lunes, 11 de junio de 2012

Domingo 10 de Junio de 2012


Corpus Christi 

Fiesta del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
La fiesta del Corpus Christi es inseparable a la fiesta de la institución de la Eucaristía que la Iglesia celebra el Jueves Santo. En la noche del Jueves Santo revivimos aquella memorable cena en la que el Señor Jesús se ofreció a nosotros en el pan partido y en el vino ofrecido. En la fiesta del Corpus Christi, este misterio se ofrece a la adoración y a la meditación de los cristianos, y el Santísimo Sacramento es llevado en procesión, para confesar que el Señor resucitado está siempre con nosotros, camina con nosotros, y nos guía al reino de Dios su Padre, meta de nuestra peregrinación aquí en la tierra. 
La fiesta del Corpus nació como celebración local en diversos pueblos y ciudades europeas a fines del siglo XIII y se extendió a toda la cristiandad en el siglo XV. Su origen se vincula a la antigua costumbre de las procesiones de rogativas¸ en las que el pueblo fiel imploraba el auxilio de Dios en tiempos de guerra y con ocasión de desastres naturales o epidemias. Junto al deseo de contar con la asistencia de la providencia divina, las procesiones expresaban el anhelo de santificar el mundo, de experimentar la presencia de Dios en las realidades terrenas y encaminar con él y hacia él la vida entera.

Este simbolismo alcanza su máxima expresión en la procesión del Santísimo Sacramento. Indudablemente, el sacramento de la Eucaristía encuentra su pleno significado cuando se lo recibe en la comunión. Aun cuando se lo conserve para el viático de los enfermos en los sagrarios, o se exponga en la custodia para la adoración de los fieles o se lleve en procesión por las calles, siempre sigue siendo el Pan de Vida, el Cuerpo del Señor que se nos da para que lo comamos, cumpliendo su mandato: Tomen, coman, esto es mi cuerpo. Sin embargo, en nada disminuye el carácter esencial de la Eucaristía el hecho, legítimo y necesario, de conservarlo para los enfermos y exponerlo para la adoración. El sacramento del altar conserva intacta su naturaleza de signo eficaz que hace presente el Cuerpo y la Sangre del Señor, su presencia viva y resucitada, y el acto del sacrificio de su vida por nosotros, que hacemos presente hasta que vuelva al comer juntos el Pan. 
Celebramos, pues, el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de nuestra comunión con él y en él, y sacramento de su presencia real entre nosotros. Cristo está aquí, visible e invisible a la vez, con todo su ser, cuerpo y sangre, alma y divinidad, con toda su bondad y misericordia, su corazón traspasado y el manantial de su gracia, fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna. A él podemos dirigir en todo momento nuestros ojos, enrumbar nuestros caminos. En el banquete de la eucaristía se anticipa la unión perfecta y universal que tendremos en la mesa del Padre, se nos da el germen y garantía de nuestra salvación, percibimos el foco que irradia y realiza la santificación del mundo, entramos en el espacio en que se adelanta simbólicamente la nueva creación, libre ya de todo desorden, esclavitud y muerte. 
Por eso, no podemos dudar: lo que Jesús hizo en la Ultima Cena y nos mandó hacer no fue un simple rito, una ceremonia. No tiene sentido celebrar el memorial del Señor haciendo de la Eucaristía una piadosa costumbre, si no procuramos que en nuestra vida se manifieste la memoria de su amor por nosotros. La Eucaristía se prolonga en la vida; la vida misma se hace “eucaristía”, acción de gracias y servicio, cumplimiento del mandamiento del amor. Eso es lo que nos mandó hacer Jesús en su última cena cuando, después de lavar los pies a sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo: “¡Hagan esto!”. Para comprender esta transformación que la comunión realiza en nosotros, San Agustín en sus Confesiones relata una especie de visión que tuvo, en la que Jesús le dijo: «Yo soy el alimento de los fuertes. Cree y me tendrás. Tú no me transformarás en ti, como el alimento del cuerpo, sino que serás tú el transformado en mí» (Conf. VII, 10, 18). 
Por último, recordemos que no se puede dividir lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”. “El descubrimiento de Jesús en los que sufren es parte tan real de este culto como son las especies de pan y de vino” (Joseph Ratzinger: Introducción al Cristianismo). Quien reconoce a Jesús en el sacramento del altar, lo reconoce también en el sacramento del hermano que está a mi lado, y con quien quizá no tengo una buena relación, y también con los hermanos que están lejos, y cuantos pasan hambre, o son forasteros, están desnudos, o enfermos, o en la cárcel. 
Hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor al instituir este Sacramento de su amor y digamos también nosotros nuestra acción de gracias. 
- “Gracias, Padre, por el pan que nos das. Creador de todo y fuente de vida, tú alimentas a todas tus criaturas. 
- Te damos gracias porque nos asocias a tu obra creadora al traer a tu mesa este pan, fruto de la tierra y de nuestro trabajo, y nos haces imitar tu generosidad al compartirlo,  
- Gracias, Padre, porque el comer el pan transformado en el cuerpo de tu Hijo, nos convierte a nosotros en pan para la vida del mundo. Gracias por la vida que me das, que puedo transformar en vida al servicio de los demás. 
- “Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”. Cristo, maestro y hermano ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea. 
- Fortalécenos en nuestra empeño por la justicia, en nuestro diario quehacer por superar las diferencias que humillan a unos frente a otros, contradicen nuestro amor a ti y rompen la unidad que debe haber en tu Iglesia. 
- Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniendo nuestras vidas a tu vida, por el Espíritu Santo que infundes en nuestros corazones".