lunes, 20 de mayo de 2013


Pentecostés

Después de su ascensión Jesús, fiel a su promesa, envío desde su Padre el Espíritu Santo (Jn 14,2.15-17.25-26;15,26-27;16,4b-11.12-15), por medio del cual hace posible su presencia secreta en la Iglesia y en la vida de todos nosotros a lo largo de la historia.

Generalmente se tiene del Espíritu una idea deficiente y errónea, como algo, una cosa abstracta y etérea, un concepto o una fórmula y no como lo que es en verdad y como nos enseñó a entenderlo Jesús, es decir, como un ser personal. Fue en efecto Jesús quien nos hizo apreciar y comprender primero a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, fuente de vida, creador y meta de toda criatura. Asimismo, por mantener con Dios una cercanía y familiaridad tan particular que le permitía llamarlo Abba, Padre, y por vivir en permanente comunión de vida con él, Jesús pudo ser reconocido no sólo como el mayor de los profeta y santos de la historia, sino realmente como el Hijo de Dios y Dios con nosotros. Finalmente, fue Jesús quien para después de su resurrección prometió e hizo posible una nueva presencia suya y del Padre con nosotros y en nosotros, y la llamó Espíritu Santo. En este Espíritu siguen viniendo a nosotros el Padre y el Hijo, en él nos unimos a Dios y participamos del ser divino, amor que ha sido derramado en nuestros corazones. 

Es el mismo Espíritu que santificó el seno de María, realizando la encarnación de Dios. Es el Espíritu que condujo a Jesús al desierto y descendió después sobre él en el Jordán. El Espíritu que llenaba de gozo a Jesús al orar a su Padre. El Espíritu que le acompañaba siempre, porque el Padre se lo había comunicado plenamente (Jn 3,34). Jesús le llamó Paráclito –defensor y consolador-  (Jn 14,16.25;  15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistiría a sus discípulos en los peligros y los llevaría al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). 

La venida del Espíritu Santo es la culminación de la Pascua. El evangelista Juan la relata señalando la acción que realiza en la Iglesia. Dice que el Señor Resucitado se presentó en medio de los discípulos, les infundió la paz y, después de mostrarles sus llagas y costado (es decir, de recordarles lo que había hecho por nosotros), sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… 

Este gesto simbólico evoca aquel primer gesto creador, mediante el cual Dios infundió el aliento de vida al hombre Adán. Ahora, mediante el soplo del Espíritu, Jesús hace de nosotros criaturas nuevas: hijos e hijas, libres y amados por Dios, sin temor para poder decir con Jesús: ¡Abba, Padre! Este Espíritu infunde coraje y determinación para cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el pecado no destruye el sentido y destino de la persona humana que se acerca a Cristo y acepta su perdón. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…

Según san Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo. 

El Espíritu Santo es consolador y abogado en las dificultades, problemas y persecuciones que pueden sobrevenir a la Iglesia y a los cristianos. Él nos mantiene alegres en la esperanza y firmes en la fe para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Espíritu de vida, lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa y dinamiza al mundo para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene todo el desarrollo de la humanidad en dirección del amor, la justicia y el bien común. Para ello nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios. Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor tribulación y soledad estamos dejados de la mano de Dios; pues, aunque no lo sintamos, él está con nosotros –y quizá entonces más que en otras ocasiones– con la fuerza triunfa en nuestra debilidad.

Vemos el influjo del Espíritu Santo ahí donde una persona atraviesa las pruebas de la vida con fortaleza y constancia; ahí donde, con confianza ciega, mantiene la dirección de su camino, fiel a los valores evangélicos. El Espíritu Santo capacita para la intuición certera de lo que es engaño, tentación y riesgo de la conducta, a la vez que comunica intrepidez y firmeza a las resoluciones coherentes de la persona auténtica, que se niega a entrar en componendas, y sabe decir rotundamente no, cuando hay que decir no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. El Espíritu Santo nos hace humildes, nos mueve a pedir consejo en las situaciones oscuras, y a conocernos a nosotros mismos, para velar y luchar con fidelidad ahí donde somos más vulnerables.

Ese Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: ¡Sí, ven Espíritu divino!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestro pensar y sentir para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; en una palabra, haznos semejantes a Jesús.