lunes, 5 de marzo de 2012

La Transfiguración. Segundo Domingo de Cuaresma 04/03/2012

Mc 9, 2-13 La transfiguración 
Contexto: Jesús va con  sus discípulos a Jerusalén y en el camino les advierte que va a ser entregado, encarcelado, torturado, clavado en cruz y que al tercer día resucitará. Ellos se han quedado consternados y desilusionados. Jesús ahora quiere fortalecer su fe, prepararlos para que puedan asumir el escándalo de la cruz y lo sigan hasta el final.
Entonces Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte elevado. Son los mismos tres discípulos que “tomará consigo” para que lo acompañen en el Huerto de los Olivos (Mc 14,32-43). Ellos, los que serán testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de sangre, son ahora también testigos de una vivencia deslumbrante: la vivencia de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús que vieron glorificado en el monte era el mismo Mesías que había muerto en la cruz. 
¿Qué ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Su persona aparece resplandeciente, fulgurante. Y se quedan atónitos, incapaces de expresar lo que allí experimentaron. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero de la tierra sería capaz de blanquearlos de ese  modo. Ante la vivencia del misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra más elocuente es el silencio.
Se les aparecieron también Elías y Moisés. Esto quiere decir que Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías, el mayor de los profetas) y el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) en la nueva alianza que Dios establece con nosotros por medio de él. Refiriéndose a este Jesús, Dios y hombre verdadero, culminación de la revelación, san Pablo dirá: En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella participamos (Col 2,9).
Lleno de emoción, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la Pasión. Quiere prolongar la visión y prolongar el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…
Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la voz que había resonado en el bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión hecha por Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como el camino del Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos los hombres, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Mesías, Siervo sufriente es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en él y resplandecerá sobre todo el su cruz.
Pero fijémonos en lo que nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de simbolismos. Tenemos, en primer lugar el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios o del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí Dios le entrega la Ley grabada en piedra. En un monte, el de las Bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre. Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo, tener una experiencia de su ser que salva. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en nuestro compromiso cristiano, a una vida más alta, más coherente y fiel,  y esto implica esfuerzo de conversión. Es lo que nos sugiere la liturgia en uno de los prefacios del tiempo de cuaresma: “Es justo bendecir tu nombre, Padre rico en misericordia, ahora que, en nuestro itinerario hacia la luz pascual, seguimos los pasos de Cristo, maestro y modelo de la humanidad reconciliada en el amor. Tu abres a la Iglesia el camino de un nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal, para que, llegados a la montaña santa, con el corazón contrito y humillado, reavivemos nuestra vocación de pueblo de alianza, convocado para bendecir tu nombre, escuchar tu Palabra y experimentar con gozo tus maravillas”.  
La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá también en todos los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando de gloria en gloria, dice san Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su próxima pasión. En lo alto del monte de repente se hizo la luz: es la certeza de que, por muy intensa que sea la niebla o la oscuridad en que a veces parecemos caminar, el corazón de la vida está lleno de luz. 
La nube. Simboliza la presencia misteriosa de Dios (Ex 16: la nube que guiaba a los israelitas en el desierto durante la noche). Pero desde la aparición de Cristo (Bautismo en el Jordán) los cielos ya están abiertos. La nube se abre con la voz, que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo.  – Escuchar a Cristo es una orden dirigida a la comunidad. El cristiano sabe la importancia decisiva que tiene el escuchar a Cristo para acertar en todas sus decisiones y actuaciones, porque su palabra le traza el camino hacia una vida más sana y digna. Por eso vive con la inquietud de que esa palabra del Señor no pierda su fuerza transformadora de las personas y de la sociedad por culpa de las inconsecuencias, actitudes erróneas y aun escándalos de los mismos cristianos, y anhela que el mensaje evangélico llegue eficaz y convincente hasta los hogares y las instituciones de modo que la puedan conocer quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas y ordenar la vida en sociedad para el bien de todos.
La transfiguración fortalece a los discípulos. Ya saben a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). Serán testigos de ella. La transfiguración ha sido un anticipo. Nos toca compartir luces y sombras, gozos y  esperanzas, miedos y certezas, porque el que nos llevó con Él al monte ha bajado con nosotros y se ha quedado para siempre con nosotros. Por eso tenemos la seguridad de que mañana será de día, el mañana de Dios.