lunes, 26 de noviembre de 2012


FIESTA DE CRISTO REY
Jn 18, 33-37

La fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, cierra el año litúrgico. Nos invita a ver a Cristo como el centro de la vida cristiana y como Señor del mundo. Pedimos que venga su reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. 

El evangelio de Juan nos presenta un momento del juicio de Jesús ante Pilato, a donde ha sido conducido por los judíos desde la casa de Caifás (18,28). Frente a Pilato, Jesús demuestra aquella autoridad que causaba admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta, sino que expone el sentido de su realeza: la suya no es la realeza de los romanos, de contenido simplemente político; ni la de los judíos, puramente nacionalista y centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos, en este caso, los romanos. Jesús es rey pero no como los reyes de este mundo. Es Servidor y es Rey. “Mi reino no es de este mundo”, dice. Pero no afirma con ello que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que la lógica e intereses que rigen su reinado son distintos, no son del estilo al que se refiere Pilato. El ejercicio de su realeza se realiza en este mundo, influyendo en él, transformándolo radicalmente, y se realiza también en las personas, cambiando los corazones. 

Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. 

En los momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, los profetas alentarán al pueblo con la esperanza de que Dios vendrá a reinar poniendo fin a toda necesidad y tribulación.  (Zac 14,6-11.16s: Aquel día brotarán aguas vivas de Jerusalén… Y el Señor reinará sobre toda la tierra. Toda esta tierra se convertirá en llanura… Jerusalén se mantendrá en alto… Habitarán en ella sin volver a ser amenazados de exterminio; vivirán seguros en Jerusalén”, cf. Sof 3,14s;). 

Y al final de la era de la antigua alianza, en tiempo de la dominación griega, los últimos libros del AT, Dan, Sab y Mac, concibieron el reinado de Dios como ruptura con la historia de desgracias, inicio de una nueva era y entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra el poder extranjero enemigo de Dios. 

Jesús hizo de la venida del reino de Dios el tema principal de su predicación. Habló del reino de Dios como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y, al mismo tiempo, próxima (Mc, 1,15; Lc 10,9/Mt 10,7s), más aún ya presente y operante en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.

Jesús proclama la llegada del reino y cura enfermos para restaurar la creación. La llegada del reino de Dios no significa el derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino su restauración como nueva creación, como escenario para el encuentro amoroso con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45). No es algo que la acción humana (el cumplimiento de la Ley, o la violencia armada) pueda producir. Hay que “recibirlo como un niño”, como don y gracia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15).

Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es fundamental para entender el reino de Dios. El reino de Dios se abre paso como el amor y solicitud incondicional de Dios por los descarriados. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103), que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11-16), pero por haberse impuesto la idea de la venganza, se creía que en el banquete eterno (Is 25,6-8) sólo estarían los “justos y elegidos”. Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). Jesús se atreve a proclamar la salvación incondicional y abierta a gentiles y pecadores (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par). La bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15). El perdón precede a la conversión y la hace posible. La salvación es gracia.

Este mensaje de salvación va unido a la experiencia que Jesús tiene de Dios como Abba. Jesús experimentó la bondad de Dios, no como algo sólo para él, sino para todos. Jesús hace presente esa bondad de Dios mediante su propia vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto simbólicamente –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores.

La fiesta de Cristo Rey nos hace acoger el don del amor y solicitud perdonadora que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Nos hace mirar hacia las realidades definitivas del cielo en donde nos espera Cristo. Y nos compromete a la vez con esta tierra que Dios nos ha confiado para que construyamos en ella un hogar para todos. Distinguimos entre progreso del mundo y salvación, pero reconocemos -con el Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”. Es en este mundo donde se prepara la tierra nueva y el cielo nuevo hacia el que caminamos. Nuestra vocación al reino de los cielos no suprime sino que refuerza nuestro deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.


lunes, 19 de noviembre de 2012


Entonces verán al Hijo del hombre
Mc 13, 24-32

Los judíos contemporáneos de Jesús y, después, las primeras comunidades cristianas sentían la inquietud de saber “cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cuáles eran las señales para reconocerlo. Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad. Lo que hace es describir el destino final de nuestra historia –a escala cósmica– empleando imágenes en semejantes a las de los libros del género literario de la apocalíptica judía (concretamente, el libro de Daniel), que fueron redactados en la última etapa del A.T. Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Esta forma de expresión describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. Empleaba un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, y tampoco nos deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo, por la injusticia y maldad de los hombres, hace estallar a diario ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos contradictorios y dramáticos que llenan de horror. 

Jesús en su discurso no revela cosas extrañas y ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida. El evangelio nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. El universo en la forma que hoy tiene, bajo el signo del mal, se habrá de acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos. Por tanto, quienes no acepten el sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas. 

El texto que comentamos retoma a escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo: el sol deja de brillar, la luna pierde su resplandor, las estrellas y astros del cielo caen o tambalean. Ahora bien, en el evangelio de Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí se da el primer cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33), el velo del templo –símbolo del cielo- se rasgó en dos (15,39) y apareció la gloria de Dios (15,39). En el cuerpo muerto del Señor que porta sobre sí todo el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios: se produce la derrota de lo negativo y aparece la liberación definitiva del amor que triunfa. En la realidad concreta en que vivimos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.

Por eso la descripción del fin del mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra del destino humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá será el mal del mundo. Eso es lo que morirá para dejar paso al nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Llegado el momento que sólo el Padre conoce, vendrá el Hijo del Hombre y cuanto de negativo hay en el universo cesará para siempre. Una humanidad nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga sobre las nubes del cielo con todo su poder y majestad.  Entonces aparecerá la salvación de Dios. 

Para el cristiano, la  aparición del Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el presente. El Señor viene a reunir de los cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación plena de su reinado sobre todo lo creado. Sea cual sea el fin temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido puesta definitivamente en las manos de Dios, nuestro creador y señor, por Jesucristo su hijo, crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su forma de realización plena e irreversible. 

No hay nada de alarmismo y de terror en las palabras de Jesús, nada de esa ansiedad morbosa sobre el fin del mundo, que prospera en el imaginario colectivo y suele ser aprovechada por el cine y la literatura comercial para avivar y canalizar falsamente los contenidos inconscientes de la gente, sus frustraciones, inseguridades y carencias. Muchas sectas también emplean de manera errónea y tendenciosa los textos bíblicos sobre el fin del mundo, para manipular los miedos inconscientes de la gente sencilla y empujarla a pasar a formar parte de sus filas. Jesús, en cambio, liberándonos del miedo a la muerte, aleja de nosotros también el miedo al fin del mundo y nos hace vivir en la confianza y libertad de los hijos e hijas de Dios, cuyo amor, manifestado en su Hijo entregado por nuestra salvación, ha vencido a la muerte. 

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo. A los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda. 




 

 El óbolo de la viuda
 Mc 12,38-44

El evangelio de hoy tiene dos partes: la primera corresponde a la crítica de Jesús contra los maestros de la ley; la segunda, al episodio de la viuda pobre que deja su limosna en el arca del templo.

Dijo Jesús a sus discípulos: Tengan cuidado con los maestros de la ley, a quienes les gusta pasearse lujosamente vestidos y ser saludados por la calle; buscan los puestos de honor en la sinagoga y los primeros lugares en los banquetes. 

Toda persona que se valore a sí misma desea que los demás la respeten y tengan en cuenta. Pero esta tendencia lícita y natural puede deformarse fácilmente y convertirse en la motivación más importante de lo que uno hace. Cuando se busca a toda costa el propio éxito, se puede llegar a desconocer los propios limites y deficiencias, o incluso a atropellar el derecho de los demás por creerse superior. Por eso, lo que Jesús critica en los maestros de la ley es que ellos, los expertos en las cosas de Dios, enseñan el amor a Dios y al prójimo, pero su conducta se mueve por la ambición y búsqueda de honores y privilegios. Se sirven de la religión como instrumento de lucro, y, lo que es insoportable a los ojos de Dios, valiéndose de su fama de justos y religiosos, llegan a aprovecharse de los bienes de huérfanos y viudas. “Ellos devoran los bienes de las viudas y se disfrazan tras largas oraciones”, denuncia Jesús.

Esa mentalidad y comportamiento de los escribas y expertos en religión no fue algo pasajero que acabó cuando, después de Jesús, destruido el templo de Jerusalén, desaparecieron los escribas y sumos sacerdotes. Lo que ahí Jesús criticó fue una tendencia que, como la levadura de los fariseos, iba a ejercer su influjo en la comunidad cristiana hasta hoy. Los simples fieles y los dirigentes religiosos pueden actuar hoy como actuaban los escribas y fariseos en tiempos de Jesús, poniéndose por encima de los demás, ejerciendo sus funciones de autoridad con ostentación, hasta aparecer llenos de fatuidad y vanagloria. Cuando estas cosas suceden, Jesús pone en guardia: “¡Tengan cuidado!”, nos dice.

A continuación viene un episodio que, por su aparente insignificancia, podía pasar desapercibido, pero que a los ojos de Jesús encerraba una lección fundamental para sus discípulos. Jesús, sentado frente a las arcas del templo, observaba cómo la gente iba echando dinero en ellas como ofrenda para el culto; muchos ricos depositaban en cantidad. Pero llegó una viuda pobre que echó dos moneditas de muy poco valor. 

Óbolo de la viuda, James Christensen
Ya al inicio del Evangelio de Marcos (1, 29-31) apareció en escena otra pobre mujer, la suegra de Pedro. Estaba en cama con fiebre, y el Señor realizó en favor de ella -según Marcos- su primer milagro; un milagro aparentemente sin mayor relevancia, pero que convirtió a esa mujer en un ejemplo: Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso servir a Jesús y a sus discípulos, dando ejemplo del verdadero seguimiento de Jesús que consiste en servir a los demás. Así también, la escena de hoy, en apariencia tan poco significativa, nos hace ver que una pobre viuda se convierte en el evangelio vivo, en la figura perfecta de Cristo. Les aseguro que esa pobre viuda ha echado en las arcas más que todos los demás –declara solemnemente Jesús. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras que ella ha dado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir. Ella, una pobre viuda que nadie tiene en cuenta, resulta ser la verdadera escriba del NT, en oposición a los escribas hipócritas. Ella se constituye –al igual que la suegra de Pedro- en la maestra, de la que los discípulos han de aprender la lección más importante del evangelio. Ella, a diferencia del joven rico, lo ha dado todo. La enseñanza de Cristo no nos viene de los libros, sino de personas de este tipo. Los pobres nos evangelizan.

Se puede efecto dar grandes limosnas, pero haciendo ostentación de los recursos con que se cuenta y para ser notados. Pero ante Dios lo que importa no es la cantidad sino la calidad. La viuda del evangelio deposita solamente dos monedas de escaso valor pero que significan todo lo que ella tiene para vivir, mientras que los ricos echan de lo que les sobra y con ostentación. De acuerdo con la escala de valores de Jesús una limosna insignificante puede tener más valor que una gran suma. Privarse únicamente de lo superfluo no representa la contribución aceptable al culto del Señor, aunque lo aportado sea una buena cantidad de dinero. Dios, que ve lo oculto de los corazones de los hombres, quiere sinceridad y transparencia en lo exterior y en lo interior. Lo que vale es la actitud de aquella pobre viuda que, al darlo todo, con corazón humilde y generoso, reproduce en su persona aquella característica de Jesucristo, que Pablo con exactitud recuerda a sus fieles: Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). 

Ese es el camino cristiano, que la pobre viuda emprende y nosotros estamos llamados también a recorrer. Es la enseñanza de Jesús, que dijo: “hay más felicidad en dar que en recibir(Hech 20,35)

El amor a Dios y al prójimo
Mc 12,28b-34 

Un maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el Schemá Israel: “Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añade Jesús que el segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ambos preceptos s
e encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto. 

Los dos amores –a Dios y al prójimo- son indisociables ya desde el AT. Ambos son una misma realidad vista en sus dos dimensiones. Jesús subrayó esta unidad y lo original suyo, la novedad verdaderamente inaudita que él trajo, consistió en hacernos ver que en él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. Además en Jesucristo el amor, que es la esencia misma de Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos, haciéndonos capaces de amar como somos amados. Por eso Jesús dirá: “Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). 

El mandamiento del Levítico era éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás. 

Ahora bien, no nos creemos estas buenas noticias, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta tanto imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Todo aquel que se acerca a la persona de Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal. 

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la sagrada dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

Termino con un texto iluminador de  Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada en 1998 por el Papa Juan Pablo II, quien la nombró también Patrona de Europa:

“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)


viernes, 2 de noviembre de 2012


Fiesta de Todos los Santos

Día para recordar y agradecer a Dios por los santos que nos han precedido, familiares, amigos y conocidos que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Santos son los que ya gozan de la visión de Dios, hombres y mujeres que llevan o llevaron la señal de los bienaventurados, hayan sido o no declarados santos por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.

El día de Todos los Santos es igualmente una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal la ha de vivir cada uno según su propio estado de vida. En esto insistió mucho el Concilio Vaticano II: Quedan invitados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad (LG. 42). La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos.

La primera lectura del libro del Apocalipsis habla de la multitud que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, integrada por personas de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestiduras blancas porque son justos; o más bien, porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero.

San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que los creyentes viven la salvación ahora, en el tiempo presente. No debemos por tanto seguir esperando. “Hoy es el tiempo den gracia, hoy es el tiempo de la salvación”. ¿Y por qué no hoy escuchar la llamada que me hace el Señor a una vida verdaderamente intachable, a una vida ejemplar, en una palabra, a una vida santa? Quizá nadie se entere, pero nunca serás para Dios una santa o un santo anónimo. Ser semejantes a Dios, rehacer en nuestras personas la imagen y semejanza de nuestro Creador, que él imprimió en nosotros cuando nos llamó a la existencia. Acoger la vida divina que Dios por medio de su gracia nos transmite y que un día nos transfigurará. Tal es nuestro destino: pasar a formar parte de Cristo, cada vez más y más, hasta que él sea todo en todos y seamos transformados en su gloria (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad a fin de cuentas es eso: procurar seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para llegar a ser enteramente suyos, nos dejó un retrato suyo en su discurso sobre las Bienaventuranzas. 

Contemplemos, pues, al Bienaventurado, al único Santo y santificador de todos los santos: 

Jesucristo pobre, hasta no tener donde reclinar la cabeza; pobre para no reservarse nada para sí, sino tenerlo todo para los demás: su saber, su poder, su tiempo, su vida y su muerte. Él que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Cor 8,9). 
Jesucristo bueno, manso y humilde de corazón hasta el punto de hacer que todos sin distinción pudieran acercársele y sentirse acogidos: “Vengan a mí –decía– los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré…” (Mt 11,28-29). 
Jesucristo, el hombre de dolores (cf. Is 53,3), que conoció la tristeza más que nadie, y la aflicción y la angustia de muerte, pero supo mantenerse firme en el sufrimiento, poniendo toda su confianza en su Padre del cielo, que “lo escucho aunque después de esa angustia” (Hebr 5,7).
Jesucristo, que vivió ardientemente el hambre y la sed de la justicia: de aquella justicia que equivale a la santidad y también de aquella justicia que tiene que ver con la justa distribución de los bienes de la tierra y de las ordenadas relaciones en sociedad; justicia que tiene su perfección, como él mismo lo hizo ver, en el amor fraterno.
Jesucristo misericordioso, hasta conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta y sentirse impelido a obrar de inmediato cuando alguien a su lado tenía algún problema: el leproso, la viuda que ha perdido a su hijo, el Centurión romano, la hemorroísa, Pedro…
Jesucristo, limpio de corazón. Es limpio de corazón el que tiene en el centro de su persona a Dios y por eso puede verlo en todas las cosas y a todas las cosas en él. Jesús se mantenía siempre en contacto con su Padre, tanto cuando oraba como cuando trabajaba.
Jesucristo, constructor de la paz verdadera que sólo él puede dar. Unidos a él vivimos nosotros también el anhelo de paz para nuestro país y el cese de la violencia y de las guerras en el mundo. Queremos con Jesús continuar la obra creadora de Dios construyendo fraternidad para que sea posible la paz.
Y finalmente, Jesucristo es el perseguido, abandonado de los suyos y entregado, que logra para nosotros con su sacrificio el favor de Dios, la salvación de nuestras vidas.

Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15).