lunes, 12 de marzo de 2012

La purificación del Templo. Tercer domingo de Cuaresma.11/03/2012.



EVANGELIO: Jn 2,13-25.

Jesús no se deja impresionar por la riqueza y poder del templo material, que eran aprovechados en beneficio propio por los sumos sacerdotes. Su conciencia crítica lo lleva a denunciar aquella perversión. No es un simple arrebato de ira. Adopta la actitud pura y valiente de los grandes profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia y dado su vida por la verdadera religión. Jesús denuncia aquella corrupción insoportable que consiste en usar a Dios para lucrar y oprimir. El templo, el mundo de lo religioso no puede dividir, generando privilegios y poderes indefendibles. 
Pero además el gesto de Jesús tiene un contenido de anuncio: “Destruyan el templo y en tres días lo construiré”. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra, aplicándola al templo de piedra, la usarán como la acusación formal y jurídica para conseguir la “sentencia” de muerte contra Jesús. Tendrá que venir la mañana de la resurrección para que sus discípulos entiendan el significado de estas palabras. “Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron...” (2,22). Llegaron a entender que el templo de piedra podía caer (como de hecho cayó el año 70), pero Jesús se refería a su muerte violenta y a su resurrección. Con esas palabras Jesús decía a los judíos: Ustedes pueden matarme, pueden intentar demostrar así que lo que yo predico no es verdad, pero después de mi muerte Dios saldrá a mi favor y confirmará por medio de mi resurrección que yo soy la verdad. El cuerpo de Cristo, destruido en la cruz por el pecado, pero resucitado y levantado a lo alto por Dios, será el templo nuevo. Cristo resucitado es el lugar definitivo de la presencia de Dios en su pueblo, santuario de la auténtica adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así mismo, nosotros somos el templo de Dios. “¿No saben –dice san Pablo- que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo y ese templo son ustedes” (1 Cor 3,16). La vida cristiana es como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que crece hasta formar un templo consagrado al Señor, hasta llegar a ser por medio del Espíritu, morada de Dios (Cf. Ef 2,19-22). 
Pecado y mal destruyen el templo de Dios, la persona. Dios reconstruye lo que está muerto. Con nuestros desórdenes, llenamos el templo que somos con otros dioses, objetos de nuestro interés, indignos del templo de Dios. Convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene, limpia, recupera y rehace.
San Pedro da contenido comunitario a la imagen: “ustedes como piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios” (1 Pe 2,4-5). La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable a Dios. En este templo todos somos necesarios, como son todas necesarias las piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de las diferencias. No hay poderes sino servicios, carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión por el bien común, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división.