martes, 26 de junio de 2012

Homilia Dominical. 24 de Junio de 2012


Lc 1, 57-66. Nacimiento de Juan Bautista 

Celebramos hoy la fiesta de Juan Bautista, el hombre para quien Jesús reservó el mayor de los elogios: «Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan». Generalmente la liturgia celebra la muerte de los santos –su nacimiento para el cielo, plenitud de su vida–, excepto en el caso de María y del Bautista, porque en su mismo nacimiento se manifestó ya la singular misión que les tocaría desempeñar en el plan de salvación.
El nacimiento del bautista por Murillo
Y aquí podemos ver el primer mensaje que esta fiesta natalicia de Juan nos sugiere: porque, salvadas las distancias, todos y cada uno de nosotros podemos afirmar en verdad que nuestro nacimiento estaba en la mente y corazón de Dios, que nuestra vida personal estaba en sus planes y que, por tanto, todos somos importantes para él. «Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó, en las entrañas maternas y pronunció mi nombre» (Is 49,1). Apliquémonos estas palabras del profeta Isaías que escuchamos en la primera lectura de hoy. Antes de que nuestro ser se formara en las entrañas de nuestra madre, Dios nos llamó a la existencia y lo hizo por puro amor. Podríamos decir que nos llamó por nuestro propio nombre. Luego, no somos seres anónimos para Dios. ¡Ningún ser humano es anónimo ante él! Así, toda persona puede fundamentar su esperanza en la experiencia de estar siempre acompañada como hijo o hija por un Padre, cuya previa voluntad absolutamente libre ha sido que él viva y viva dignamente. 
Otro elemento del nacimiento de Juan Bautista, que la liturgia resalta con San Lucas, es la imposición del nombre. En las culturas antiguas tenía una importancia mayor que la que actualmente le damos. El nombre era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos. Y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63), dice la madre del Bautista. Y Zacarías, el padre, confirma ante de los parientes maravillados el nombre del hijo, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan, precursor de aquel que sería el portador del favor y del amor salvador de Dios, quedaría de manifiesto que Dios nos es favorable, quiere nuestra viva y nuestra salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere que sea bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad y a nuestro mundo creado por él. Él conduce a esta humanidad desorientada y a este mundo maltrecho hacia la tierra nueva en la que reinarán la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en este nombre: Juan.
Según el testimonio de los evangelios, Juan vivirá enteramente para preparar la venida del Mesías, del enviado y mensajero definitivo de Dios que hará de Israel «luz para todas las naciones», para que la salvación que Dios quiere ofrecer a la humanidad desborde todos los límites étnicos, sin dejar pueblo alguno en la sombra. Ese enviado y mensajero definitivo de Dios es Jesús, el Hijo amado. Juan lo reconocerá y se resistirá a administrarle el bautismo de penitencia que él ofrecía a orillas del río Jordán. Juan no dejará que le tomen por el Mesías, pues no se siente digno ni siquiera de desatarle las sandalias. Y, llegado el momento, no dudará en encaminar hacia él a sus mejores discípulos para que le tengan por el único maestro.
Es enorme la importancia de Juan en la manifestación de Jesús, y en la formación de la primera comunidad de los discípulos. Jesús dirá que de él se había escrito: «he aquí que yo envío mi mensajero delante de ti». También Zacarías, al circuncidarlo e imponerle nombre, cantó lleno de alegría, refiriéndose a su hijo: «y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación... , por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Es el himno del Benedictus, que la Iglesia recita en la oración de la mañana.
Juan, elegido para preparar la venida inminente del Salvador, responde a la elección divina con una generosidad digna de ella. Salido de la niñez se retira al desierto, viste y come con austeridad, hasta que Dios le mueve a urgir a Israel con el mensaje de Isaías: «Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso será recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios». Juan se encara con toda clase de gentes: recaudadores de impuestos y soldados, escribas y fariseos, y hasta con el mismo rey Herodes, planteándoles la pregunta: ¿les basta con llamarse “hijos de Abrahán” o van a  convertirse para recibir la realización inminente de la promesa que él hizo? Sus gestos y palabras tenían tal calidad profética que Jesús mismo preguntará a los que habían ido a escuchar a Juan: «¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver, si no? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista».
Juan fue testigo de Jesús con su vida y con su muerte. Su celo por el reino de Dios y su libertad de palabra motivó que la frivolidad lujuriosa del crápula Herodes lo hiciera decapitar para acallarlo. Juan nos enseña hasta dónde puede llegar la honestidad y autenticidad de vida, el vivir para Cristo, el no doblegarse ante ningún riesgo cuando se trata de defender la verdad. Pidamos a Dios profetas y precursores que nos urjan a preparar sus caminos y hacer de su Iglesia el pueblo bien dispuesto, que cumple intachablemente la misión que se le ha confiado. 

lunes, 18 de junio de 2012

Día del padre. Junio 17 de 2012


Mc 4, 26-34 La semilla que crece día y noche y el grano de mostaza
La primera parte del texto de hoy corresponde a la parábola de la semilla que crece de día y de noche. Subraya el contraste entre la venida del Reino de Dios, simbolizada en la semilla sembrada y la impotencia del labrador para hacerla germinar y crecer. El Reino es la semilla que crece por sí misma sin que el campesino sepa cómo. 
Se afirma la prioridad absoluta de Dios, frente a la cual no tiene sentido pensar que el Reino depende de la actividad humana, o que se rige según los criterios mundanos que regulan las relaciones de producción. El cristiano sabe que, después de poner lo que está de su parte para colaborar en el crecimiento del Reino, ha de abandonarlo todo en manos de Dios que hace mucho más que lo que nosotros podemos realizar. En este sentido es famosa la frase atribuida a S. Ignacio: Pon de tu parte como si todo dependiera de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios y no de ti.  Y el mismo Jesús en el evangelio de Lucas dice: Cuando hayan hecho que se les había mandado digan: Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10). Esto confiere al compromiso activo del cristiano (a diferencia de muchos compromisos socio-políticos) una serena quietud, una paciencia intrépida y una confianza tan profunda que lo libra de todo intento de sacralizar la propia acción o vivir en la angustia que proviene de creer que el éxito depende únicamente de la propia capacidad y acción. Dios es quien hace germinar y crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra. 
En un mundo que exacerba el sentido de la propia eficacia y del éxito personal, es muy fácil caer en el cansancio y en el desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la vida humana pierden valor y se descuidan. El resultado tantas veces comprobado es la incomunicación, la falta del sentido de lo gratuito, cuyo valor no es económico pero es imprescindible para poder mantener unas relaciones verdaderamente humanas con los demás, comenzando con los  miembros de la propia familia. No hay tiempo para nada, porque no se valora ese tiempo “perdido” que es la dedicación al hogar, la conversación, el simple estar a gusto con las personas queridas, la expresión del afecto y, en el plano religioso, la oración, la meditación, la lectura de la Palabra, el silencio interior y exterior. Incluso para todo cristiano maduro que orienta su vida profesional a la construcción de un mundo más humano y dichoso para todos, es una necesidad el recordar que no siempre sus esfuerzos obtendrán el éxito esperado y que el Reino de Dios es mucho más que una construcción humana, razón por la cual hay que mantener la confianza en el Padre y no olvidar nunca cómo se ha de trabajar.
La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del Reino en acción. Como la semilla de mostaza, el Reino tiene apariencia casi insignificante, casi invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos.
La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, en la pequeñez de Dios Creador, que se abaja para dar espacio a la criatura, o se revela a ella haciéndose un Niño que nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica del Reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.

Hoy se celebra el Día del Padre y pienso que el evangelio que hemos escuchado es particularmente importante para los padres, cuya misión es hermosa, pero nada fácil. Este evangelio nos mueve a pedir al Padre de los cielos que haga a todos los padres de la tierra fieles y responsables de su misión, que les infunda confianza en la gracia de Dios y fortaleza, y les haga vivir la experiencia íntima de la felicidad que su hogar les debe proporcionar.

En efecto, tener esposa e hijos significa ya no vivir sólo para sí. Los bienes y talentos recibidos, el propio tiempo y la libertad son, directa o indirectamente, para el bien del hogar. Y sin minusvalorar en lo más mínimo las demás tareas que desempeña en la sociedad, el sostenimiento del propio hogar es y será siempre la mejor contribución que un hombre puede hacer a la humanización del mundo, el secreto de sus mayores satisfacciones y, por ello también de sus más dolorosas frustraciones. 

Ser padre es estar disponible a tiempo completo para sostener y dar seguridad, para orientar y transmitir los valores de una vida digna, para consolar y animar. 

Ha de saber unir paciencia y mansedumbre con rectitud y honestidad. No puede protestar de cualquier modo ni refunfuñar si lo requieren. Y debe recordar que ternura y bondad no son patrimonio exclusivo de las madres.

Pocas cosas afirman más la personalidad de los hijos que la alegría franca del padre por sus méritos y logros. Ellos no necesitan sólo que su padre les dé el ejemplo de una vida entregada, que se gasta y se desgasta para procurarles su sustento y educación; necesitan que su padre gaste el tiempo con ellos, muestre interés por sus cosas, los tenga en cuenta a todos por igual y así les haga sentirse de veras importantes. 

No es fácil ser firme y claro a la hora de corregir y magnánimo al alentar y motivar, mostrar rectitud junto con bondad, señalar los límites que impone a la libertad la convivencia humana y, a la vez, fomentar el gusto de tratar a los demás con espontaneidad. 

Consciente de que representa en cierto modo la norma y los principios que rigen una vida ordenada, tiene que estar atento para que sus hijos no actúen movidos por el temor o simplemente para complacerle. Por eso procura manifestar con su propio ejemplo los valores que trasmite de palabra para que sus hijos actúen con autonomía responsable, movidos desde su propio interior por convicciones firmes. 

Ser padre es la más bella obra que Dios confía a un hombre: en ella se prolonga y se hace sentir que Dios es Padre y origen de toda paternidad. En definitiva, ser padre consiste en hacer nacer y crecer a Cristo en los corazones de los hijos. 

En esto radica el secreto de su éxito, la satisfacción más honda que podrá sentir al final de sus días, la experiencia más consoladora de Dios, el principio y fundamento de su espiritualidad de padre. 

El padre cristiano no deja de pedir: Padre que estás en los cielos, haz que cada día me parezca más a ti en mi hogar.

lunes, 11 de junio de 2012

Domingo 10 de Junio de 2012


Corpus Christi 

Fiesta del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
La fiesta del Corpus Christi es inseparable a la fiesta de la institución de la Eucaristía que la Iglesia celebra el Jueves Santo. En la noche del Jueves Santo revivimos aquella memorable cena en la que el Señor Jesús se ofreció a nosotros en el pan partido y en el vino ofrecido. En la fiesta del Corpus Christi, este misterio se ofrece a la adoración y a la meditación de los cristianos, y el Santísimo Sacramento es llevado en procesión, para confesar que el Señor resucitado está siempre con nosotros, camina con nosotros, y nos guía al reino de Dios su Padre, meta de nuestra peregrinación aquí en la tierra. 
La fiesta del Corpus nació como celebración local en diversos pueblos y ciudades europeas a fines del siglo XIII y se extendió a toda la cristiandad en el siglo XV. Su origen se vincula a la antigua costumbre de las procesiones de rogativas¸ en las que el pueblo fiel imploraba el auxilio de Dios en tiempos de guerra y con ocasión de desastres naturales o epidemias. Junto al deseo de contar con la asistencia de la providencia divina, las procesiones expresaban el anhelo de santificar el mundo, de experimentar la presencia de Dios en las realidades terrenas y encaminar con él y hacia él la vida entera.

Este simbolismo alcanza su máxima expresión en la procesión del Santísimo Sacramento. Indudablemente, el sacramento de la Eucaristía encuentra su pleno significado cuando se lo recibe en la comunión. Aun cuando se lo conserve para el viático de los enfermos en los sagrarios, o se exponga en la custodia para la adoración de los fieles o se lleve en procesión por las calles, siempre sigue siendo el Pan de Vida, el Cuerpo del Señor que se nos da para que lo comamos, cumpliendo su mandato: Tomen, coman, esto es mi cuerpo. Sin embargo, en nada disminuye el carácter esencial de la Eucaristía el hecho, legítimo y necesario, de conservarlo para los enfermos y exponerlo para la adoración. El sacramento del altar conserva intacta su naturaleza de signo eficaz que hace presente el Cuerpo y la Sangre del Señor, su presencia viva y resucitada, y el acto del sacrificio de su vida por nosotros, que hacemos presente hasta que vuelva al comer juntos el Pan. 
Celebramos, pues, el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de nuestra comunión con él y en él, y sacramento de su presencia real entre nosotros. Cristo está aquí, visible e invisible a la vez, con todo su ser, cuerpo y sangre, alma y divinidad, con toda su bondad y misericordia, su corazón traspasado y el manantial de su gracia, fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna. A él podemos dirigir en todo momento nuestros ojos, enrumbar nuestros caminos. En el banquete de la eucaristía se anticipa la unión perfecta y universal que tendremos en la mesa del Padre, se nos da el germen y garantía de nuestra salvación, percibimos el foco que irradia y realiza la santificación del mundo, entramos en el espacio en que se adelanta simbólicamente la nueva creación, libre ya de todo desorden, esclavitud y muerte. 
Por eso, no podemos dudar: lo que Jesús hizo en la Ultima Cena y nos mandó hacer no fue un simple rito, una ceremonia. No tiene sentido celebrar el memorial del Señor haciendo de la Eucaristía una piadosa costumbre, si no procuramos que en nuestra vida se manifieste la memoria de su amor por nosotros. La Eucaristía se prolonga en la vida; la vida misma se hace “eucaristía”, acción de gracias y servicio, cumplimiento del mandamiento del amor. Eso es lo que nos mandó hacer Jesús en su última cena cuando, después de lavar los pies a sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo: “¡Hagan esto!”. Para comprender esta transformación que la comunión realiza en nosotros, San Agustín en sus Confesiones relata una especie de visión que tuvo, en la que Jesús le dijo: «Yo soy el alimento de los fuertes. Cree y me tendrás. Tú no me transformarás en ti, como el alimento del cuerpo, sino que serás tú el transformado en mí» (Conf. VII, 10, 18). 
Por último, recordemos que no se puede dividir lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”. “El descubrimiento de Jesús en los que sufren es parte tan real de este culto como son las especies de pan y de vino” (Joseph Ratzinger: Introducción al Cristianismo). Quien reconoce a Jesús en el sacramento del altar, lo reconoce también en el sacramento del hermano que está a mi lado, y con quien quizá no tengo una buena relación, y también con los hermanos que están lejos, y cuantos pasan hambre, o son forasteros, están desnudos, o enfermos, o en la cárcel. 
Hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor al instituir este Sacramento de su amor y digamos también nosotros nuestra acción de gracias. 
- “Gracias, Padre, por el pan que nos das. Creador de todo y fuente de vida, tú alimentas a todas tus criaturas. 
- Te damos gracias porque nos asocias a tu obra creadora al traer a tu mesa este pan, fruto de la tierra y de nuestro trabajo, y nos haces imitar tu generosidad al compartirlo,  
- Gracias, Padre, porque el comer el pan transformado en el cuerpo de tu Hijo, nos convierte a nosotros en pan para la vida del mundo. Gracias por la vida que me das, que puedo transformar en vida al servicio de los demás. 
- “Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”. Cristo, maestro y hermano ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea. 
- Fortalécenos en nuestra empeño por la justicia, en nuestro diario quehacer por superar las diferencias que humillan a unos frente a otros, contradicen nuestro amor a ti y rompen la unidad que debe haber en tu Iglesia. 
- Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniendo nuestras vidas a tu vida, por el Espíritu Santo que infundes en nuestros corazones". 

lunes, 4 de junio de 2012

Domingo 3 de Junio de 2012


FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


En la oración colecta de esta eucaristía pedimos la gracia de conocer el misterio de Dios Trinidad. Pero ¿qué entendemos por misterio? Generalmente se cree que misterio es una suerte de enigma, que la mente humana no es capaz de entender. Pero ese es un concepto muy estrecho. Los misterios de nuestra fe son verdades reveladas, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos, nos las ha comunicado y que, una vez acogidas, no dejan de dársenos a conocer incesantemente, produciendo efectos en nuestra vida. Los misterios no son ideas abstractas sino verdades que iluminan y transforman la vida, dándole sentido y calidad. 
Trinidad es comunidad de personas. El Dios en quien creemos no es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de Juan: “Dios es amor” pone justamente de relieve esta relación interna amorosa que constituye el ser de Dios: el que  ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y que los une (el Espíritu Santo). Y porque Dios es así, la autenticidad de nuestro ser se logra en nuestra relación de hijos para con Dios y de hermanos entre nosotros. A eso se refiere la bendición que dice el sacerdote al comienzo de la misa y que recoge palabras de san Pablo (2 Cor 13, 11-13): “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo estén siempre con ustedes”. Jesucristo obtiene para nosotros la gracia de la salvación. El Padre de nuestro señor Jesucristo es el Dios del amor y nuestra comunión con Dios, es el Espíritu Santo, el mismo amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Por una gracia especial, Israel había intuido, aunque todavía de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Este pueblo, sobre todo, en la época de los grandes profetas, creía ya en Dios como Padre, creador, señor de la historia, en la que había escogido un pueblo como su porción predilecta, para desde él ofrecer a toda la humanidad el don de la salvación. Israel creía –aunque de manera aún muy velada- en el Espíritu, Ruah, fuerza, energía divina que como fuego o viento impetuoso sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor verdadero, instruye en la Ley del Señor. Y por la palabra inspirada de los profetas, Israel había entrevisto también que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, que significa Dios con nosotros.
Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento pleno de Dios Trinidad. Ante la revelación plena de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos afirmar que sin Jesús, difícilmente podríamos haber conocido que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.
Jesús mantuvo con Dios una singular relación de plena cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos estas cosas, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.
Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu de Dios. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones, a sanar los corazones rotos, a liberar a los cautivos...(Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de santificar todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda esclavitud y temor. Por él constituimos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Esta es la esencia de nuestra fe cristiana: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y que en cuanto Espíritu Santo crea comunidad. 
Podemos decir también que el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando la comunidad humana, en la que descubrimos la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar y vivir esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su más cercana y parecida expresión. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar. 
El misterio de la Trinidad Santa no es una teoría sobre Dios ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, no puede dejar de vivir la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones, libera las conciencias y mueve las voluntades para formar entre todos una sola familia.