lunes, 26 de marzo de 2012

Ha llegado la hora. Quinto domingo de Cuaresma.25/03/2012.

EVANGELIO: Jn 12,20-33.

En este texto, Juan refiere un hecho que no relatan los otros evangelistas. Unos griegos, venidos a Jerusalén para la Pascua, quieren ver a Jesús. Probablemente, estos griegos pertenecían a uno de los grupos extranjeros, “respetuosos de Dios”, que se habían convertido al Dios de Israel y eran llamados “prosélitos”. Estos grupos (como hace ver Hech  2,11; 10,2; 13,43) fueron los que mejor acogieron el Evangelio, anunciado por los apóstoles. Ellos y los que en todas partes del mundo creerán en Jesús serán el fruto del grano caído en tierra, como veremos después. A partir de este hecho, Juan desarrolla una serie de temas que clarifican el sentido de la entrega de Jesús en la cruz. 
El primer tema aparece en las palabras de Jesús: “Ha llegado la hora” (12,22). El tema de la “hora” de Jesús recorre todo el evangelio de Juan y es como una metáfora o símbolo que designa la presencia y acción de Dios en la persona de Jesús, y más concretamente en su muerte. En su “hora”, Jesús, el Hijo, será glorificado, volverá a su Padre y se pondrá de manifiesto la relación que existe entre él y Dios, y entre nosotros y Dios. A todos, judíos y griegos, se les revelará el misterio de la vida y muerte de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”
Pero Jesús sabía que la realidad visible de la crucifixión – pena capital de un esclavo criminal, según la ley romana, o de un blasfemo maldito, según la ley judía – iba a significar un duro golpe a las expectativas que muchos de sus seguidores habían puesto en él como Mesías. Podía prever también que la cruz sería una piedra de escándalo para sus futuros seguidores. Por esta razón, no sólo intentó hacer comprender a sus discípulos que su forma de ser Mesías era radicalmente distinta a la concepción del Mesías político que domina con su poder, sino que su destino final de Crucificado iba a significar la demostración suprema del amor de Dios y de su propio amor por la humanidad. En la cruz de Jesús, se iba a revelar que la alianza establecida por Dios con la humanidad era algo tan querido por él, que aunque los hombres la rompiesen, él estaría dispuesto a ir hasta el extremo: hasta identificarse con todas las víctimas del pecado y restablecer con toda la familia humana un pacto tan sólido que ya nada lo podrá romper, porque estará sellado con la sangre de su Hijo. 
Jesús actuaba en perfecta sintonía con su Padre; vivía para el Padre y para nosotros, sus hermanos. Por eso, asume la misión que su Padre le ha encomendado, no con una actitud de sumisión ciega, sino libre y voluntariamente. Consciente, pues, de que de su muerte depende la fecundidad de su obra, hace una comparación de su propia entrega con estas palabras: “si el grano de trigo, que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto abundante” (12, 24).
Con esta parábola, Jesús identifica su destino: cae, muere y da mucho fruto. El grano que muere se hace fecundo, da vida. Dando su vida, Jesús cumple el plan del Padre, fuente de vida, que le ha enviado al mundo para dar vida a todo lo creado. Jesús no podría actuar de otra manera. Poner a resguardo su vida, reservándosela sólo para sí, sería quedarse solo, dejaría de ser el Hijo que revela y cumple la voluntad del Padre, vida para todos. 
Pero la parábola del grano de trigo nos lleva también a profundizar en el sentido de nuestra propia vida. Por eso dice Jesús: “Quien ama su vida, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella en este mundo, la conservará para la vida eterna.” (12,25). En los otros evangelios, dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá” (Mc 8,35 par). Jesús nos recuerda que el egoísmo vuelve estéril la vida. Quien centra su vida en sí mismo, buscando sólo su propio interés, rompe la relación esencial de la persona a los demás y acaba finalmente por quedarse solo, frustrando (perdiendo) su vida porque la vida es relación, entrega, amor. Quien sepa desprenderse de la propia vida, como Jesús, la pondrá al servicio de los demás, dará vida a otros y se realizará a sí mismo según Dios. Una persona así siente que su vida está sembrada como el grano de trigo, que fructifica en las manos de Dios para vida del mundo.
Después del anuncio de su pasión, nos dice el evangelio que Jesús experimenta una profunda congoja. Consciente de la muerte dolorosa e injusta que le espera, se sobrecoge de temor y de angustia. Él no va al encuentro de la cruz de manera impasible. Es un ser humano y la rehuye y se siente perturbado. Su sensibilidad le lleva a rogar a su Padre que lo libre de ese trance. Pero no se deja llevar por su deseo sino por la voluntad de Dios: “¡Ahora mi alma está turbada! Y ¿qué voy a decir?, ¡Padre, líbrame de esta  hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (12,27). Esta angustia mortal anticipa la agonía que vivirá en el Huerto de los Olivos, cuando se sienta movido a pedir al Padre que aparte de él ese cáliz, pero que no se haga su voluntad sino la del Padre. 
La carta a los Hebreos, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta esta imagen de Cristo probado por el sufrimiento, que “presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención de su actitud reverente”. Se nos invita ahí a considerar la pasión de Cristo como una oración escuchada. La angustia, asumida en la oración y transformada por ella, se convierte en ofrenda que Dios acepta, otorgándole a Jesús la victoria sobre la muerte. La oración de Jesús se convierte en el modelo de súplica en medio de la prueba.
Entonces –continúa san Juan- se oyó una voz venida del cielo, la misma que resonó en la Transfiguración: “Lo he  glorificado y de nuevo lo glorificaré” (12,28). Esta voz hace comprender el misterio de Jesús como Hijo de Dios. Ella pone de manifiesto que la cruz no es un fracaso ignominioso, sino el lugar en que se revelará la gloria de Dios en Jesús. Esa «gloria», resplandor del ser de Dios que irradia del cuerpo del Crucificado es el Amor fiel y verdadero. Es la Luz que hace ver en la humanidad de Jesús, su divinidad. Ella también nos da la certeza de que en la entrega de nosotros mismos, a ejemplo de Jesús, consiste nuestra verdadera realización personal, que da fruto abundante. 
Elevemos, pues, nuestros ojos a la cruz y dejémonos atraer por el Hombre Dios que nos ha amado hasta ese extremo. Dejemos que surja en nosotros el deseo de servirlo, de colaborar en su tarea, de seguir sus pasos para manifestar con los actos de nuestra vida cotidiana cómo nos ama Dios. 

martes, 20 de marzo de 2012

Diálogo con Nicodemo. Cuarto domingo de Cuaresma.18/03/2012.


EVANGELIO: Jn 3,14-21

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Este es el mensaje central del evangelio de hoy, que corresponde también al núcleo central de nuestra fe. Dios ama al mundo, a este mundo nuestro, de manera irrevocable, incondicional y desinteresada. Salido bueno de las manos del Creador, el mundo se volvió un planeta maltrecho y enfermo. Dios, sin embargo, no deja de amarlo. Dios no cambia porque el hombre cambie. Dios no odia nada de lo que ha creado, pues si algo odiase, ¿para qué lo habría creado? (cf. Sab 11). Por eso, llegada el tiempo determinado por él, envió Dios al mundo, como muestra de su amor extremado, el regalo de su propio Hijo. 
El diálogo de Jesús con Nicodemo explica el significado de la entrega del Hijo de Dios al mundo como la respuesta de Dios, y del mismo Hijo de Dios, al pecado de la humanidad. Quien cree y confía en esto, da sentido de eternidad a la vida y fundamenta su esperanza sobre su propio el destino final y sobre el futuro del mundo. 
Las preguntas fundamentales sobre el sentido y futuro de la existencia humana se las plantearon también, a su modo, los israelitas a lo largo de su historia, sobre todo cuando atravesaban alguna crisis que ponía en riesgo sus vidas o la vida del pueblo como nación. Se plantearon estas preguntas en su marcha por el desierto, en particular cuando se vieron atacados por una plaga de serpientes que los mordían (Núm 21). Dios mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Sólo de lo alto puede venir la seguridad última de la vida, sólo alzando su mirada a lo alto puede el hombre triunfar de sus dificultades y crisis. Haciendo una comparación, Jesús dice: “Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre” (Jn 3,14). Pero hay una distancia enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la salvación que nos trae Jesús levantado en la cruz.
Jesús fue levantado a lo alto, clavado en una cruz. Para una mirada exterior, aquello fue la ejecución de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha de la historia. Pero el evangelio nos hace ver el sentido profundo, oculto a los ojos, de aquel hecho histórico. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de oprobios. Detrás de él está Dios, respaldándolo y garantizando su total inocencia y la verdad de su causa. Un  centurión  pagano ve en aquella muerte lo que los expertos en Dios que lo han condenado no ven: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,38).
Los evangelios, pues, nos hacen ver que la pasión y muerte de Jesús no son sólo un asesinato político-religioso que, en cuanto tal, no habría tenido mayor importancia en el destino de la humanidad, sino el momento supremo en que se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en él. Es Dios quien lo ha enviado y lo ha entregado (Mc 14,41; 10,33.45) para demostrar hasta dónde llega su amor al mundo. Jesús, por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y entrega libremente su vida, revelando así hasta dónde llega su entrega por nosotros. 
Más aún, los evangelios nos hacen ver en la muerte de Jesús la revelación suprema de Dios mismo, como un Dios de infinita misericordia y perdón. Según la idea de Dios que se tenía entonces, basada en algunos escritos del AT, a consecuencia de la muerte de un inocente como Jesús sólo podía esperarse un castigo divino contra el autor de tal crimen, en este caso, el pueblo judío movido por sus autoridades (Mt 21,23-46). Pero el Dios de Jesús no actúa así. Israel, su pueblo lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su Hijo, que sufre y muere por los pecadores, en lugar de ellos, como consecuencia del pecado que, de por sí, tendría que afectar a los pecadores que lo cometen. Así, frente a la idea de que Dios castiga, el cristiano sabe que Dios amó tanto al mundo que llevó su amor hasta el extremo de entregar a su Hijo único, para que ninguna criatura suya en el mundo perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Por su parte, Jesús, el Hijo, en perfecta sintonía con el proyecto de Dios su Padre, está dispuesto igualmente a legar hasta donde haga falta para vencer el mal del mundo y el pecado de los hombres con su amor. Por eso Jesús, entra libremente su pasión y acepta sufrir en su cuerpo la dolorosa consecuencia del rechazo de Dios, todo el odio y la injusticia que el pecado del mundo produce. Por eso dirá: “El Hijo del hombre no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad Y tengo poder para darla y para recuperarla. Esta es la misión que recibí de mi Padre” (Jn 10,17-18). Jesús hace suyo el don que hace el Padre al mundo, el don de su propia vida entregada.
Esto es lo que contemplamos: Levantado en la cruz, vemos a un Dios que quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y perdido de sus hijos. Dios quiere salvar al mundo, por maltrecho, desordenado e ingrato que se haya vuelto. El mundo no está solo, no hace solo su viaje por el tiempo, dejado a su propia suerte. Y nadie, por perdido que esté y abandonado, morirá solo en la tierra. Dios llena desde dentro toda soledad y abandono, toda falta de esperanza, con una presencia que comparte el sufrimiento con un amor que convierte la oscuridad de la muerte en aurora de vida. El amor vence al odio, el bien triunfa sobre el mal, el perdón redime y reconstruye. 

“Así, Jesucristo, amor de Dios crucificado, no sólo está en los símbolos de la cruz y en los signos eucarísticos. Dios está también en el inmenso dolor de los enfermos, de los humillados y maltratados, incluso de quienes están tan enfrascados en el pecado que parecen no tener salida. Y está como el amor que comparte las heridas y la consternación. Siempre que el hombre grite a Dios por cualquier dolor o sufrimiento, siempre estará acompañado por el grito de ese Dios humano que es Jesús de Nazaret. Ahí está. Quien en su confianza y esperanza se alimenta de este “pan”, hace que esas situaciones pierdan su carácter infernal. Porque ese amor da a los que sufren una fe tal que es capaz de vencer a todos los poderes destructores y negativos, y muestra nuevos caminos hacia una vida sanada y feliz -antes y después de la muerte” (Medard Kehl, Introducción a la Fe cristiana).

lunes, 12 de marzo de 2012

La purificación del Templo. Tercer domingo de Cuaresma.11/03/2012.



EVANGELIO: Jn 2,13-25.

Jesús no se deja impresionar por la riqueza y poder del templo material, que eran aprovechados en beneficio propio por los sumos sacerdotes. Su conciencia crítica lo lleva a denunciar aquella perversión. No es un simple arrebato de ira. Adopta la actitud pura y valiente de los grandes profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia y dado su vida por la verdadera religión. Jesús denuncia aquella corrupción insoportable que consiste en usar a Dios para lucrar y oprimir. El templo, el mundo de lo religioso no puede dividir, generando privilegios y poderes indefendibles. 
Pero además el gesto de Jesús tiene un contenido de anuncio: “Destruyan el templo y en tres días lo construiré”. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra, aplicándola al templo de piedra, la usarán como la acusación formal y jurídica para conseguir la “sentencia” de muerte contra Jesús. Tendrá que venir la mañana de la resurrección para que sus discípulos entiendan el significado de estas palabras. “Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron...” (2,22). Llegaron a entender que el templo de piedra podía caer (como de hecho cayó el año 70), pero Jesús se refería a su muerte violenta y a su resurrección. Con esas palabras Jesús decía a los judíos: Ustedes pueden matarme, pueden intentar demostrar así que lo que yo predico no es verdad, pero después de mi muerte Dios saldrá a mi favor y confirmará por medio de mi resurrección que yo soy la verdad. El cuerpo de Cristo, destruido en la cruz por el pecado, pero resucitado y levantado a lo alto por Dios, será el templo nuevo. Cristo resucitado es el lugar definitivo de la presencia de Dios en su pueblo, santuario de la auténtica adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así mismo, nosotros somos el templo de Dios. “¿No saben –dice san Pablo- que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo y ese templo son ustedes” (1 Cor 3,16). La vida cristiana es como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que crece hasta formar un templo consagrado al Señor, hasta llegar a ser por medio del Espíritu, morada de Dios (Cf. Ef 2,19-22). 
Pecado y mal destruyen el templo de Dios, la persona. Dios reconstruye lo que está muerto. Con nuestros desórdenes, llenamos el templo que somos con otros dioses, objetos de nuestro interés, indignos del templo de Dios. Convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene, limpia, recupera y rehace.
San Pedro da contenido comunitario a la imagen: “ustedes como piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios” (1 Pe 2,4-5). La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable a Dios. En este templo todos somos necesarios, como son todas necesarias las piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de las diferencias. No hay poderes sino servicios, carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión por el bien común, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división. 

lunes, 5 de marzo de 2012

La Transfiguración. Segundo Domingo de Cuaresma 04/03/2012

Mc 9, 2-13 La transfiguración 
Contexto: Jesús va con  sus discípulos a Jerusalén y en el camino les advierte que va a ser entregado, encarcelado, torturado, clavado en cruz y que al tercer día resucitará. Ellos se han quedado consternados y desilusionados. Jesús ahora quiere fortalecer su fe, prepararlos para que puedan asumir el escándalo de la cruz y lo sigan hasta el final.
Entonces Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte elevado. Son los mismos tres discípulos que “tomará consigo” para que lo acompañen en el Huerto de los Olivos (Mc 14,32-43). Ellos, los que serán testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de sangre, son ahora también testigos de una vivencia deslumbrante: la vivencia de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús que vieron glorificado en el monte era el mismo Mesías que había muerto en la cruz. 
¿Qué ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Su persona aparece resplandeciente, fulgurante. Y se quedan atónitos, incapaces de expresar lo que allí experimentaron. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero de la tierra sería capaz de blanquearlos de ese  modo. Ante la vivencia del misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra más elocuente es el silencio.
Se les aparecieron también Elías y Moisés. Esto quiere decir que Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías, el mayor de los profetas) y el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) en la nueva alianza que Dios establece con nosotros por medio de él. Refiriéndose a este Jesús, Dios y hombre verdadero, culminación de la revelación, san Pablo dirá: En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella participamos (Col 2,9).
Lleno de emoción, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la Pasión. Quiere prolongar la visión y prolongar el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…
Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la voz que había resonado en el bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión hecha por Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como el camino del Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos los hombres, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Mesías, Siervo sufriente es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en él y resplandecerá sobre todo el su cruz.
Pero fijémonos en lo que nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de simbolismos. Tenemos, en primer lugar el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios o del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí Dios le entrega la Ley grabada en piedra. En un monte, el de las Bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre. Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo, tener una experiencia de su ser que salva. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en nuestro compromiso cristiano, a una vida más alta, más coherente y fiel,  y esto implica esfuerzo de conversión. Es lo que nos sugiere la liturgia en uno de los prefacios del tiempo de cuaresma: “Es justo bendecir tu nombre, Padre rico en misericordia, ahora que, en nuestro itinerario hacia la luz pascual, seguimos los pasos de Cristo, maestro y modelo de la humanidad reconciliada en el amor. Tu abres a la Iglesia el camino de un nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal, para que, llegados a la montaña santa, con el corazón contrito y humillado, reavivemos nuestra vocación de pueblo de alianza, convocado para bendecir tu nombre, escuchar tu Palabra y experimentar con gozo tus maravillas”.  
La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá también en todos los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando de gloria en gloria, dice san Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su próxima pasión. En lo alto del monte de repente se hizo la luz: es la certeza de que, por muy intensa que sea la niebla o la oscuridad en que a veces parecemos caminar, el corazón de la vida está lleno de luz. 
La nube. Simboliza la presencia misteriosa de Dios (Ex 16: la nube que guiaba a los israelitas en el desierto durante la noche). Pero desde la aparición de Cristo (Bautismo en el Jordán) los cielos ya están abiertos. La nube se abre con la voz, que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo.  – Escuchar a Cristo es una orden dirigida a la comunidad. El cristiano sabe la importancia decisiva que tiene el escuchar a Cristo para acertar en todas sus decisiones y actuaciones, porque su palabra le traza el camino hacia una vida más sana y digna. Por eso vive con la inquietud de que esa palabra del Señor no pierda su fuerza transformadora de las personas y de la sociedad por culpa de las inconsecuencias, actitudes erróneas y aun escándalos de los mismos cristianos, y anhela que el mensaje evangélico llegue eficaz y convincente hasta los hogares y las instituciones de modo que la puedan conocer quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas y ordenar la vida en sociedad para el bien de todos.
La transfiguración fortalece a los discípulos. Ya saben a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). Serán testigos de ella. La transfiguración ha sido un anticipo. Nos toca compartir luces y sombras, gozos y  esperanzas, miedos y certezas, porque el que nos llevó con Él al monte ha bajado con nosotros y se ha quedado para siempre con nosotros. Por eso tenemos la seguridad de que mañana será de día, el mañana de Dios.