miércoles, 16 de enero de 2013

13 de Enero de 2013


El bautismo de Jesús 
(Lc 3, 15-16.21-22)

Probablemente este relato circulaba entre las comunidades cristianas antes de que se escribieran los evangelios. Y es seguro que narra un hecho histórico, no inventado, puesto que debió ser muy difícil para los primeros cristianos aceptar, por una parte, que Jesus se había hecho bautizar por Juan, lo cual significa haberse sometido a él, y, por otra parte, haberse puesto como un pecador, ya que el bautismo de Juan era “de conversión para el perdón de los pecados” (3,3). Se trata, además, de un hecho especialmente significativo, razón por la cual los tres Sinópticos lo traen y el cuarto evangelio, aunque no lo cuenta, pone en labios del Bautista una frase que hace suponer que se conocía la tradición del bautismo de Jesús: “Juan dio testimonio diciendo: Yo he visto que el Espíritu descendía del cielo como una paloma y permanecía sobre él” (Jn 1,33). 

En Lucas, el bautismo de Jesús aparece al inicio del evangelio y sirve de ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar a conocer quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el Cristo, portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace. 

Muchos ven en el bautismo de Jesús un aspecto vocacional, en el sentido de que ahí se manifiesta simbólicamente la misión a la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no corresponderá a las expectativas mesiánicas que se habían hecho los judíos, de un libertador político que se impondría con la fuerza y el poder, sino a la del Hijo que, siendo de condición divina, por amor a nosotros asume nuestra condición débil y pecadora. “No se coloca ‘sobre’ sino ‘con’ el ser humano, en perfecta coherencia con el Dios-con-nosotros” (S. Fausti). Alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, actualiza en su persona lo que había anunciado el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Y esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar Jesús ser bautizado por Juan: “un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó”, es decir, como uno más.

El bautismo se hacía por inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del morir. En ello vio la fe cristiana un anuncio de que el Mesías tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e iniciar una vida nueva para él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y hombre entre los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte como la nuestra.

Dice Lucas que mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el cielo. Esto quiere decir que quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del pecado que impedía la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el futuro cerrado de la humanidad se abre en esperanza. Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado en la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios hablase. Para el mundo del paganismo, por su parte, el horizonte de la historia estaba cerrado por el destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren. Dios se acerca de manera  definitiva, habla y actúa en Jesús. El horizonte de la realización del ser humano se extiende hasta la unión con Dios, hasta nuestra participación en la vida misma de Dios. 

“Y Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma”, prosigue Lucas. El mismo Espíritu que fecundó el seno virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio
 (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer plenamente al Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo querido del Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu Santo está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).

“Y se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Estas palabras del Salmo 2,7 las cantaba el pueblo de Israel en la celebración de la fiesta de la entronización de su rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios. Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente del que habló el profeta Isaías (42,1), y que los evangelios Sinópticos parecen tener en cuenta. Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión, misión que él vivirá precisamente como el paso por un bautismo: “¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar?” (Mc 10,38;  cf. Lc 12, 49s).  Se puede decir, entonces, que en el bautismo en el Jordán queda estructurado todo el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.

Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene también un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. 

También nosotros fuimos bautizados. Dios tomó posesión de nosotros y no sólo de nuestra parte afectiva y sentimental, o de nuestra razón, ideas y especulaciones, o de las emociones religiosas, sino que entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu del amor que derramó en nuestros corazones. En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces Dios habita en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos llegar con los recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de nuestra intimidad, en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita confianza: Abba, Padre querido. Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.