Mc 4, 26-34 La semilla que crece día y noche y el grano de mostaza
La primera parte del texto de hoy corresponde a la parábola de la semilla que crece de día y de noche. Subraya el contraste entre la venida del Reino de Dios, simbolizada en la semilla sembrada y la impotencia del labrador para hacerla germinar y crecer. El Reino es la semilla que crece por sí misma sin que el campesino sepa cómo.
Se afirma la prioridad absoluta de Dios, frente a la cual no tiene sentido pensar que el Reino depende de la actividad humana, o que se rige según los criterios mundanos que regulan las relaciones de producción. El cristiano sabe que, después de poner lo que está de su parte para colaborar en el crecimiento del Reino, ha de abandonarlo todo en manos de Dios que hace mucho más que lo que nosotros podemos realizar. En este sentido es famosa la frase atribuida a S. Ignacio: Pon de tu parte como si todo dependiera de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios y no de ti. Y el mismo Jesús en el evangelio de Lucas dice: Cuando hayan hecho que se les había mandado digan: Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10). Esto confiere al compromiso activo del cristiano (a diferencia de muchos compromisos socio-políticos) una serena quietud, una paciencia intrépida y una confianza tan profunda que lo libra de todo intento de sacralizar la propia acción o vivir en la angustia que proviene de creer que el éxito depende únicamente de la propia capacidad y acción. Dios es quien hace germinar y crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra.
En un mundo que exacerba el sentido de la propia eficacia y del éxito personal, es muy fácil caer en el cansancio y en el desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la vida humana pierden valor y se descuidan. El resultado tantas veces comprobado es la incomunicación, la falta del sentido de lo gratuito, cuyo valor no es económico pero es imprescindible para poder mantener unas relaciones verdaderamente humanas con los demás, comenzando con los miembros de la propia familia. No hay tiempo para nada, porque no se valora ese tiempo “perdido” que es la dedicación al hogar, la conversación, el simple estar a gusto con las personas queridas, la expresión del afecto y, en el plano religioso, la oración, la meditación, la lectura de la Palabra, el silencio interior y exterior. Incluso para todo cristiano maduro que orienta su vida profesional a la construcción de un mundo más humano y dichoso para todos, es una necesidad el recordar que no siempre sus esfuerzos obtendrán el éxito esperado y que el Reino de Dios es mucho más que una construcción humana, razón por la cual hay que mantener la confianza en el Padre y no olvidar nunca cómo se ha de trabajar.
La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del Reino en acción. Como la semilla de mostaza, el Reino tiene apariencia casi insignificante, casi invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos.
La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, en la pequeñez de Dios Creador, que se abaja para dar espacio a la criatura, o se revela a ella haciéndose un Niño que nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica del Reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.
Hoy se celebra el Día del Padre y pienso que el evangelio que hemos escuchado es particularmente importante para los padres, cuya misión es hermosa, pero nada fácil. Este evangelio nos mueve a pedir al Padre de los cielos que haga a todos los padres de la tierra fieles y responsables de su misión, que les infunda confianza en la gracia de Dios y fortaleza, y les haga vivir la experiencia íntima de la felicidad que su hogar les debe proporcionar.
En efecto, tener esposa e hijos significa ya no vivir sólo para sí. Los bienes y talentos recibidos, el propio tiempo y la libertad son, directa o indirectamente, para el bien del hogar. Y sin minusvalorar en lo más mínimo las demás tareas que desempeña en la sociedad, el sostenimiento del propio hogar es y será siempre la mejor contribución que un hombre puede hacer a la humanización del mundo, el secreto de sus mayores satisfacciones y, por ello también de sus más dolorosas frustraciones.
Ser padre es estar disponible a tiempo completo para sostener y dar seguridad, para orientar y transmitir los valores de una vida digna, para consolar y animar.
Ha de saber unir paciencia y mansedumbre con rectitud y honestidad. No puede protestar de cualquier modo ni refunfuñar si lo requieren. Y debe recordar que ternura y bondad no son patrimonio exclusivo de las madres.
Pocas cosas afirman más la personalidad de los hijos que la alegría franca del padre por sus méritos y logros. Ellos no necesitan sólo que su padre les dé el ejemplo de una vida entregada, que se gasta y se desgasta para procurarles su sustento y educación; necesitan que su padre gaste el tiempo con ellos, muestre interés por sus cosas, los tenga en cuenta a todos por igual y así les haga sentirse de veras importantes.
No es fácil ser firme y claro a la hora de corregir y magnánimo al alentar y motivar, mostrar rectitud junto con bondad, señalar los límites que impone a la libertad la convivencia humana y, a la vez, fomentar el gusto de tratar a los demás con espontaneidad.
Consciente de que representa en cierto modo la norma y los principios que rigen una vida ordenada, tiene que estar atento para que sus hijos no actúen movidos por el temor o simplemente para complacerle. Por eso procura manifestar con su propio ejemplo los valores que trasmite de palabra para que sus hijos actúen con autonomía responsable, movidos desde su propio interior por convicciones firmes.
Ser padre es la más bella obra que Dios confía a un hombre: en ella se prolonga y se hace sentir que Dios es Padre y origen de toda paternidad. En definitiva, ser padre consiste en hacer nacer y crecer a Cristo en los corazones de los hijos.
En esto radica el secreto de su éxito, la satisfacción más honda que podrá sentir al final de sus días, la experiencia más consoladora de Dios, el principio y fundamento de su espiritualidad de padre.
El padre cristiano no deja de pedir: Padre que estás en los cielos, haz que cada día me parezca más a ti en mi hogar.