miércoles, 2 de enero de 2013

Acción de Gracias 2012

ACCIÓN DE GRACIAS
31 de diciembre de 2012

La celebración de esta noche no es un invento de la Iglesia. No es fiesta litúrgica. Pero es una fiesta humana. Al cerrar el año y esperar el inicio del nuevo nos reunimos para dar gracias a Dios y reafirmar nuestra confianza de que por encima del tiempo que pasa, hay algo que permanece inmutable: el amor de Dios por nosotros. Dios está por encima de todo, su amor llena la tierra, el espacio y el tiempo. “En el principio ya existía la Palabra. La palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir” (Jn 1, 1-3), dice el evangelio de Juan que acabamos de oír. 

La fiesta de Año Nuevo tiene también un cierto sabor agridulce. El paso irreversible  del tiempo hace sentir una cierta inquietud. Lo bueno, bello y verdadero pide permanencia; lo que emprendemos pide continuidad; y para lo que queremos realizar casi siempre nos falta tiempo. Sin embargo, es cierto que muchas cosas perduran: en lo que vivimos con cariño y en lo que recibimos con amor, el tiempo como que se cristaliza, adquiere densidad y consistencia. Y siempre hay algo que el tiempo trae y que es quizá lo más importante: el tiempo hace posible el encuentro. Nuestros encuentros interpersonales son la causa de nuestras mayores alegrías, de nuestros asombros y sentimientos de gratitud, de nuestros gestos de entrega y donación. Todo esto ayuda al creyente a ver las cosas en profundidad y advertir la presencia y acción de Dios en todo, pues Dios quiso revelarse en el tiempo, Dios se hizo tiempo. En esto fundamentamos nuestra convicción de que si Dios estuvo al principio, estará hasta el final con su mismo amor providente; si se dignó iniciar en mí la obra buena, fiel es él para llevarla a término. “Yo soy el Señor desde el principio y lo seré hasta el fin”, nos dice por medio de Isaías (Is 41,4). Y de nuestra parte nos movemos a decirle: “Señor,  tú eres mi Dios. Mi vida está en tus manos” (Sal 31). Enséñame a estar presente en los años que nos das, a vivirlos con hondura y responsabilidad. Enséñame a llenar de significado mis días, sabiendo que tú estás en ellos. 

De este modo, en el último día del año, podemos recoger todo lo vivido en una acción de gracias. Los grandes hombres y mujeres son siempre agradecidos; atribuyen espontáneamente a Dios, fuente de todo bien, lo que tienen y hacen. María proclama la grandeza del Señor y su espíritu se alegra en Dios, Salvador. Jesús agradece a su Padre porque ha ocultado los misterios de su reino a los sabios de este mundo y se los ha revelado a los pequeños, y porque le ha dado a sus discípulos sacándolos del mundo. Siguiendo su ejemplo, aprendemos a admirar la obra que Dios cumple en cada uno de nosotros. Sin capacidad de admiración, todo hasta las cosas más finas, valiosas, sorprendentes, nos pueden parecer banales y entonces no las agradecemos. Recordando, pues, como recomienda San Ignacio en los Ejercicios, los beneficios recibidos, y “ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios N.S. por mí”, le decimos recíprocamente: “Tú me lo diste, a Ti Señor lo torno. Todo es tuyo. Dame tu amor y tu gracia, porque ésta me basta.”

El Año Nuevo nos asegura también en la esperanza. La esperanza es esencial al ser humano, la llevamos dentro y no se vive sin ella. Pero no podemos confundirla con las cosas pasajeras que esperamos y que finalmente acaban o nos defraudan. La esperanza cristiana nos hace estar abiertos a algo más allá y mayor de lo que somos y tenemos. Nos hace afirmar que somos peregrinos hacia un futuro que traerá consigo la realización plena, el logro de aquello que da sentido a nuestra vida. Cuando la esperanza es corta, la meta que se busca se pierde entre la pluralidad de las cosas que pasan. Cuando la meta de lo que aguardamos es elevada, nos elevamos sobre lo pasajero, cobramos ánimos para seguir luchando, seguir subiendo.

La razón última de nuestra esperanza es Jesucristo, en quien Dios vino a nosotros trayéndonos la buena noticia de que valemos tanto ante sus ojos, que ha entregado a su propio Hijo para que ninguna vida se pierda. Mantenemos nuestra esperanza porque constatamos, por la fe, que las promesas hechas por Dios a la humanidad se realizaron en Jesucristo. Gracias a él, todo ser humano puede ver posible un nuevo porvenir. Por tanto, podemos decir –sea cual sea nuestro dolor, nuestro fracaso o nuestra noche- nada está perdido, nada se pierde irremediablemente. Siempre hay algo que perdura y da luz y sentido: la posibilidad de ser como Él, de parecernos un poco a Él y hacer más santa la vida. 

Todo lo que tenemos lo hemos recibido, todo lo hemos de compartir. Si el Señor nos enriquece, debemos dar a manos llenas. Que cada día del año que comienza sea mucho más que la suma de las preocupaciones que traiga consigo. Que el año nuevo traiga consigo una gracia muy superior al desgaste del tiempo. Año nuevo, vida nueva, solemos decir. Ojalá sea así, ¡siempre nueva! Que sigamos firmes en nuestra lucha por valores altos en la familia, en la sociedad y en la Iglesia; que sigamos infundiendo esperanza a los que caen en el camino; escuchando al que necesita comunicarse con alguien; que visitemos al que está solo o enfermo, que no dejemos de colaborar para que se ponga remedio a las injusticias; que seamos simple y llanamente buenos, humanos, cristianos, aunque en muchos momentos comprobemos que no somos lo que deberíamos ser. En una palabra que en los próximos 365 días pensemos en los demás. Entonces el 2013 será un ¡Feliz Año Nuevo!
¡Feliz Año Nuevo para todos ustedes!