lunes, 7 de enero de 2013

6 de Enero de 2013


EPIFANÍA
 (Mt 2, 1-12)


Es una fiesta hermosa la Epifanía, la manifestación del Señor como Salvador de todas las naciones, simbolizadas en esos personajes tan queridos para todos nosotros, los reyes magos, los sabios de Oriente. 

No es del caso examinar aquí la exactitud histórica del relato. Lo importante en él son los símbolos, a través de los cuales el evangelio de san Mateo nos ayuda a comprender la identidad mesiánica del Niño que ha nacido en Belén para traer la salvación a todas las culturas y razas del mundo. Nuestra fe en esta manifestación (epifanía) de Dios nos hace unirnos fraternalmente a todos los seres de buena voluntad que, por encima de su ubicación social o cultural, en el tiempo o en la geografía del mundo, buscan la luz, buscan de diversas maneras –siempre guiados por el único Dios y por su Espíritu– el sentido que deben dar a su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta en favor del amor, la paz y la justicia. Para ellos nace el Señor.  

Esto supuesto, debemos decir que el primer símbolo que aparece en el relato es la luz. Las primeras comunidades cristianas –y nosotros con ellas– reconocían a Cristo como la Luz de Dios que viene a iluminar al mundo. Cristo dirá: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12); Luz de Dios encarnado en el hombre Jesús para todos las personas de buena voluntad: “los pecadores y los magos, los pobres y los sabios de todos los tiempos suficientemente pequeños para buscar y suficientemente humildes para acoger la Luz del Señor” (Card. Alexander Renard).

Los magos, por tanto, representan a los sabios de todos los tiempos que buscan sinceramente la verdad por medio de la inteligencia y llegan a percibir los signos de Dios en la naturaleza, en el devenir humano y en el mundo; pero sólo llegan al conocimiento pleno de la verdad cuando se dejan iluminar por el Ser Supremo, cuya revelación conservaba el pueblo de Israel en la Sagrada Escritura.

Los magos aparecen en Jerusalén, la santa ciudad que sí posee la Escritura, la luz de la revelación de Dios pero que, en lugar de aceptarla, la rechaza hostilmente. En Jerusalén sobresale, además, como personaje importante del relato, el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y maestros de la ley, que “conocen las Escrituras pero son incapaces de andar pocas millas para adorar a Jesús en Belén. Los que presumen ser el verdadero Israel rechazan al Mesías que Dios les prometió. Pero los paganos lo acogen y se llenan de alegría” (J.L. Sicre, El Cuadrante).

También ahora se dan esas actitudes opuestas: la de quienes con humildad y sencillez buscan la verdad y la de quienes se quedan encerrados en sus propios intereses y en sus propias persuasiones, no descubren la verdad y terminan atacándola. 

La presencia del Salvador que brilla en el interior de las personas y en el interior de las culturas está simbolizada en la estrella; es la sabiduría, principio de toda búsqueda. Pero se trata de una sabiduría que se abre a la revelación de una verdad suprema, que no siempre puede ser aprehendida y dominada por la razón humana porque es una verdad trascendente, cada vez mayor, siempre mayor. Esta sabiduría guía y conduce a los pueblos y culturas en sus caminos, por extraños que nos parezcan, en sus éxodos, tantas veces trabajosos y difíciles. Es la “luz de estrella que brilla en la noche” (Sab 10,17). Siguiendo sus indicaciones, la estrella reaparece con una luz nueva: la razón, iluminada por la revelación, llega a conocer lo que busca. 

Dice el evangelio que llegaron los Magos a Belén, hallaron al Niño y a su madre, se les llenó de gozo el corazón y, abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra. El tesoro en el evangelio de Mateo es el propio corazón: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21; 12,35; 13,52; 19,21). Los Magos abren su corazón y ofrecen lo que contiene. El oro, riqueza visible, representa lo que uno tiene; el incienso, invisible como Dios, representa aquello que uno más desea; la mirra, ungüento que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa lo que uno es, su condición mortal. Todo lo que el hombre tiene, pero sobre todo lo que desea y le falta por alcanzar, todo eso es el tesoro. Se trata de abrir a Dios el propio tener, el propio deseo, y la propia necesidad. Y Dios entra a nuestro tesoro. Dando todo lo que tienen, los Magos hacen entrar a Dios en su vida y le reconocen –según la antigua tradición- como rey, como Dios y como hombre. 

Advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de camino en la vida, queda transformado. Ya no son como antes estos hombres. Buscaban a Dios y fue Dios quien los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. Quedémonos con este hermoso mensaje: 

“La noche de la vida puede estar muy ennegrecida por el pesimismo, la niebla puede ser muy espesa y perturbar la vista con las pasiones o la tristeza, ¿pero buscamos entonces y siempre la luz? Pronto o tarde, si el corazón sigue abierto un poco a la esperanza, a un amor, es imposible que no aparezca una estrella que ilumine y caliente. Si se presta atención al Espíritu, si se echa una mirada leal al Evangelio, entonces una luz responderá; Cristo nos dirá el sentido de la vida y de la muerte: “Amarás a Dios con todo tu corazón, amen como yo los he amado” (Mc 12,30; Jn 13,34). Este es el sentido –el significado y la dirección–; jamás se equivoca nadie que sigue a Cristo: “El que me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8,18). Siempre hay una estrella, jamás el cielo está totalmente cubierto. “Busquen y encontrarán” (Lc 11,9): a quien pide una estrella, Dios no le dará la noche” (Card. Alexander Renard).