JUEVES SANTO
Estamos celebrando aquella misma Cena que el Señor, antes de padecer, quiso tener con sus amigos. Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima de su amor por nosotros: “Habiendo amado a lo suyos… los amó hasta el extremo”. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado injustamente a la muerte. Quiere anticipar estos acontecimientos en su Cena para preparar el ánimo de sus discípulos y recordarles que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida. Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que prefigura su muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada podrá romper.
En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin levadura, las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo con la sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino, y en las sencillas palabras: “Esto es mi cuerpo..., mi sangre”, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su glorificación.
La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del Señor como un mandato. “Hagan esto en memoria mía”, dijo Jesús. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su Ultima Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros. Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo “¡Hagan esto!”.
En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con Aquel que recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”.
Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos –pues sabe que los expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha.
En esta noche santa hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor en su Cena y expresemos también nosotros nuestra acción de gracias.
“Gracias, Padre, por el pan que nos das.
Creador de todo, eres fuente de vida.
Te damos gracias porque, por medio de este pan y de este vino podemos asociarnos a tu obra creadora e imitar tu generosidad, compartiendo nuestro pan con nuestros hermanos más necesitados”.
“Gracias, Padre, porque por medio de este pan que recibimos, nosotros mismos nos convertiremos en pan para la vida del mundo.
Gracias por haberme dado la vida, que puedo transformar en una vida al servicio de los demás.
Gracias porque puedo establecer alianza contigo y con todos mis hermanos”.
“Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”.
Cristo, maestro, ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea.
Para que sea efectiva la unidad, enséñanos Jesús a compartir generosamente los bienes espirituales y materiales en verdadero amor fraterno.
Fortalécenos en nuestra lucha por la justicia, en nuestros diario quehacer por superar tantas diferencias que humillan a nuestros hermanos pobres frente a los demás y contradicen el amor que decimos tenerte y la unidad en tu Iglesia.
Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás, conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniéndonos íntimamente a ti, hermano y Señor de todos.