El Buen Pastor
(Jn 10, 27- 30)
La imagen del pastor y las ovejas pueden resultar poco sugerente hoy en un medio urbano. Jesús hablaba a una sociedad agrícola. Además han asumido con el tiempo otras significaciones. La del pastor se ha cargado de tonos sentimentales, y el ser ovejas de un rebaño suena a falta de personalidad, gregarismo o masificación. Pero si nos fijamos en la intención que tuvo Jesús al emplearas, veremos que ellas apuntan a lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad y sólo buscó hacer el bien. Por eso Jesús atrae y fascina hasta hoy, lo aman y veneran no sólo los cristianos sino también los de otras tradiciones religiosas y aun muchos no creyentes: por su amor, por su no violencia, por su bondad. “Allí actuaba un hombre simplemente bueno, cosa que no había ocurrido antes” (E. Bloch).
Pero ¿cómo pudo Jesús amar con la solicitud y donación tan plena que él describe, cuando habla de sí mismo como el pastor bueno? La respuesta la encontramos en la última frase del texto: “El Padre y yo somos uno”. Esto quiere decir, entonces, que por esa singularísima relación de hijo a padre que Jesús tenía con Dios, y que se manifestaba como una compenetración total, una armonía plena de voluntades, un solo querer y obrar, por ello mismo estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios.
Jesús vivía referido permanentemente a Dios, hasta el punto de no poder percibirse a sí mismo sino como hijo de Dios. Jesús de Nazaret, en efecto, no puede entender sino como Hijo de Dios. Pues bien, de esta pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual pues todos eran para él hijos e hijas queridos por su Padre del cielo. Por ello se situaba ante los demás sin asomo de búsqueda interesada de sí mismo, más aún permitía que todas las personas pudieran ser ante él ellas mismas por saber comprendidas, e hizo que todos se sintieran llamados por él y acogidos: hombres, mujeres, niños, gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15,ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él. Más aún, Jesús no fue sólo un testigo del amor de Dios, sino el cumplimiento del amor salvador e incondicional de Dios por nosotros.
Por eso Jesús fue diferente: por su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, por su simpatía activa con todos (cf. Mt 9,36; 15,32) y por su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres percibían la realización de la buena noticia de su liberación (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los enfermos y necesitados experimentaban la cercanía de Dios (Mt 25,31-45), los excluidos se sentían tenidos en cuenta y fortalecidos para desarrollar su propia estima (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a forjar relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia, con respeto y aprecio mutuo (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). El recuerdo de Jesús crea relaciones solidarias, porque la fraternidad y unión entre todos los seres humanos constituía el deseo más profundo de su corazón.
Esto supuesto, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que ellas le siguen y él les da vida eterna, nos habla de la ternura paternal-maternal de Dios, que él, su enviado, ha venido a revelar. El Dios que, por boca de los profetas –concretamente Ez 34 y en el Salmo 23- reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, se realiza históricamente en Jesús, buen pastor de su pueblo y de la humanidad.
La relación que él establece con sus discípulos está hecha de intercambio mutuo, de intimidad y de afecto. Por eso dice: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”. El pastor no juzga, llama a cada uno por su nombre y los acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas. Su solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se mueven a adoptar su estilo de vida y asumir su forma de tratar a los demás como principio de su propia actuación.
“Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar”. Es la promesa que hace Jesús a los que le siguen: que llegarán a realizar el anhelo más profundo que tiene todo ser humano a una vida plena, cargada de sentido, fecunda, libre de amenazas, feliz para siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios como el don por excelencia. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad para quien cree en él. Es decir, quienes asumen los valores y actitudes que él manifiesta, experimentan la certeza de vivir una existencia bien encaminada hacia su plena y eterna realización en Dios. Quienes se confían a él y comulgan con él tienen a Dios de su parte, y cuentan con el mismo Jesús como el garante de sus vidas. “No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar” porque llevan una vida con validez duradera, definitiva, una vida que es participación de la vida misma de Dios inmortal. “Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrebatármelas”. El Padre de nuestro señor Jesucristo nos ha confiado a él, como su rebaño, a nada debemos temer. Basado en esta confianza invencible, San Pablo dirá: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién, en efecto, podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada? En todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (cf. Rom 8,35.37-39).