lunes, 19 de noviembre de 2012


El amor a Dios y al prójimo
Mc 12,28b-34 

Un maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el Schemá Israel: “Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añade Jesús que el segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ambos preceptos s
e encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto. 

Los dos amores –a Dios y al prójimo- son indisociables ya desde el AT. Ambos son una misma realidad vista en sus dos dimensiones. Jesús subrayó esta unidad y lo original suyo, la novedad verdaderamente inaudita que él trajo, consistió en hacernos ver que en él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. Además en Jesucristo el amor, que es la esencia misma de Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos, haciéndonos capaces de amar como somos amados. Por eso Jesús dirá: “Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). 

El mandamiento del Levítico era éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás. 

Ahora bien, no nos creemos estas buenas noticias, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta tanto imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Todo aquel que se acerca a la persona de Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal. 

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la sagrada dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

Termino con un texto iluminador de  Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada en 1998 por el Papa Juan Pablo II, quien la nombró también Patrona de Europa:

“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)