lunes, 18 de marzo de 2013

Domingo 17 de Marzo de 2013


El Papa Francisco
“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Isaías dice que caminábamos por un desierto, andar sin esperanza, paisaje de sequedad y dureza, chacales, avestruces, plantas secas, tierra árida y sin vida. De pronto, sin embargo, el Señor abre un camino por el desierto. En medio del desierto nos asegura un futuro a pesar de lo que se vive. Y decimos que las cosas pueden ser distintas. Más aún, parece que ya han comenzado a cambiar. Nadie se lo esperaba, pero una vez realizado el escrutinio de los votos, sale elegido un Papa que nos deja contentos. Y se llama Francisco. Cuando le han preguntado por qué se llama Francisco –lo traen los periódicos esta mañana- él ha respondido con unas palabras que a mí personalmente me han emocionado y seguro también a ustedes:
“… En relación a los pobres pensé en Francisco de Asís. Después, pensé en las guerras, mientras el escrutinio proseguía, hasta contar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. El hombre que ama y custodia la creación, en este momento en que nosotros tenemos con la creación una relación no muy buena, no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre. ¡Ah, como querría una Iglesia pobre y para los pobres!”.
Ha sido elegido en un período de la Iglesia cuya problemática ha llevado a muchos a dejar de creer en la Iglesia y a nosotros nos toca en lo más sensible, porque somos cristianos, católicos y no podemos entender una fe en Cristo sin una fe en su Iglesia. Más aún reconocemos que tenemos esta fe en Cristo porque es esta Iglesia la que nos la ha transmitido, y la Iglesia somos todos: es la Iglesia jerárquica con su cabeza el Vicario de Cristo y es a la vez el pueblo de Dios, en el que está la madre que me enseñó a pronunciar el nombre de Jesús y la abuela que me enseñó el Ave María; Iglesia son mis buenos maestros y maestras y la gente santa que Dios ha puesto en mi camino. Este pueblo santo de Dios y comunidad de hermanos en la fe es la que me ha hecho creer en el amor infinito de Dios, en la entrega de Jesucristo por nuestra salvación, y en la vida misma de Dios que opera en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Sin embargo, aunque por la fe y la doctrina que aprendemos, no dudamos en decir que la Iglesia es divina y humana al mismo tiempo, santa y pecadora, y así es la Esposa de Cristo, que la ama y, fiel a su promesa, la acompaña hasta el fin de los tiempos, a pesar de todo eso nos estremece lo que oímos y comprobamos acerca del mal que en ella se produce: los escándalos horribles de abusos sexuales y pedofilia causados por el clero, el silencio cómplice de tantos jerarcas, la utilización malévola, satánica del escándalo con fines lucrativos, amén de todo aquello que se ha producido en el corazón mismo de la Iglesia y que llena las páginas de los periódicos no solo de la prensa amarilla, respecto a las oscuras finanzas del Vaticano acusadas de lavado de dólares…, todo eso inevitablemente causa desánimo y dolor profundo, dolor filial y familiar, en el corazón de los fieles y hace que uno se pregunte a dónde va a parar esto, dónde está la Iglesia de Cristo asentada sobre roca firme… Pero sobre todo ¿qué hacer para que la Iglesia recupere eso que por esencia ella es y que parece que lo está perdiendo: Maestra de conciencias, luz de las naciones, Mater et Magistra. Porque ¿cómo va a enseñar una Iglesia que no cumple lo que enseña? Todas estas preguntas y muchas otras más que Uds. se han planteado o han oído plantear a sus hijos, han ido como ensombreciendo nuestro corazón y pueden afectarlo aún por un buen tiempo… Entonces uno siente que camina como Moisés en medio del desierto de la fe, en medio de las dificultades propias del creer, por su ardua, laboriosa y a veces embarazosa pertenencia a una Iglesia así, y no le queda sino aferrarse a su misma fe “como quien ve lo invisible”. Porque la parte santa y espiritual de la Iglesia no se ve; la parte humana, material eso es lo que se ve. Y muchas veces nos cuesta compaginar ambas cosas. Optamos entonces por agarrarnos a lo espiritual y no llenarnos de amargura con lo material de ella. Pero ¿quién sino Jesucristo nos puede asegurar en estas condiciones la esperanza?
En medio de este clima se produce el Conclave y hay que ser ingenuos para pensar que este cúmulo de problemas históricos que probablemente han conmovido a la Iglesia más que cualesquiera otros problemas producidos en los últimos cinco siglos, no haya influido decisivamente en el discernimiento que han hecho los cardenales para elegir a la persona más adecuada. Y, ¡quién iba a pensar!, aparece por ahí Jorge Mario Bergoglio, un jesuita argentino, latinoamericano, hermano nuestro que muchos de nosotros conocemos y hemos tratado personalmente y que –por ello mismo- en un primer momento nos hace exclamar espontáneamente: Señor, ¡qué estás haciendo! Poco después, sin embargo, muy poco después gracias a Dios, repuestos de nuestro asombro no dudamos en decir: “Sí. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Íbamos llorando llevando la semilla, al volver volvemos cantando trayendo las gavillas. “El Señor cambiará nuestra suerte como los torrentes del Negueb”. “Los que sembraban con lágrimas cosecharán entre cantares”. El Señor nos ha dado un Papa llamado Francisco de la escuela de Ignacio. Y como soy ignaciano y fervoroso amante de Francisco desde mi tierna infancia, pienso que no hay cosa más bella en el mundo que juntar ambos carismas, lo ignaciano y lo franciscano. Ellos están en el corazón de la Iglesia. Por eso ruego a Dios que estos talentos tan bellos que el suscitó en su Iglesia querida, y que no son propiedad de los jesuitas y de los franciscanos, porque el Señor los puso como talentos para su Iglesia, que son todos Uds., estos talentos, de lo ignaciano y de lo franciscano, cambien a la Iglesia, la transformen, le devuelvan esa primitiva belleza y hermosura que la hace capaz de seguir reflejando el rostro mismo de Jesús en la tierra.
Es una llamada a reafirmar nuestra fe y nuestro amor a esta Iglesia nuestra y a dar gracias a Dios porque nos permite sufrir y gozar estos momentos de gracia –no momentos trágicos y desgraciados sino momentos históricos de gracia- con el corazón lleno de una gran esperanza.
Por eso, pensando cómo hablarles a Uds. de Jesús y la adúltera, me resultó adecuado, lógico, casi caído por su peso, el buscar entre mis papeles un texto que yo recordaba de cuando era estudiante de teología del jesuita Karl Rahner, quizá el mayor teólogo que ha tenido la Iglesia en el s. XX. Allí en sus Escritos de Teología, en el tomo VI, tiene esta reflexión que si uno la medita le puede hacer llorar pero le deja el corazón consolado, y dice así: 
Los eruditos de la Escritura y los fariseos -tales los hay no sólo en la Iglesia, sino por todas partes y con todos los disfraces- arrastran otra vez ante el Señor a «la mujer» y la acusan con el oculto e hinchado sentimiento de que -a Dios gracias- «la mujer» no es mejor que ellos mismos: «Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?». Y la mujer no podrá negarlo. Es un escándalo. Y no hay nada que embellecer. Piensa en sus pecados, que realmente ha cometido y olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la oculta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negar nada. Es la pobre Iglesia de los pecadores. Su humildad, sin la que no sería santa, sabe sólo de su culpa. Y está ante aquel al que ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: «¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿ninguno te ha condenado?». Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: «Ninguno, Señor». Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: «Tampoco yo te condenaré». Besará su frente y le dirá: «Esposa mía, Iglesia santa».