Fiesta de Todos los Santos
Día para recordar y agradecer a Dios por los santos que nos han precedido, familiares, amigos y conocidos que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Santos son los que ya gozan de la visión de Dios, hombres y mujeres que llevan o llevaron la señal de los bienaventurados, hayan sido o no declarados santos por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.
El día de Todos los Santos es igualmente una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal la ha de vivir cada uno según su propio estado de vida. En esto insistió mucho el Concilio Vaticano II: Quedan invitados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad (LG. 42). La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos.
La primera lectura del libro del Apocalipsis habla de la multitud que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, integrada por personas de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestiduras blancas porque son justos; o más bien, porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero.
San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que los creyentes viven la salvación ahora, en el tiempo presente. No debemos por tanto seguir esperando. “Hoy es el tiempo den gracia, hoy es el tiempo de la salvación”. ¿Y por qué no hoy escuchar la llamada que me hace el Señor a una vida verdaderamente intachable, a una vida ejemplar, en una palabra, a una vida santa? Quizá nadie se entere, pero nunca serás para Dios una santa o un santo anónimo. Ser semejantes a Dios, rehacer en nuestras personas la imagen y semejanza de nuestro Creador, que él imprimió en nosotros cuando nos llamó a la existencia. Acoger la vida divina que Dios por medio de su gracia nos transmite y que un día nos transfigurará. Tal es nuestro destino: pasar a formar parte de Cristo, cada vez más y más, hasta que él sea todo en todos y seamos transformados en su gloria (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad a fin de cuentas es eso: procurar seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para llegar a ser enteramente suyos, nos dejó un retrato suyo en su discurso sobre las Bienaventuranzas.
Contemplemos, pues, al Bienaventurado, al único Santo y santificador de todos los santos:
Jesucristo pobre, hasta no tener donde reclinar la cabeza; pobre para no reservarse nada para sí, sino tenerlo todo para los demás: su saber, su poder, su tiempo, su vida y su muerte. Él que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Cor 8,9).
Jesucristo bueno, manso y humilde de corazón hasta el punto de hacer que todos sin distinción pudieran acercársele y sentirse acogidos: “Vengan a mí –decía– los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré…” (Mt 11,28-29).
Jesucristo, el hombre de dolores (cf. Is 53,3), que conoció la tristeza más que nadie, y la aflicción y la angustia de muerte, pero supo mantenerse firme en el sufrimiento, poniendo toda su confianza en su Padre del cielo, que “lo escucho aunque después de esa angustia” (Hebr 5,7).
Jesucristo, que vivió ardientemente el hambre y la sed de la justicia: de aquella justicia que equivale a la santidad y también de aquella justicia que tiene que ver con la justa distribución de los bienes de la tierra y de las ordenadas relaciones en sociedad; justicia que tiene su perfección, como él mismo lo hizo ver, en el amor fraterno.
Jesucristo misericordioso, hasta conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta y sentirse impelido a obrar de inmediato cuando alguien a su lado tenía algún problema: el leproso, la viuda que ha perdido a su hijo, el Centurión romano, la hemorroísa, Pedro…
Jesucristo, limpio de corazón. Es limpio de corazón el que tiene en el centro de su persona a Dios y por eso puede verlo en todas las cosas y a todas las cosas en él. Jesús se mantenía siempre en contacto con su Padre, tanto cuando oraba como cuando trabajaba.
Jesucristo, constructor de la paz verdadera que sólo él puede dar. Unidos a él vivimos nosotros también el anhelo de paz para nuestro país y el cese de la violencia y de las guerras en el mundo. Queremos con Jesús continuar la obra creadora de Dios construyendo fraternidad para que sea posible la paz.
Y finalmente, Jesucristo es el perseguido, abandonado de los suyos y entregado, que logra para nosotros con su sacrificio el favor de Dios, la salvación de nuestras vidas.
Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15).