lunes, 21 de enero de 2013

Enero 20 de 2013


Caná
(Jn 2, 1-12) 


El simbolismo del banquete de bodas recorre toda  la Escritura. Dios se une con la humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la unión matrimonial. El amor del Señor por nosotros se expresa como una relación de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema del Cantar de los Cantares sobre el amor entre un hombre y una mujer la más bella metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San Pablo el amor matrimonial se convierte en un “gran misterio” (Ef 5,32), que remite a la unión de Cristo esposo y la Iglesia su esposa. Y en la teología del evangelio de San Juan y del Apocalipsis, Jesús es presentado como el Cordero inmolado que se une eternamente con su esposa la humanidad y sella su alianza con su sangre. Por eso Jesús aparece en el evangelio de San Juan como el portador de la alegría y el gozo que un día se nos dará a todos en plenitud en el banquete del reino de Dios. 

De todo esto se deduce que la alegría es el don del Espíritu de Jesús y signo de su presencia. “Les he dicho estas cosas, dice a propósito de su mensaje, para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa”. Esta alegría festiva, componente esencial de la vida cristiana, aparece en el pasaje de las bodas de Caná: allí Jesús aporta en abundancia el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino. 

Se puede decir que lo que más interesa al evangelista, más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, es la grandeza, generosidad y gratuidad del don, que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría de la salvación con los medios con que contamos. Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla mediante el cumplimiento de  ley y de las prácticas religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón, les faltaba experimentar el amor de Dios y responder a él con la generosidad propia del amor, que va más allá de la ley. Lo mismo ocurre con nosotros: nuestra vida no manifiesta muchas veces la alegría que debería tener, nuestra fiesta puede echarse a perder por la falta de vino, por el amor que nos falta. Como los judíos, Dios no ocupa el centro de nuestro interés, nos buscamos sustitutivos de su amor. Si nos hacemos conscientes de ello y “hacemos lo él nos diga”, él llenará nuestra vasijas de agua con el vino nuevo, de la alegría y de la fiesta, que está reservado para el final de la vida, pero que podemos disfrutar ahora.

En Caná, según el evangelio, Jesús dio comienzo a sus signos. En el signo de Caná está todo lo que Cristo hace por nosotros. Las acciones que según el evangelio realizó remiten siempre a un significado que nos revela lo que él es. Así, la curación del ciego manifiesta que Jesús es la luz, la multiplicación de los panes que Jesús es alimento y la resurrección de Lázaro que Jesús es vida. En el caso de Caná, el signo realizado por Jesús manifiesta su gloria –“Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el” –. Ahora bien, su gloria es su amor fiel, su amor y lealtad, como lo dice el m ismo prólogo de San Juan: “Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (1, 14).  Jesús es el amor de Dios entre nosotros, es el Esposo, a cuya boda estamos invitados. Por eso podemos decir que el signo de Caná nos hace ver que es en la vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas- donde podemos gustar, ya desde ahora, “lo que el Señor tiene reservado para los que le aman”.

Pero no se puede entender cabalmente el signo de las bodas de Cana sin su referencia a la cruz del Señor. El texto lo hace de manera implícita introduciendo el tema de la “hora” de Jesús, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús nos amó “hasta el extremo” (13,1).

Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua convertida en vino es el bautismo en el Espíritu, que libera del pecado y hacer nacer de nuevo. La Iglesia aparece también representada en los discípulos y la madre de Jesús; la Iglesia que es la esposa a la que Cristo cuida, y en la que se aprende a reconocer los signos de Dios, portadores de la verdadera alegría. Se puede ver una alusión a la Eucaristía, memorial de la nueva alianza, que Jesús sella con su sangre, dada a nosotros como bebida. Y, por supuesto, se puede ver la presencia y significado de María en la obra de salvación.

El papel de María es importante en el relato. Jesús la llama Mujer – calificativo insólito–,  no la llama “madre”. Lo mismo hará en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces, cuando esté de pie junto a la cruz, recibirá de su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a quién él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos, es madre y figura de la Iglesia. Recordemos también que el término “mujer” tiene un hondo significado en el Antiguo Testamento: designa a Israel, la mujer que ama a su esposo, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento. Todo eso es María, la Mujer.

En el pasaje de las bodas de Caná resalta la solicitud maternal de María, atenta a las necesidades de sus hijos e hijas. María, la Mujer, es la que comunica la noticia de la novedad hecha posible por la fe: Hagan lo que él les diga. María nos pone con su Hijo, ese es su papel en el plan de salvación de Dios. Si escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con nosotros.