miércoles, 29 de mayo de 2013


FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En la oración de esta eucaristía hemos pedido la gracia de conocer el misterio de Dios Trinidad. Pero ¿qué entendemos por misterio? Generalmente se cree que misterio es una suerte de enigma, que la mente humana es incapaz de entender. Pero ese es un concepto muy estrecho. Los misterios de nuestra fe son verdades reveladas, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos, nos las ha comunicado y que, una vez acogidas, no dejan de dársenos a conocer incesantemente, produciendo efectos en nuestra vida. No son ideas abstractas sino verdades que iluminan y transforman la vida, dándole sentido y calidad.

Trinidad es comunidad de personas. Dios no es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de Juan: “Dios es amor” pone justamente de relieve esta relación interna amorosa que constituye el ser de Dios: el que  ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y que los une (el Espíritu Santo). Y porque Dios es así, la persona humana alcanza su pleno desarrollo en su relación de hijo para con Dios y de hermanos de los demás. A eso se refiere la bendición del comienzo de la misa: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo estén con ustedes” (2 Cor 13, 11-13). Jesucristo obtiene para nosotros la gracia de la salvación. El Padre es el Dios del amor, y nuestra comunión con Dios, es el Espíritu Santo, amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

Por gracia especial, Israel había intuido a lo largo de su historia, de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Sobre todo, en la época de los grandes profetas, creyó ya en Dios como Padre, creador y señor, que se había escogido un pueblo para desde él ofrecer a toda la humanidad el don de la salvación. Israel se había acercado también al misterio de Dios al experimentar su fuerza, Ruah, que como fuego o viento impetuoso sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor verdadero, instruye en la Ley del Señor. Y por la inspiración de los profetas, había intuido también que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación plena de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos afirmar que sin Jesús, difícilmente podríamos haber conocido que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos estas cosas, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de santificar todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. Por este Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda esclavitud y temor. Por él constituimos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Esta es la esencia de nuestra fe cristiana: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y que en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.

Podemos decir también que el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando la comunidad humana. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su más cercana y parecida expresión. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

lunes, 20 de mayo de 2013


Pentecostés

Después de su ascensión Jesús, fiel a su promesa, envío desde su Padre el Espíritu Santo (Jn 14,2.15-17.25-26;15,26-27;16,4b-11.12-15), por medio del cual hace posible su presencia secreta en la Iglesia y en la vida de todos nosotros a lo largo de la historia.

Generalmente se tiene del Espíritu una idea deficiente y errónea, como algo, una cosa abstracta y etérea, un concepto o una fórmula y no como lo que es en verdad y como nos enseñó a entenderlo Jesús, es decir, como un ser personal. Fue en efecto Jesús quien nos hizo apreciar y comprender primero a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, fuente de vida, creador y meta de toda criatura. Asimismo, por mantener con Dios una cercanía y familiaridad tan particular que le permitía llamarlo Abba, Padre, y por vivir en permanente comunión de vida con él, Jesús pudo ser reconocido no sólo como el mayor de los profeta y santos de la historia, sino realmente como el Hijo de Dios y Dios con nosotros. Finalmente, fue Jesús quien para después de su resurrección prometió e hizo posible una nueva presencia suya y del Padre con nosotros y en nosotros, y la llamó Espíritu Santo. En este Espíritu siguen viniendo a nosotros el Padre y el Hijo, en él nos unimos a Dios y participamos del ser divino, amor que ha sido derramado en nuestros corazones. 

Es el mismo Espíritu que santificó el seno de María, realizando la encarnación de Dios. Es el Espíritu que condujo a Jesús al desierto y descendió después sobre él en el Jordán. El Espíritu que llenaba de gozo a Jesús al orar a su Padre. El Espíritu que le acompañaba siempre, porque el Padre se lo había comunicado plenamente (Jn 3,34). Jesús le llamó Paráclito –defensor y consolador-  (Jn 14,16.25;  15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistiría a sus discípulos en los peligros y los llevaría al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). 

La venida del Espíritu Santo es la culminación de la Pascua. El evangelista Juan la relata señalando la acción que realiza en la Iglesia. Dice que el Señor Resucitado se presentó en medio de los discípulos, les infundió la paz y, después de mostrarles sus llagas y costado (es decir, de recordarles lo que había hecho por nosotros), sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… 

Este gesto simbólico evoca aquel primer gesto creador, mediante el cual Dios infundió el aliento de vida al hombre Adán. Ahora, mediante el soplo del Espíritu, Jesús hace de nosotros criaturas nuevas: hijos e hijas, libres y amados por Dios, sin temor para poder decir con Jesús: ¡Abba, Padre! Este Espíritu infunde coraje y determinación para cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el pecado no destruye el sentido y destino de la persona humana que se acerca a Cristo y acepta su perdón. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…

Según san Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo. 

El Espíritu Santo es consolador y abogado en las dificultades, problemas y persecuciones que pueden sobrevenir a la Iglesia y a los cristianos. Él nos mantiene alegres en la esperanza y firmes en la fe para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Espíritu de vida, lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa y dinamiza al mundo para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene todo el desarrollo de la humanidad en dirección del amor, la justicia y el bien común. Para ello nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios. Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor tribulación y soledad estamos dejados de la mano de Dios; pues, aunque no lo sintamos, él está con nosotros –y quizá entonces más que en otras ocasiones– con la fuerza triunfa en nuestra debilidad.

Vemos el influjo del Espíritu Santo ahí donde una persona atraviesa las pruebas de la vida con fortaleza y constancia; ahí donde, con confianza ciega, mantiene la dirección de su camino, fiel a los valores evangélicos. El Espíritu Santo capacita para la intuición certera de lo que es engaño, tentación y riesgo de la conducta, a la vez que comunica intrepidez y firmeza a las resoluciones coherentes de la persona auténtica, que se niega a entrar en componendas, y sabe decir rotundamente no, cuando hay que decir no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. El Espíritu Santo nos hace humildes, nos mueve a pedir consejo en las situaciones oscuras, y a conocernos a nosotros mismos, para velar y luchar con fidelidad ahí donde somos más vulnerables.

Ese Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: ¡Sí, ven Espíritu divino!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestro pensar y sentir para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; en una palabra, haznos semejantes a Jesús.