martes, 5 de marzo de 2013

Domingo 3 de Marzo de 2013


La Higuera Seca
(Lc 13,1-9)

El evangelio de hoy nos muestra cómo Jesús aprovecha dos acontecimientos vividos por su pueblo para dar al creyente un criterio de lectura de los males que ocurren en este mundo y del modo como Dios actúa. 

El primero es un mal producido por la libertad y la maldad humana, en ese caso, por Poncio Pilato. Se sabe históricamente que Pilato, el gobernador romano de la Judea en tiempos de Jesús, fue un funcionario cruel y despiadado, que sometió a mano de hierro a los judíos. El incidente de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios, es una muestra de su crueldad.

El segundo acontecimiento es un accidente que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue el caso de aquel trágico accidente ocurrido en la torre de Siloé de Jerusalén, en que dieciocho desgraciados murieron aplastados. 

Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Jesús nos hace ver que los males ponen ante nuestros ojos el misterio de nuestra perdición o salvación. Ante el mal, producto de la libertad humana o desencadenado a consecuencias de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia, la confrontación de una vida realizada o una vida echada a perder. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre respuesta de colaboración a su obra: la conversión a él. 

Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo. Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en el Dios creador bueno.

Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea y simplista, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo polarizar el mal y constatar el pecado en otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, una actitud de honestidad que tiene incalculables consecuencias prácticas: la actitud de quien reconoce que el mal actúa dentro de nosotros mismos y por eso ante Dios todos somos pecadores. Antes de echar culpas a los demás, examinemos nuestra conciencia. Esto es fundamental para poder convertirnos a Dios, para obtener su perdón liberador y mantenernos en la vida, que siempre desea para cada uno de nosotros. 

La segunda parte del evangelio de hoy nos trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Sirve para profundizar en el tema de la primera parte, porque contiene un serio aviso en orden a no desaprovechar el tiempo propicio de salvación, que estamos viviendo, el tiempo que Dios nos da por gracia y que debemos emplear en llevar a la práctica nuestra responsabilidad por los demás. Estos son los frutos que debemos llevar cuando nos presentemos ante su presencia en el último día.

El mensaje de la parábola es claro. En el Antiguo Testamento, la viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo por naturaleza, que produce frutos dulces representaba la Ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros representa una higuera, destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja pacientemente con nosotros, porque está lleno de compasión y misericordia. 

El Dios del perdón, el Dios trabajador, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto en el futuro. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a él. “No es que se retrase en cumplir su promesa como algunos creen –dice san Pedro en su 2ª carta- sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan” (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.

“No quiero la muerte del pecador sino que se convierta de su conducta y viva”, dice Dios por el profeta Ezequiel (Ez 33,11). Su misericordia toca el corazón del creyente, lo sana, lo regenera. En Jesús, Dios busca lo que está perdido. A todos ofrece una nueva oportunidad. Y porque son sus hijos e hijas queridos, está dispuesto a salvarlos llevando su amor hasta el extremo. Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo. 

La parábola de la higuera nos demuestra lo contrario que es el comportamiento de Dios al comportamiento de los hombres. Para éstos, los hombres del viejo Israel y los de hoy, la lógica es ésta: no sirve, córtala. Para Dios, la lógica es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama. Un texto hermoso del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,23-26)

Este rostro de Dios, amigo de la vida, nos lo mostró Jesús con sus acciones, con su vida e incluso su muerte. Así mismo, en su predicación no hizo otra cosa que invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios en nuestro amor y servicio a los demás. En eso, en el amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste “el camino más excelente”.