lunes, 19 de noviembre de 2012


Entonces verán al Hijo del hombre
Mc 13, 24-32

Los judíos contemporáneos de Jesús y, después, las primeras comunidades cristianas sentían la inquietud de saber “cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cuáles eran las señales para reconocerlo. Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad. Lo que hace es describir el destino final de nuestra historia –a escala cósmica– empleando imágenes en semejantes a las de los libros del género literario de la apocalíptica judía (concretamente, el libro de Daniel), que fueron redactados en la última etapa del A.T. Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Esta forma de expresión describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. Empleaba un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, y tampoco nos deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo, por la injusticia y maldad de los hombres, hace estallar a diario ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos contradictorios y dramáticos que llenan de horror. 

Jesús en su discurso no revela cosas extrañas y ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida. El evangelio nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. El universo en la forma que hoy tiene, bajo el signo del mal, se habrá de acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos. Por tanto, quienes no acepten el sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas. 

El texto que comentamos retoma a escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo: el sol deja de brillar, la luna pierde su resplandor, las estrellas y astros del cielo caen o tambalean. Ahora bien, en el evangelio de Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí se da el primer cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33), el velo del templo –símbolo del cielo- se rasgó en dos (15,39) y apareció la gloria de Dios (15,39). En el cuerpo muerto del Señor que porta sobre sí todo el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios: se produce la derrota de lo negativo y aparece la liberación definitiva del amor que triunfa. En la realidad concreta en que vivimos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.

Por eso la descripción del fin del mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra del destino humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá será el mal del mundo. Eso es lo que morirá para dejar paso al nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Llegado el momento que sólo el Padre conoce, vendrá el Hijo del Hombre y cuanto de negativo hay en el universo cesará para siempre. Una humanidad nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga sobre las nubes del cielo con todo su poder y majestad.  Entonces aparecerá la salvación de Dios. 

Para el cristiano, la  aparición del Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el presente. El Señor viene a reunir de los cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación plena de su reinado sobre todo lo creado. Sea cual sea el fin temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido puesta definitivamente en las manos de Dios, nuestro creador y señor, por Jesucristo su hijo, crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su forma de realización plena e irreversible. 

No hay nada de alarmismo y de terror en las palabras de Jesús, nada de esa ansiedad morbosa sobre el fin del mundo, que prospera en el imaginario colectivo y suele ser aprovechada por el cine y la literatura comercial para avivar y canalizar falsamente los contenidos inconscientes de la gente, sus frustraciones, inseguridades y carencias. Muchas sectas también emplean de manera errónea y tendenciosa los textos bíblicos sobre el fin del mundo, para manipular los miedos inconscientes de la gente sencilla y empujarla a pasar a formar parte de sus filas. Jesús, en cambio, liberándonos del miedo a la muerte, aleja de nosotros también el miedo al fin del mundo y nos hace vivir en la confianza y libertad de los hijos e hijas de Dios, cuyo amor, manifestado en su Hijo entregado por nuestra salvación, ha vencido a la muerte. 

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo. A los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda.