FIESTA DE CRISTO REY
Jn 18, 33-37
La fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, cierra el año litúrgico. Nos invita a ver a Cristo como el centro de la vida cristiana y como Señor del mundo. Pedimos que venga su reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.
El evangelio de Juan nos presenta un momento del juicio de Jesús ante Pilato, a donde ha sido conducido por los judíos desde la casa de Caifás (18,28). Frente a Pilato, Jesús demuestra aquella autoridad que causaba admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta, sino que expone el sentido de su realeza: la suya no es la realeza de los romanos, de contenido simplemente político; ni la de los judíos, puramente nacionalista y centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos, en este caso, los romanos. Jesús es rey pero no como los reyes de este mundo. Es Servidor y es Rey. “Mi reino no es de este mundo”, dice. Pero no afirma con ello que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que la lógica e intereses que rigen su reinado son distintos, no son del estilo al que se refiere Pilato. El ejercicio de su realeza se realiza en este mundo, influyendo en él, transformándolo radicalmente, y se realiza también en las personas, cambiando los corazones.
Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz.
En los momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, los profetas alentarán al pueblo con la esperanza de que Dios vendrá a reinar poniendo fin a toda necesidad y tribulación. (Zac 14,6-11.16s: Aquel día brotarán aguas vivas de Jerusalén… Y el Señor reinará sobre toda la tierra. Toda esta tierra se convertirá en llanura… Jerusalén se mantendrá en alto… Habitarán en ella sin volver a ser amenazados de exterminio; vivirán seguros en Jerusalén”, cf. Sof 3,14s;).
Y al final de la era de la antigua alianza, en tiempo de la dominación griega, los últimos libros del AT, Dan, Sab y Mac, concibieron el reinado de Dios como ruptura con la historia de desgracias, inicio de una nueva era y entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra el poder extranjero enemigo de Dios.
Jesús hizo de la venida del reino de Dios el tema principal de su predicación. Habló del reino de Dios como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y, al mismo tiempo, próxima (Mc, 1,15; Lc 10,9/Mt 10,7s), más aún ya presente y operante en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.
Jesús proclama la llegada del reino y cura enfermos para restaurar la creación. La llegada del reino de Dios no significa el derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino su restauración como nueva creación, como escenario para el encuentro amoroso con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45). No es algo que la acción humana (el cumplimiento de la Ley, o la violencia armada) pueda producir. Hay que “recibirlo como un niño”, como don y gracia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15).
Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es fundamental para entender el reino de Dios. El reino de Dios se abre paso como el amor y solicitud incondicional de Dios por los descarriados. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103), que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11-16), pero por haberse impuesto la idea de la venganza, se creía que en el banquete eterno (Is 25,6-8) sólo estarían los “justos y elegidos”. Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). Jesús se atreve a proclamar la salvación incondicional y abierta a gentiles y pecadores (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par). La bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15). El perdón precede a la conversión y la hace posible. La salvación es gracia.
Este mensaje de salvación va unido a la experiencia que Jesús tiene de Dios como Abba. Jesús experimentó la bondad de Dios, no como algo sólo para él, sino para todos. Jesús hace presente esa bondad de Dios mediante su propia vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto simbólicamente –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores.
La fiesta de Cristo Rey nos hace acoger el don del amor y solicitud perdonadora que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Nos hace mirar hacia las realidades definitivas del cielo en donde nos espera Cristo. Y nos compromete a la vez con esta tierra que Dios nos ha confiado para que construyamos en ella un hogar para todos. Distinguimos entre progreso del mundo y salvación, pero reconocemos -con el Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”. Es en este mundo donde se prepara la tierra nueva y el cielo nuevo hacia el que caminamos. Nuestra vocación al reino de los cielos no suprime sino que refuerza nuestro deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.