como el portador de la alegría y el gozo que un día se nos dará a todos en plenitud en el banquete del reino de Dios. 

De todo esto se deduce que la alegría es el don del Espíritu de Jesús y signo de su presencia. “Les he dicho estas cosas, dice a propósito de su mensaje, para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa”. Esta alegría festiva, componente esencial de la vida cristiana, aparece en el pasaje de las bodas de Caná: allí Jesús aporta en abundancia el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino. 

Se puede decir que lo que más interesa al evangelista, más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, es la grandeza, generosidad y gratuidad del don, que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría de la salvación con los medios con que contamos. Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla mediante el cumplimiento de  ley y de las prácticas religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón, les faltaba experimentar el amor de Dios y responder a él con la generosidad propia del amor, que va más allá de la ley. Lo mismo ocurre con nosotros: nuestra vida no manifiesta muchas veces la alegría que debería tener, nuestra fiesta puede echarse a perder por la falta de vino, por el amor que nos falta. Como los judíos, Dios no ocupa el centro de nuestro interés, nos buscamos sustitutivos de su amor. Si nos hacemos conscientes de ello y “hacemos lo él nos diga”, él llenará nuestra vasijas de agua con el vino nuevo, de la alegría y de la fiesta, que está reservado para el final de la vida, pero que podemos disfrutar ahora.

En Caná, según el evangelio, Jesús dio comienzo a sus signos. En el signo de Caná está todo lo que Cristo hace por nosotros. Las acciones que según el evangelio realizó remiten siempre a un significado que nos revela lo que él es. Así, la curación del ciego manifiesta que Jesús es la luz, la multiplicación de los panes que Jesús es alimento y la resurrección de Lázaro que Jesús es vida. En el caso de Caná, el signo realizado por Jesús manifiesta su gloria –“Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el” –. Ahora bien, su gloria es su amor fiel, su amor y lealtad, como lo dice el m ismo prólogo de San Juan: “Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (1, 14).  Jesús es el amor de Dios entre nosotros, es el Esposo, a cuya boda estamos invitados. Por eso podemos decir que el signo de Caná nos hace ver que es en la vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas- donde podemos gustar, ya desde ahora, “lo que el Señor tiene reservado para los que le aman”.

Pero no se puede entender cabalmente el signo de las bodas de Cana sin su referencia a la cruz del Señor. El texto lo hace de manera implícita introduciendo el tema de la “hora” de Jesús, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús nos amó “hasta el extremo” (13,1).

Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua convertida en vino es el bautismo en el Espíritu, que libera del pecado y hacer nacer de nuevo. La Iglesia aparece también representada en los discípulos y la madre de Jesús; la Iglesia que es la esposa a la que Cristo cuida, y en la que se aprende a reconocer los signos de Dios, portadores de la verdadera alegría. Se puede ver una alusión a la Eucaristía, memorial de la nueva alianza, que Jesús sella con su sangre, dada a nosotros como bebida. Y, por supuesto, se puede ver la presencia y significado de María en la obra de salvación.

El papel de María es importante en el relato. Jesús la llama Mujer – calificativo insólito–,  no la llama “madre”. Lo mismo hará en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces, cuando esté de pie junto a la cruz, recibirá de su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a quién él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos, es madre y figura de la Iglesia. Recordemos también que el término “mujer” tiene un hondo significado en el Antiguo Testamento: designa a Israel, la mujer que ama a su esposo, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento. Todo eso es María, la Mujer.

En el pasaje de las bodas de Caná resalta la solicitud maternal de María, atenta a las necesidades de sus hijos e hijas. María, la Mujer, es la que comunica la noticia de la novedad hecha posible por la fe: Hagan lo que él les diga. María nos pone con su Hijo, ese es su papel en el plan de salvación de Dios. Si escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con nosotros. 

miércoles, 16 de enero de 2013

13 de Enero de 2013


El bautismo de Jesús 
(Lc 3, 15-16.21-22)

Probablemente este relato circulaba entre las comunidades cristianas antes de que se escribieran los evangelios. Y es seguro que narra un hecho histórico, no inventado, puesto que debió ser muy difícil para los primeros cristianos aceptar, por una parte, que Jesus se había hecho bautizar por Juan, lo cual significa haberse sometido a él, y, por otra parte, haberse puesto como un pecador, ya que el bautismo de Juan era “de conversión para el perdón de los pecados” (3,3). Se trata, además, de un hecho especialmente significativo, razón por la cual los tres Sinópticos lo traen y el cuarto evangelio, aunque no lo cuenta, pone en labios del Bautista una frase que hace suponer que se conocía la tradición del bautismo de Jesús: “Juan dio testimonio diciendo: Yo he visto que el Espíritu descendía del cielo como una paloma y permanecía sobre él” (Jn 1,33). 

En Lucas, el bautismo de Jesús aparece al inicio del evangelio y sirve de ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar a conocer quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el Cristo, portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace. 

Muchos ven en el bautismo de Jesús un aspecto vocacional, en el sentido de que ahí se manifiesta simbólicamente la misión a la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no corresponderá a las expectativas mesiánicas que se habían hecho los judíos, de un libertador político que se impondría con la fuerza y el poder, sino a la del Hijo que, siendo de condición divina, por amor a nosotros asume nuestra condición débil y pecadora. “No se coloca ‘sobre’ sino ‘con’ el ser humano, en perfecta coherencia con el Dios-con-nosotros” (S. Fausti). Alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, actualiza en su persona lo que había anunciado el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Y esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar Jesús ser bautizado por Juan: “un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó”, es decir, como uno más.

El bautismo se hacía por inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del morir. En ello vio la fe cristiana un anuncio de que el Mesías tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e iniciar una vida nueva para él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y hombre entre los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte como la nuestra.

Dice Lucas que mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el cielo. Esto quiere decir que quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del pecado que impedía la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el futuro cerrado de la humanidad se abre en esperanza. Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado en la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios hablase. Para el mundo del paganismo, por su parte, el horizonte de la historia estaba cerrado por el destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren. Dios se acerca de manera  definitiva, habla y actúa en Jesús. El horizonte de la realización del ser humano se extiende hasta la unión con Dios, hasta nuestra participación en la vida misma de Dios. 

“Y Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma”, prosigue Lucas. El mismo Espíritu que fecundó el seno virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio
 (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer plenamente al Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo querido del Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu Santo está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).

“Y se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Estas palabras del Salmo 2,7 las cantaba el pueblo de Israel en la celebración de la fiesta de la entronización de su rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios. Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente del que habló el profeta Isaías (42,1), y que los evangelios Sinópticos parecen tener en cuenta. Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión, misión que él vivirá precisamente como el paso por un bautismo: “¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar?” (Mc 10,38;  cf. Lc 12, 49s).  Se puede decir, entonces, que en el bautismo en el Jordán queda estructurado todo el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.

Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene también un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. 

También nosotros fuimos bautizados. Dios tomó posesión de nosotros y no sólo de nuestra parte afectiva y sentimental, o de nuestra razón, ideas y especulaciones, o de las emociones religiosas, sino que entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu del amor que derramó en nuestros corazones. En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces Dios habita en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos llegar con los recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de nuestra intimidad, en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita confianza: Abba, Padre querido. Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia. 

lunes, 7 de enero de 2013

6 de Enero de 2013


EPIFANÍA
 (Mt 2, 1-12)


Es una fiesta hermosa la Epifanía, la manifestación del Señor como Salvador de todas las naciones, simbolizadas en esos personajes tan queridos para todos nosotros, los reyes magos, los sabios de Oriente. 

No es del caso examinar aquí la exactitud histórica del relato. Lo importante en él son los símbolos, a través de los cuales el evangelio de san Mateo nos ayuda a comprender la identidad mesiánica del Niño que ha nacido en Belén para traer la salvación a todas las culturas y razas del mundo. Nuestra fe en esta manifestación (epifanía) de Dios nos hace unirnos fraternalmente a todos los seres de buena voluntad que, por encima de su ubicación social o cultural, en el tiempo o en la geografía del mundo, buscan la luz, buscan de diversas maneras –siempre guiados por el único Dios y por su Espíritu– el sentido que deben dar a su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta en favor del amor, la paz y la justicia. Para ellos nace el Señor.  

Esto supuesto, debemos decir que el primer símbolo que aparece en el relato es la luz. Las primeras comunidades cristianas –y nosotros con ellas– reconocían a Cristo como la Luz de Dios que viene a iluminar al mundo. Cristo dirá: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12); Luz de Dios encarnado en el hombre Jesús para todos las personas de buena voluntad: “los pecadores y los magos, los pobres y los sabios de todos los tiempos suficientemente pequeños para buscar y suficientemente humildes para acoger la Luz del Señor” (Card. Alexander Renard).

Los magos, por tanto, representan a los sabios de todos los tiempos que buscan sinceramente la verdad por medio de la inteligencia y llegan a percibir los signos de Dios en la naturaleza, en el devenir humano y en el mundo; pero sólo llegan al conocimiento pleno de la verdad cuando se dejan iluminar por el Ser Supremo, cuya revelación conservaba el pueblo de Israel en la Sagrada Escritura.

Los magos aparecen en Jerusalén, la santa ciudad que sí posee la Escritura, la luz de la revelación de Dios pero que, en lugar de aceptarla, la rechaza hostilmente. En Jerusalén sobresale, además, como personaje importante del relato, el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y maestros de la ley, que “conocen las Escrituras pero son incapaces de andar pocas millas para adorar a Jesús en Belén. Los que presumen ser el verdadero Israel rechazan al Mesías que Dios les prometió. Pero los paganos lo acogen y se llenan de alegría” (J.L. Sicre, El Cuadrante).

También ahora se dan esas actitudes opuestas: la de quienes con humildad y sencillez buscan la verdad y la de quienes se quedan encerrados en sus propios intereses y en sus propias persuasiones, no descubren la verdad y terminan atacándola. 

La presencia del Salvador que brilla en el interior de las personas y en el interior de las culturas está simbolizada en la estrella; es la sabiduría, principio de toda búsqueda. Pero se trata de una sabiduría que se abre a la revelación de una verdad suprema, que no siempre puede ser aprehendida y dominada por la razón humana porque es una verdad trascendente, cada vez mayor, siempre mayor. Esta sabiduría guía y conduce a los pueblos y culturas en sus caminos, por extraños que nos parezcan, en sus éxodos, tantas veces trabajosos y difíciles. Es la “luz de estrella que brilla en la noche” (Sab 10,17). Siguiendo sus indicaciones, la estrella reaparece con una luz nueva: la razón, iluminada por la revelación, llega a conocer lo que busca. 

Dice el evangelio que llegaron los Magos a Belén, hallaron al Niño y a su madre, se les llenó de gozo el corazón y, abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra. El tesoro en el evangelio de Mateo es el propio corazón: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21; 12,35; 13,52; 19,21). Los Magos abren su corazón y ofrecen lo que contiene. El oro, riqueza visible, representa lo que uno tiene; el incienso, invisible como Dios, representa aquello que uno más desea; la mirra, ungüento que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa lo que uno es, su condición mortal. Todo lo que el hombre tiene, pero sobre todo lo que desea y le falta por alcanzar, todo eso es el tesoro. Se trata de abrir a Dios el propio tener, el propio deseo, y la propia necesidad. Y Dios entra a nuestro tesoro. Dando todo lo que tienen, los Magos hacen entrar a Dios en su vida y le reconocen –según la antigua tradición- como rey, como Dios y como hombre. 

Advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de camino en la vida, queda transformado. Ya no son como antes estos hombres. Buscaban a Dios y fue Dios quien los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. Quedémonos con este hermoso mensaje: 

“La noche de la vida puede estar muy ennegrecida por el pesimismo, la niebla puede ser muy espesa y perturbar la vista con las pasiones o la tristeza, ¿pero buscamos entonces y siempre la luz? Pronto o tarde, si el corazón sigue abierto un poco a la esperanza, a un amor, es imposible que no aparezca una estrella que ilumine y caliente. Si se presta atención al Espíritu, si se echa una mirada leal al Evangelio, entonces una luz responderá; Cristo nos dirá el sentido de la vida y de la muerte: “Amarás a Dios con todo tu corazón, amen como yo los he amado” (Mc 12,30; Jn 13,34). Este es el sentido –el significado y la dirección–; jamás se equivoca nadie que sigue a Cristo: “El que me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8,18). Siempre hay una estrella, jamás el cielo está totalmente cubierto. “Busquen y encontrarán” (Lc 11,9): a quien pide una estrella, Dios no le dará la noche” (Card. Alexander Renard). 

miércoles, 2 de enero de 2013

1 de Enero de 2013


1º de Enero de 2013

La primera lectura (Num 6, 22-27) de la misa en este primer día del año nuevo nos enseña una manera bella y profunda de felicitarnos unos a otros y expresarnos nuestros deseos de felicidad, paz, unión y prosperidad. Es la bendición que los sacerdotes pronunciaban sobre los israelitas: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor”. Deberíamos inspirarnos en esta bendición para felicitarnos por el Año Nuevo. Con ella reconocemos que todo lo hemos recibido de Dios N.S., confiamos en que nos dará lo que le pedimos, y nos hacemos disponibles para aceptar y recibir lo que él quiera darnos. 
 La segunda lectura (Gal 4,4-7) nos recuerda que Dios, llegado el momento fijado por él desde la eternidad, hizo nacer a su Hijo de una mujer, María de Nazaret, para salvarnos. Cristo entró en nuestra historia, por eso es también un ser nacido “bajo la Ley”, lo cual quiere decir que comparte nuestra suerte. Su cercanía hace que toda persona pueda vivir sin temor en la libertad de los hijos e hijas de Dios. 
El evangelio (Lc 2,16-21) resalta la figura de María como madre de Dios. Desde los primeros tiempos del cristianismo se le atribuyó este título. Llamar a María Madre de Dios es afirmar que Jesús, fruto bendito de su vientre, es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza divina que el Padre. Como madre María le dio un cuerpo, como educadora modeló su temperamento, le transmitió su sensibilidad, su modo de ser. En verdad, el Señor hizo maravillas en María, y nosotros de generación en generación la proclamamos dichosa. 
Hoy se celebra también la Jornada Mundial por la Paz, en la que el Papa, dirigiéndose al mundo entero, nos exhorta a mantener nuestros esfuerzos por crear un clima de convivencia y de paz. Hagamos nuestras las palabras del Mensaje de Benedicto XVI, del que extraigo párrafos importantes.
Comienza diciendo que causan alarma los focos de tensión y conflicto provocados por la desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad individualista, que se expresa en un capitalismo financiero no regulado. Además del terrorismo y la delincuencia, señala también el Papa que representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y reconciliación. 
Sin embargo, reconoce, se dan numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo y atestiguan la vocación universal a la paz. El deseo de paz es inherente al ser humano, y coincide con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda, que forma parte del plan de Dios. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. 
La paz implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris hace 50 años, la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia. La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros » comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. 
Trabajan por la paz, entonces, quienes aman, defienden y promueven la vida en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida. 
Especial énfasis pone el Papa en el papel que le corresponde a la familia en la construcción de la paz. Comienza por decir que, para ello, la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla con formas radicalmente distintas de unión, que dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad. 
Ninguno puede ignorar, dice el Papa, el papel decisivo de la familia. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. La familia es indispensable en la realización de una cultura de la paz. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor. Los que trabajan por la paz están llamados, por tanto, a cultivar la pasión por el bien de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea.
Pasa luego el Papa a subrayar el valor del trabajo, uno de los derechos y deberes sociales más amenazados. El trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitera que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan ». A este bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos. 
Pidamos, pues, en el año que comienza que la paz de Dios reine en nuestros corazones, en el país y en el mundo y hagamos nuestros los deseos del Santo Padre de profundizar entre nosotros como parroquia una auténtica comunión de los valores espirituales.

Acción de Gracias 2012

ACCIÓN DE GRACIAS
31 de diciembre de 2012

La celebración de esta noche no es un invento de la Iglesia. No es fiesta litúrgica. Pero es una fiesta humana. Al cerrar el año y esperar el inicio del nuevo nos reunimos para dar gracias a Dios y reafirmar nuestra confianza de que por encima del tiempo que pasa, hay algo que permanece inmutable: el amor de Dios por nosotros. Dios está por encima de todo, su amor llena la tierra, el espacio y el tiempo. “En el principio ya existía la Palabra. La palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir” (Jn 1, 1-3), dice el evangelio de Juan que acabamos de oír. 

La fiesta de Año Nuevo tiene también un cierto sabor agridulce. El paso irreversible  del tiempo hace sentir una cierta inquietud. Lo bueno, bello y verdadero pide permanencia; lo que emprendemos pide continuidad; y para lo que queremos realizar casi siempre nos falta tiempo. Sin embargo, es cierto que muchas cosas perduran: en lo que vivimos con cariño y en lo que recibimos con amor, el tiempo como que se cristaliza, adquiere densidad y consistencia. Y siempre hay algo que el tiempo trae y que es quizá lo más importante: el tiempo hace posible el encuentro. Nuestros encuentros interpersonales son la causa de nuestras mayores alegrías, de nuestros asombros y sentimientos de gratitud, de nuestros gestos de entrega y donación. Todo esto ayuda al creyente a ver las cosas en profundidad y advertir la presencia y acción de Dios en todo, pues Dios quiso revelarse en el tiempo, Dios se hizo tiempo. En esto fundamentamos nuestra convicción de que si Dios estuvo al principio, estará hasta el final con su mismo amor providente; si se dignó iniciar en mí la obra buena, fiel es él para llevarla a término. “Yo soy el Señor desde el principio y lo seré hasta el fin”, nos dice por medio de Isaías (Is 41,4). Y de nuestra parte nos movemos a decirle: “Señor,  tú eres mi Dios. Mi vida está en tus manos” (Sal 31). Enséñame a estar presente en los años que nos das, a vivirlos con hondura y responsabilidad. Enséñame a llenar de significado mis días, sabiendo que tú estás en ellos. 

De este modo, en el último día del año, podemos recoger todo lo vivido en una acción de gracias. Los grandes hombres y mujeres son siempre agradecidos; atribuyen espontáneamente a Dios, fuente de todo bien, lo que tienen y hacen. María proclama la grandeza del Señor y su espíritu se alegra en Dios, Salvador. Jesús agradece a su Padre porque ha ocultado los misterios de su reino a los sabios de este mundo y se los ha revelado a los pequeños, y porque le ha dado a sus discípulos sacándolos del mundo. Siguiendo su ejemplo, aprendemos a admirar la obra que Dios cumple en cada uno de nosotros. Sin capacidad de admiración, todo hasta las cosas más finas, valiosas, sorprendentes, nos pueden parecer banales y entonces no las agradecemos. Recordando, pues, como recomienda San Ignacio en los Ejercicios, los beneficios recibidos, y “ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios N.S. por mí”, le decimos recíprocamente: “Tú me lo diste, a Ti Señor lo torno. Todo es tuyo. Dame tu amor y tu gracia, porque ésta me basta.”

El Año Nuevo nos asegura también en la esperanza. La esperanza es esencial al ser humano, la llevamos dentro y no se vive sin ella. Pero no podemos confundirla con las cosas pasajeras que esperamos y que finalmente acaban o nos defraudan. La esperanza cristiana nos hace estar abiertos a algo más allá y mayor de lo que somos y tenemos. Nos hace afirmar que somos peregrinos hacia un futuro que traerá consigo la realización plena, el logro de aquello que da sentido a nuestra vida. Cuando la esperanza es corta, la meta que se busca se pierde entre la pluralidad de las cosas que pasan. Cuando la meta de lo que aguardamos es elevada, nos elevamos sobre lo pasajero, cobramos ánimos para seguir luchando, seguir subiendo.

La razón última de nuestra esperanza es Jesucristo, en quien Dios vino a nosotros trayéndonos la buena noticia de que valemos tanto ante sus ojos, que ha entregado a su propio Hijo para que ninguna vida se pierda. Mantenemos nuestra esperanza porque constatamos, por la fe, que las promesas hechas por Dios a la humanidad se realizaron en Jesucristo. Gracias a él, todo ser humano puede ver posible un nuevo porvenir. Por tanto, podemos decir –sea cual sea nuestro dolor, nuestro fracaso o nuestra noche- nada está perdido, nada se pierde irremediablemente. Siempre hay algo que perdura y da luz y sentido: la posibilidad de ser como Él, de parecernos un poco a Él y hacer más santa la vida. 

Todo lo que tenemos lo hemos recibido, todo lo hemos de compartir. Si el Señor nos enriquece, debemos dar a manos llenas. Que cada día del año que comienza sea mucho más que la suma de las preocupaciones que traiga consigo. Que el año nuevo traiga consigo una gracia muy superior al desgaste del tiempo. Año nuevo, vida nueva, solemos decir. Ojalá sea así, ¡siempre nueva! Que sigamos firmes en nuestra lucha por valores altos en la familia, en la sociedad y en la Iglesia; que sigamos infundiendo esperanza a los que caen en el camino; escuchando al que necesita comunicarse con alguien; que visitemos al que está solo o enfermo, que no dejemos de colaborar para que se ponga remedio a las injusticias; que seamos simple y llanamente buenos, humanos, cristianos, aunque en muchos momentos comprobemos que no somos lo que deberíamos ser. En una palabra que en los próximos 365 días pensemos en los demás. Entonces el 2013 será un ¡Feliz Año Nuevo!
¡Feliz Año Nuevo para todos ustedes!