jueves, 26 de abril de 2012

Homilía Tercer Domingo de Pascua

Lc 24, 35-49 – La comida con el Resucitado
Con este relato San Lucas parece tener tres objetivos: primero, demostrar que la resurrección de Jesús no se la inventaron sus discípulos; segundo, hacer ver que el Resucitado es el mismo Jesús que vivió con ellos y murió en la cruz; y tercero, sugerir que aquello que los primeros testigos experimentaron acerca del triunfo de Jesús sobre la muerte también los futuros seguidores de Jesús –es decir, nosotros- lo podríamos experimentar. 
1. Los discípulos no se inventaron la fe en la resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran es que, a consecuencia de la muerte de Jesús en la cruz, sus discípulos quedaron profundamente abatidos y desilusionados, con sus esperanzas por los suelos y sin nada que hacer sino disolverse como grupo. Poco después, sin embargo, movidos por las informaciones dadas por unas mujeres, fueron al sepulcro y constataron que estaba vacío, pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección. Ellos la captan y comprenden no de manera subjetiva, a partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia que les viene otorgada desde fuera de ellos mismos, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que es quien los hace capaces de reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los que iban a Emaús- o en medio de la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedía. Unos quedaron atónitos sin poder reconocerlo, otros quedaron aturdidos en sus dudas y otros creyeron ver un fantasma. 
2. En el texto de hoy, Lucas relata con gran realismo la experiencia del Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas, en la corporalidad del Resucitado. La razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24), aunque creían fácilmente en fantasmas. Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con ellos. Con este gesto se quiere indicar que él no es un fantasma, sino que está ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión ni han visto un espíritu. Pero la resurrección no significa que él ha vuelto de la muerte a la vida terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario: Dios le ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios. 
No sólo su espíritu ha vencido a la muerte, es la totalidad de la persona de Jesús la que ha sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva forma de existir en Dios.

3. Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener nosotros hoy: ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que nosotros- que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete. 
El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su Palabra, contenida en la Sagrada Escritura. Ella nos desvela el misterio salvador de su cruz, y el misterio de nuestra propia vida. La Palabra los hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús y que en él, hijo suyo y hermano nuestro, ha compartido también nuestro destino humano hasta el dolor de la cruz y hasta su resurrección vencedora de la muerte. Por eso la Escritura orienta nuestra vida y nos ayuda en particular a hallar un sentido al dolor, siempre presente en la vida personal y en la vida eclesial y social. Aprendemos a asumir el sufrimiento con amor de entrega, en la esperanza de que dará fruto y se resolverá en la resurrección. Aprendemos a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).
Al mismo tiempo, el relato nos enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, de manera especial cuando ésta se congrega para la celebración de la eucaristía. Allí, en la mesa fraterna, el Señor se hace presente en medio de los discípulos como el centro de la alegría y les dio su paz. Allí, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en memoria suya, se nos hace presente el Señor de modo pleno, y se realiza la fraternidad por la acción de su Espíritu, vínculo del amor, que viene a nosotros como su don supremo. 
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en “testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. 
Los discípulos “vieron” y “tocaron” al Señor, pero tuvieron que reconocerlo y creer. Por nuestra parte, nosotros también tenemos que reconocerlo y creer. Con la Palabra, nos abre el entendimiento para que comprendamos lo que hizo por nosotros. Con el Pan nos hace comulgar en su vida, que se hace vida nuestra y forja la unidad entre nosotros. Experimentamos la verdad que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos animamos a llevar al mundo el mensaje de que el Señor ha resucitado, la esperanza del hombre esta garantizada.

miércoles, 11 de abril de 2012

VIGILIA PASCUAL


Mc16,1-8.
Alégrese nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante, ha cantado el pregón pascual. Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. Con abundancia de símbolos (el fuego, la luz, el cirio, el agua, las flores, el canto del aleluya…), la Pascua es la fiesta más solemne y más bella de los cristianos. Celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. En la liturgia de la palabra, después del relato de la creación, de la liberación del pueblo, y de las promesas de Dios por medio de sus profetas, hemos recordado lo que Dios ha hecho por nosotros en la historia de la salvación, que culmina en la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. La liturgia bautismal, que seguirá luego, nos invitará a renovar el inicio de nuestra vida cristiana. Y todo culminará en la eucaristía. Jesús Resucitado se nos hace presente, nos comunica su vida y nos envía en misión.
El evangelio de Marcos cuenta el itinerario que siguieron María Magdalena, María de Santiago y Salomé para alcanzar la fe en la resurrección. Su recorrido puede ser el nuestro. Movidas por el amor a su Señor, van al sepulcro a embalsamar su cuerpo; les llega el mensaje pascual y son conducidas a la fe. No buscaban más que un cadáver sin vida. Pero había amanecido ya el primer día de la semana, el día definitivo, día de la nueva creación, en el que la luz de Dios hace brillar el rostro de su Hijo Crucificado y brilla por la fe en nuestros corazones. Es el día en que vivimos.
El camino que siguen las tres mujeres está lleno de sorpresas. Les preocupa la piedra del sepulcro, pero ha sido removida. Van a embalsamar el cadáver de Jesús, pero la tumba está vacía. El mensaje de su resurrección les abre los ojos: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Y a pesar de su miedo y de su tristeza, sienten la invitación a ir y anunciar que la muerte no tiene poder sobre el autor de la Vida: Vayan a anunciar a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea; allí lo verán como les dijo.
La subida de Jesús a su Padre no lo aleja del mundo. Por eso manda que lo encuentren en la Galilea, que es el lugar donde se encontraron y convivieron, es decir, el mundo, lo cotidiano. Hay que ir a la propia tierra, al propio entorno, al lugar de la labor diaria, allí donde se encuentran los afligidos y los pobres, donde se comparte el pan y el vino, donde se reúnen los hermanos que el pecado había dispersado, donde se alaba a Dios con una vida recta y sincera.
Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían. Se quedan sin palabra. La experiencia que han vivido del triunfo del Resucitado va más allá de lo que pueden contar de ella, y sólo puede vivirse cuando se le busca y se tiene un encuentro personal con él. No basta oír palabras, relatos y reflexiones sobre él; hay que buscarlo y encontrarse con él “en Galilea”, en nuestra Galilea de todos los días.
Animémonos, por tanto, a descubrirlo presente en aquellos lugares personales y sociales en los que él quiere ser reconocido, amado y servido, es decir, allí donde te mueves, donde amas, gozas, sufres y luchas, en tu vida diaria que el Señor ilumina con su presencia gloriosa.