lunes, 1 de abril de 2013


DOMINGO DE PASCUA
(Jn 20, 1-9)

La Pascua es la fiesta más solemne y bella de los cristianos. En ella celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. 
Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que el hecho en sí de la resurrección de Jesucristo aconteció de noche y sin testigos directos. Ya una vez resucitado, experimentaron su presencia viva unas cuantas mujeres y un grupo de discípulos, cuyo número no podemos precisar – Pablo dice que primero fue Pedro, luego los doce, después más de quinientos hermanos y él al final –.   A cada uno, a través una experiencia sólo apreciable por la fe y por el amor que había dejado en sus corazones, Jesucristo les hizo ver que era necesario que el Cristo padeciese para que pudiese entrar en la gloria del Padre. Mediante una acción nueva, creadora y resucitadora, Dios había sostenido a Jesús en la cruz, había impedido que su ser se hundiera en la nada y lo había situado al nivel de su propia existencia, en una nueva vida de resucitado, divina y eterna.

Esta experiencia de los primeros seguidores de Jesús debió de ser tremendamente densa, tanto que les cambió la vida por completo. A la hora de querer transmitirla a las generaciones futuras, vieron que se trataba de un hecho inenarrable, inefable, y sólo pudieron hacerlo empleando términos extraídos de la Escritura, que hacen referencia al poder creador con el cual Dios despertó a Jesús del sueño de la muerte, lo levantó, lo suscitó o resucitó, le hizo ascender a los cielos, y lo colmó de gloria. 

Los discípulos recobraron la esperanza, que había quedado arrasada por los acontecimientos del Viernes santo. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios garantizaba el valor de su vida, confirmaba su Palabra, lo rehabilitaba a los ojos de los hombres, lo presentaba como su enviado definitivo, Mesías e Hijo de Dios

Surge asimismo la conciencia de que la resurrección de Cristo y la resurrección de los muertos se implican mutuamente. Se hizo memoria de lo que Jesús había dicho: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá para siempre. Voy a prepararles un lugar. Hoy estarás conmigo en el paraíso… La esperanza humana más allá de la muerte quedaba también refrendada por Dios en la resurrección de su Hijo. Tal certidumbre abría para la humanidad un nuevo porvenir, era como la aurora de un mundo nuevo liberado, como el nacimiento del día definitivo, en el que el rostro de Dios brilla en el rostro de su Hijo Crucificado y en el rostro de sus hijos e hijas, el día de la luz que no conoce ocaso, el día en que vivimos. 

Los apariciones del Resucitado, que los evangelios nos relatan, manifiestan un interés central: enseñarnos a nosotros, que no hemos visto y sin embargo creemos, que amamos al Señor, aunque de momento no podamos verle (cf. 1Pe 1,8), cómo llegaron ellos a creer en su triunfo sobre la muerte, para que también nosotros en nuestras circunstancias particulares vivamos su experiencia y compartamos con ellos la alegría inefable y gloriosa (ibid.) propia de la fe en Cristo.

El relato de Juan (20, 1-9) que hemos escuchado describe los pasos dados por los discípulos en su camino hacia el reconocimiento de que el Crucificado había resucitado. Ellos vivieron un proceso lleno de sorpresas y no todos llegaron a la meta al mismo tiempo. El proceso se inicia con el anuncio –hecho aquí por María Magdalena-, pasa luego por el descubrimiento de la tumba vacía y concluye con la fe en la resurrección.


Los tres personajes del relato significan la diversidad de mentalidades, temperamentos y capacidades que pueden darse en la comunidad de los creyentes y cómo Jesús ayuda a todos a superar el escándalo de la cruz. Magdalena, Pedro y Juan representan también a la Iglesia que busca los signos del Resucitado en situaciones adversas. 

“Vio y creyó. No había comprendido la Escritura...” (vv. 8-9). Juan subraya la importancia de la Escritura para poder tener un encuentro personal con el Resucitado. Si el discípulo hubiese comprendido la Escritura, el anuncio hecho por la Magdalena le habría bastado quizá para creer en la resurrección. Tuvo que ver y después creer. Pero ¿qué vio en realidad? La tumba vacía, el sudario y las vendas. Ahora bien, estos elementos no dan origen a la fe pascual ni son una prueba incuestionable de la resurrección (los enemigos de Jesús dirán que sus seguidores robaron el cuerpo), pero sí permiten apreciar que la resurrección es un hecho consumado. Los ojos del discípulo iluminados por la fe le hacen reconocer que Jesús se ha levantado y vive para siempre. La figura emblemática del discípulo al que Jesús quería es símbolo del discípulo ideal de todos los tiempos. Se nos invita a identificarnos con él. 

Vivimos una época que exacerba el valor de lo material, hasta hacernos pensar que sólo existe y vale lo que podemos sentir, tocar, hacer o adquirir. La dimensión de lo trascendente queda a menudo arrinconada y olvidada. A los mismos creyentes les es difícil creer en la resurrección y demostrar en su vida práctica que no todo acaba en la muerte. La Pascua nos invita a vivir y proclamar la buena noticia de la resurrección en la tarea concreta que nos toca ejercer, cada cual según su vocación, pues esta es realmente una forma singular de evangelización.  

El Resucitado está en  la comunidad que anuncia su mensaje, celebra los sacramentos y testimonia su amor. Se encuentra sobre todo en la eucaristía, sacramento de su presencia y de su entrega. También en los hermanos necesitados que han de ocupar el centro de nuestro interés, porque Cristo se identifica con ellos. El verdadero discípulo descubre la presencia y acción del Resucitado y se esfuerza por testimoniar en su propia existencia, la vida eterna que Jesucristo ha ganado para nosotros con su resurrección.