domingo, 27 de enero de 2013

Enero 27 de 2013


Prologo y Pasaje en 
la Sinagoga de Nazaret
( Lc 1,1-4; 4,14-21)

El evangelio de hoy tiene dos partes. La primera es el prólogo de la obra de Lucas (1,1-4). La segunda, cuatro capítulos después, narra los inicios de la actividad pública de Jesús en Nazaret (4,14-21). 

El prólogo indica que el escrito está dedicado a un cierto Teófilo, que no sabemos bien si es un personaje real o ideal. Algunos comentaristas lo consideran una persona histórica, un ayudante de Lucas en su tarea evangelizadora. Lo más acertado es decir que se trata de una figura simbólica, el discípulo de todos los tiempos. “Teófilo” significa “amado de Dios” o “amante de Dios”. El discípulo de Jesús, que recibe su mensaje, sabe que es amado de Dios y desea llegar a amar realmente a Dios. Se puede decir que Lucas dedica su evangelio al cristiano que quiere llegar a ser un adulto en su fe, consciente de la responsabilidad que le atañe en el mundo. A ese cristiano, lo quiere conducir a vivir una experiencia similar a la de los discípulos de Emáus, es decir, a escuchar al Señor, a reconocerlo “al partir el pan” y hallarlo presente en la comunidad, cuyos miembros dan testimonio de que “verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (24,34)

Lucas declara que su intención al escribir su evangelio es componer un relato de los hechos que se han verificado en torno a Jesús de Nazaret. Hablará de Jesús en forma narrativa, empleando las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Por consiguiente, lo que está en el evangelio no son fantasías del autor, sino testimonios recogidos tal como fueron transmitidos por los que convivieron con Jesús y luego los dieron a conocer a las primeras comunidades cristianas. El evangelista comprueba todo exactamente desde el  principio y lo presenta de manera ordenada, para que los lectores puedan conocer y entender mejor a Jesús. Es la finalidad: que conozcan la solidez de las enseñanzas recibidas.

En la segunda parte del texto de hoy se relata el acontecimiento que da inicio a la vida pública de Jesús. Nos dice que Jesús, como era su costumbre, asistió un sábado a la sinagoga de su pueblo y que se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta Isaías y lo explicó aplicándolo a su propia persona. Hizo ver a sus oyentes que él era el Mesías esperado, portador del Espíritu de Dios, que lo había ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos. 

Muchos al oírlo se admiraron de “las palabras de gracia” que salían de su boca; vieron que en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los antiguos profetas. Al igual que aquellos primeros testigos, también la comunidad cristiana primitiva experimentaba en su quehacer diario la gracia de Dios, sentían que el mismo Jesús resucitado seguía acompañando a los suyos. Para ellos y para nosotros –a quienes se dirige el Evangelio- las palabras de Jesús son una constante llamada a la vida, al amor y a la felicidad, que Dios quiere para todos, aunque a veces sea por caminos insospechados. 

Para nosotros hoy, el mensaje de este evangelio mantiene plena vigencia: en Cristo se cumplen de forma plena las Escrituras, se realizan las aspiraciones de todo ser humano. Jesús proclama la llegada del reino de Dios. Nos dice que ha llegado una etapa nueva en las relaciones de Dios con los hombres, en la que Dios ofrece una alianza basada en el amor, que reclama por parte de todos un amor nuevo. En esto consiste la buena noticia: en que somos hijos e hijas de Dios y debemos, por tanto, comportarnos como hermanos y hermanas, obrando con la fuerza y motivación del amor, que es el Espíritu de Dios. Y este amor, que es lo más grande, no pasará jamás. 

Asimismo, estamos llamados a trabajar por la causa de Jesús, que hoy como ayer tiene el mismo contenido y los mismos destinatarios: llevar la buena noticia a los pobres y a cuantos sufren. El sufrimiento sigue presente desgraciadamente a lo largo de la historia y seguirá hasta el final. Para ello contamos con el Espíritu de Jesús, que se encuentra en nosotros como lo estuvo también en Él. Ese Espíritu vivificador nos garantiza el éxito de la empresa, a pesar de los obstáculos que encontremos para su realización y a pesar de las cortapisas e incoherencias que pongamos los trabajadores en la viña del Señor. Ése es nuestro  consuelo y ésa es nuestra confianza esperanzada.