lunes, 31 de diciembre de 2012

Domingo 30 de Diciembre

El Niño Jesús en el templo
Lc 2, 41-50  

 “Iban sus padres todos los años a Jerusalén…”. Se iba dos veces, por la fiesta de los tabernáculos y por la pascua. Si eran pobres o estaban lejos, iban una sola vez. Los menores hasta los 13 años, iban con sus padres. Recibían de ellos la educación, centrada en la Palabra, hasta que se convertían en “adultos”, “hijos de la ley”.
Se quedó en Jerusalén. Los otros se van. Él se queda. Toda la vida de Jesús se desarrollará como una peregrinación hacia Jerusalén, pues allí es donde se revelará plenamente su ser Hijo de Dios, salvador y redentor. 
Lo buscaban. No se imaginan otra cosa sino que debe estar con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Nos remite a la angustia de las mujeres en el sepulcro, que buscarán entre los muertos al que está vivo. 
Lo hallaron en el templo. Después de tres días. Es encontrado en el santuario, sentado, enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. También al tercer día después de ser crucificado, resucitará y dará cumplimiento a todas las Escrituras. Asimismo, como su padre y su madre que lo buscaron tres días en vano, también los apóstoles y las santas mujeres lo buscarán tres días, preguntándose sobre su  pasión sin hallar respuesta. Nosotros, en fin, igualmente lo buscamos sin saber dónde. El texto nos da la respuesta
¿Por qué me buscaban? No sabían ustedes que… No reprocha la búsqueda, sino el modo, propio de quienes no entienden los planes que tiene Dios. Y es aquí cuando Jesús  por primera vez habla de Dios como su Padre. “Abbá”, es la primera y última palabra de Jesús en el evangelio. Él ha venido a revelárnosla, a hacer que brote espontánea en nuestro corazón, para que vivamos siempre sin temor como como hijos e hijas de un Dios bueno. Jesús está en las cosas de su Padre, debe ocuparse de ellas porque es el Hijo que escucha y cumple a lo que el Padre ha dicho. En las cosas de su Padre, se encuentra como en su propia casa, porque su alimento es hacer su voluntad. 
Ellos nos comprendieron lo que les decía. Como María, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Como Ella, meditamos también las palabras, las aprendemos de memoria, procuramos asimilarlas en nuestra vida.
Bajó con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndoles… Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres. Necesitamos contemplar la vida familiar de José, María y Jesús en Nazaret para procurar imitarla en nuestros hogares: cómo se relacionaban entre sí y con los parientes, amigos y conocidos, cómo llevaban juntos el peso de los días, trabajos y obligaciones; cómo conversaban y dialogaban, cómo proyectaban sus empresas, cómo descansaban juntos, oraban juntos, iban juntos a la sinagoga y al templo. 

La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es verdad que la familia no lo es todo, y que hay casos en los que uno dice: ¡felizmente que la familia no lo es todo!, porque si así fuera tal o cual persona estaría moralmente herida de muerte, con traumas y carencias sin remedio; pero a Dios gracias otras personas suplieron en su caso lo que la familia les negó. Esto supuesto, lo normal es que a la familia le corresponda una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del ser humano. Desde que abrimos nuestros ojos en el regazo de nuestra madre y desde que iniciamos el proceso primario de nuestra autoconciencia como seres distintos, frente a la mirada cariñosa o airada de nuestra madre y de nuestro padre, la familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural y social. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de los ojos de nuestros padres y de nuestros hermanos. Lo que vivimos y sentimos en esos  primeros años nos marcó para siempre. En el tejido de las relaciones familiares, se nos educó nuestra capacidad de relación: aprendimos a avanzar desde los primeros vínculos marcados por necesidades instintivas primarias (consumir, retener, rechazar, dominar, competir) a vínculos que manifiestan mutualidad, sociabilidad, dar y recibir. Por eso, es innegable el rol que le corresponde al ámbito familiar en el proceso de la formación de la conciencia, en la elaboración de la cultura de los valores, de los sentimientos y de los afectos. 

Es ya un lugar común decir que la familia está en crisis, pero no cabe duda que el problema es serio. Además de ir en aumento el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su unidad. A la casa entran, violando controles y vigilancia, los contenidos directos o subliminales de los medios de comunicación: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añaden a esto las dificultades económicas: la falta de trabajo, que genera tanta angustia y desasosiego, o el tener que sobrecargarse y pasarse la mayor parte del día fuera del hogar, y aun emigrar lejos de la patria para poder cubrir el presupuesto familiar. Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede ser en algunos casos la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones.

Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, de fe. 

Pido, pues, para Uds., queridos hermanos y hermanas, que la Sagrada Familia obtenga para sus hogares un clima afectivo en el que todos sientan que se quieren y se valoran. Así los niños y los jóvenes podrán educar su autoestima, aprenderán el manejo de sus sentimientos y asimilarán la solidaridad, la compasión y la sensibilidad hacia sus prójimos.

Que se cultive el diálogo en los hogares, de tal modo que sea posible hablar y ser escuchado, poner sobre la mesa los asuntos y llegar a acuerdos efectivos, después de decir cada uno lo que piensa. 
Es normal que haya conflictos por las diferencias generacionales y la diversidad de opinión. Que Dios les inspire sabiduría y tacto para hallar la ocasión de abordar los problemas, tratarlos adecuadamente y darles solución.
Finalmente, que sus familias demuestren la calidad de su fe. La familia es la primera educadora de la fe: cuida la fe, recuerda a Jesucristo, enseña a rezar, mantiene firme sus convicciones y prácticas religiosas a pesar de tanta indiferencia, incredulidad y vacío de Dios. Sobre esta base sólida de la fe, la familia forma en sus miembros una conciencia moral responsable, basada en valores consistentes y trascendentes.
Feliz año y paz para todas las familias. Que María recoja nuestros mejores deseos y los presente con su solicitud maternal ante el Padre.