lunes, 22 de abril de 2013

Homilia Domingo 21 de Abril de 2013


El Buen Pastor
(Jn 10, 27- 30)

La imagen del pastor y las ovejas pueden resultar poco sugerente hoy en un medio urbano. Jesús hablaba a una sociedad agrícola. Además han asumido con el tiempo otras significaciones. La del pastor se ha cargado de tonos sentimentales, y el ser ovejas de un rebaño suena a falta de personalidad, gregarismo o masificación. Pero si nos fijamos en la intención que tuvo Jesús al emplearas, veremos que ellas apuntan a lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad y sólo buscó hacer el bien. Por eso Jesús atrae y fascina hasta hoy, lo aman y veneran no sólo los cristianos sino también los de otras tradiciones religiosas y aun muchos no creyentes: por su amor, por su no violencia, por su bondad. “Allí actuaba un hombre simplemente bueno, cosa que no había ocurrido antes” (E. Bloch). 

Pero ¿cómo pudo Jesús amar con la solicitud y donación tan plena que él describe, cuando habla de sí mismo como el pastor bueno? La respuesta la encontramos en la última frase del texto: “El Padre y yo somos uno”. Esto quiere decir, entonces, que por esa singularísima relación de hijo a padre que Jesús tenía con Dios, y que se manifestaba como una compenetración total, una armonía plena de voluntades, un solo querer y obrar, por ello mismo estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios.

Jesús vivía referido permanentemente a Dios, hasta el punto de no poder percibirse a sí mismo sino como hijo de Dios. Jesús de Nazaret, en efecto, no puede entender sino como Hijo de Dios. Pues bien, de esta pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual pues todos eran para él hijos e hijas queridos por su Padre del cielo. Por ello se situaba ante los demás sin asomo de búsqueda interesada de sí mismo, más aún permitía que todas las personas pudieran ser ante él ellas mismas por saber comprendidas, e hizo que todos se sintieran llamados por él y acogidos: hombres, mujeres, niños, gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15,ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él. Más aún, Jesús no fue sólo un testigo del amor de Dios, sino el cumplimiento del amor salvador e incondicional de Dios por nosotros. 

Por eso Jesús fue diferente: por su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, por su simpatía activa con todos (cf. Mt 9,36; 15,32) y por su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres percibían la realización de la buena noticia de su liberación (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los enfermos y necesitados experimentaban la cercanía de Dios (Mt 25,31-45), los excluidos se sentían tenidos en cuenta y fortalecidos para desarrollar su propia estima (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a forjar relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia, con respeto y aprecio mutuo (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). El recuerdo de Jesús crea relaciones solidarias, porque la fraternidad y unión entre todos los seres humanos constituía el deseo más profundo de su corazón. 

Esto supuesto, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que ellas le siguen y él les da vida eterna, nos habla de la ternura paternal-maternal de Dios, que él, su enviado, ha venido a revelar. El Dios que, por boca de los profetas –concretamente  Ez 34 y en el Salmo 23- reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, se realiza históricamente en Jesús, buen pastor de su pueblo y de la humanidad. 

La relación que él establece con sus discípulos está hecha de intercambio mutuo, de intimidad y de afecto. Por eso dice: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”. El pastor no juzga, llama a cada uno por su nombre y los acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas. Su solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se mueven a adoptar su estilo de vida y asumir su forma de tratar a los demás como principio de su propia actuación.

“Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar”. Es la promesa que hace Jesús a los que le siguen: que llegarán a realizar el anhelo más profundo que tiene todo ser humano a una vida plena, cargada de sentido, fecunda, libre de amenazas, feliz para siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios como el don por excelencia. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad para quien cree en él. Es decir, quienes asumen los valores y actitudes que él manifiesta, experimentan la certeza de vivir una existencia bien encaminada hacia su plena y eterna realización en Dios. Quienes se confían a él y comulgan con él tienen a Dios de su parte, y cuentan con el mismo Jesús como el garante de sus vidas. “No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar” porque llevan una vida con validez duradera, definitiva, una vida que es participación de la vida misma de Dios inmortal. “Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrebatármelas”. El Padre de nuestro señor Jesucristo nos ha confiado a él, como su rebaño, a nada debemos temer. Basado en esta confianza invencible, San Pablo dirá: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién, en efecto, podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada? En todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (cf. Rom 8,35.37-39). 


lunes, 1 de abril de 2013


DOMINGO DE PASCUA
(Jn 20, 1-9)

La Pascua es la fiesta más solemne y bella de los cristianos. En ella celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. 
Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que el hecho en sí de la resurrección de Jesucristo aconteció de noche y sin testigos directos. Ya una vez resucitado, experimentaron su presencia viva unas cuantas mujeres y un grupo de discípulos, cuyo número no podemos precisar – Pablo dice que primero fue Pedro, luego los doce, después más de quinientos hermanos y él al final –.   A cada uno, a través una experiencia sólo apreciable por la fe y por el amor que había dejado en sus corazones, Jesucristo les hizo ver que era necesario que el Cristo padeciese para que pudiese entrar en la gloria del Padre. Mediante una acción nueva, creadora y resucitadora, Dios había sostenido a Jesús en la cruz, había impedido que su ser se hundiera en la nada y lo había situado al nivel de su propia existencia, en una nueva vida de resucitado, divina y eterna.

Esta experiencia de los primeros seguidores de Jesús debió de ser tremendamente densa, tanto que les cambió la vida por completo. A la hora de querer transmitirla a las generaciones futuras, vieron que se trataba de un hecho inenarrable, inefable, y sólo pudieron hacerlo empleando términos extraídos de la Escritura, que hacen referencia al poder creador con el cual Dios despertó a Jesús del sueño de la muerte, lo levantó, lo suscitó o resucitó, le hizo ascender a los cielos, y lo colmó de gloria. 

Los discípulos recobraron la esperanza, que había quedado arrasada por los acontecimientos del Viernes santo. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios garantizaba el valor de su vida, confirmaba su Palabra, lo rehabilitaba a los ojos de los hombres, lo presentaba como su enviado definitivo, Mesías e Hijo de Dios

Surge asimismo la conciencia de que la resurrección de Cristo y la resurrección de los muertos se implican mutuamente. Se hizo memoria de lo que Jesús había dicho: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá para siempre. Voy a prepararles un lugar. Hoy estarás conmigo en el paraíso… La esperanza humana más allá de la muerte quedaba también refrendada por Dios en la resurrección de su Hijo. Tal certidumbre abría para la humanidad un nuevo porvenir, era como la aurora de un mundo nuevo liberado, como el nacimiento del día definitivo, en el que el rostro de Dios brilla en el rostro de su Hijo Crucificado y en el rostro de sus hijos e hijas, el día de la luz que no conoce ocaso, el día en que vivimos. 

Los apariciones del Resucitado, que los evangelios nos relatan, manifiestan un interés central: enseñarnos a nosotros, que no hemos visto y sin embargo creemos, que amamos al Señor, aunque de momento no podamos verle (cf. 1Pe 1,8), cómo llegaron ellos a creer en su triunfo sobre la muerte, para que también nosotros en nuestras circunstancias particulares vivamos su experiencia y compartamos con ellos la alegría inefable y gloriosa (ibid.) propia de la fe en Cristo.

El relato de Juan (20, 1-9) que hemos escuchado describe los pasos dados por los discípulos en su camino hacia el reconocimiento de que el Crucificado había resucitado. Ellos vivieron un proceso lleno de sorpresas y no todos llegaron a la meta al mismo tiempo. El proceso se inicia con el anuncio –hecho aquí por María Magdalena-, pasa luego por el descubrimiento de la tumba vacía y concluye con la fe en la resurrección.


Los tres personajes del relato significan la diversidad de mentalidades, temperamentos y capacidades que pueden darse en la comunidad de los creyentes y cómo Jesús ayuda a todos a superar el escándalo de la cruz. Magdalena, Pedro y Juan representan también a la Iglesia que busca los signos del Resucitado en situaciones adversas. 

“Vio y creyó. No había comprendido la Escritura...” (vv. 8-9). Juan subraya la importancia de la Escritura para poder tener un encuentro personal con el Resucitado. Si el discípulo hubiese comprendido la Escritura, el anuncio hecho por la Magdalena le habría bastado quizá para creer en la resurrección. Tuvo que ver y después creer. Pero ¿qué vio en realidad? La tumba vacía, el sudario y las vendas. Ahora bien, estos elementos no dan origen a la fe pascual ni son una prueba incuestionable de la resurrección (los enemigos de Jesús dirán que sus seguidores robaron el cuerpo), pero sí permiten apreciar que la resurrección es un hecho consumado. Los ojos del discípulo iluminados por la fe le hacen reconocer que Jesús se ha levantado y vive para siempre. La figura emblemática del discípulo al que Jesús quería es símbolo del discípulo ideal de todos los tiempos. Se nos invita a identificarnos con él. 

Vivimos una época que exacerba el valor de lo material, hasta hacernos pensar que sólo existe y vale lo que podemos sentir, tocar, hacer o adquirir. La dimensión de lo trascendente queda a menudo arrinconada y olvidada. A los mismos creyentes les es difícil creer en la resurrección y demostrar en su vida práctica que no todo acaba en la muerte. La Pascua nos invita a vivir y proclamar la buena noticia de la resurrección en la tarea concreta que nos toca ejercer, cada cual según su vocación, pues esta es realmente una forma singular de evangelización.  

El Resucitado está en  la comunidad que anuncia su mensaje, celebra los sacramentos y testimonia su amor. Se encuentra sobre todo en la eucaristía, sacramento de su presencia y de su entrega. También en los hermanos necesitados que han de ocupar el centro de nuestro interés, porque Cristo se identifica con ellos. El verdadero discípulo descubre la presencia y acción del Resucitado y se esfuerza por testimoniar en su propia existencia, la vida eterna que Jesucristo ha ganado para nosotros con su resurrección.