martes, 12 de marzo de 2013

Domingo 10 de Marzo de 2013


El Hijo Prodigo
(Lc 15, 1-32)

El cap. 15 de Lucas está dedicado a las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que es recuperado por la gracia de Dios en Jesucristo. Su mensaje central es que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. De esta certeza de la bondad de Dios, ha de brotar nuestra más inquebrantable confianza: En ti, Señor, esperé; no quedaré defraudado.


La parábola del Hijo Pródigo es uno de los textos más bellos del evangelio. Su valor principal reside en la presentación tan nueva -y para los fariseos de todos los tiempos tan escandalosa-, de quién es Dios, que lleva a pesar que sólo puede haberla hecho aquel que conoce mejor que nadie el corazón de Dios, su propio Hijo Jesús, el único capaz de dárnoslo a conocer. Es la figura de Dios como padre bueno, fiel hasta el final a su ser padre. Por eso, habría que llamarla parábola del Padre misericordioso. Él es el protagonista principal y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor.

El hijo menor, que echa a perder la herencia, abraza simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. La pérdida de los bienes conduce al pródigo a la pérdida de su dignidad de hijo: se siente indigno de llamarse hijo y de tener un lugar en la casa paterna. Por eso dice: “Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros”. En justicia es lo que cree merecer y acepta esa humillación. Por haberlo perdido todo, tendrá que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero se trata de un hijo y esta relación no puede ser alienada ni destruida por nada. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. El padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. Por eso su prontitud para acogerlo, y la fiesta casi excesiva que manda celebrar y que despierta la envidia del hijo mayor. El padre hijo ha malgastado el patrimonio, pero hay que salvarlo como persona. Por eso dice: “Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado”. Esta solicitud es la medida del amor, según Pablo: “El amor es paciente, es benigno..., no se irrita, no se alegra con la injusticia, se complace con la verdad, todo lo espera, todo lo tolera” y no pasa jamás” (1 Cor 13, 4-8). 

La auténtica misericordia “no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material; la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre” (Juan Pablo II, Dives in misericordia). Es el contenido central del mensaje de Cristo es que el amor no se deja “vencer por el mal” sino que “vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).
El hijo mayor rechaza su puesto en el banquete. Reprocha a su hermano la vida disoluta que ha llevado y al padre la acogida que brinda a “ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con prostitutas”, mientras que a él, sobrio, trabajador y obediente, no le ha dado ni un cabrito para celebrar con sus amigos. Este hijo no ha entendido el amor y bondad del padre. Pero hasta que este hermano, tan seguro de sí mismo y de sus méritos, tan celoso y displicente, tan lleno de amargura y de rabia, no se convierta y reconcilie con el padre y con su hermano, el banquete no será en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El egoísmo lo vuelve celoso, le endurece el corazón, lo ciega, y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La bondad y misericordia del Padre lo irritan y enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. 

En definitiva, la parábola es un cuadro de la historia de la familia humana dividida por egoísmos y discordias. El hijo pródigo, que ansía volver a sentir el abrazo del padre y ser perdonado, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos en el fondo del alma el deseo de una reconciliación que cambie nuestra vida y nos haga andar en la verdad y en el bien. El hijo mayor nos representa también cuando sentimos la dificultad de llevar a la práctica nuestro deseo de servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni juicios contra nadie. Ambos nos recuerdan la necesidad de un corazón nuevo para poder acoger a nuestros prójimos y rechazar la incomprensión y las hostilidades entre los hermanos.