Con este relato San Lucas parece tener tres objetivos: primero, demostrar que la resurrección de Jesús no se la inventaron sus discípulos; segundo, hacer ver que el Resucitado es el mismo Jesús que vivió con ellos y murió en la cruz; y tercero, sugerir que aquello que los primeros testigos experimentaron acerca del triunfo de Jesús sobre la muerte también los futuros seguidores de Jesús –es decir, nosotros- lo podríamos experimentar.
1. Los discípulos no se inventaron la fe en la resurrección, no se les ocurrió que la vida del Señor no había acabado en el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran es que, a consecuencia de la muerte de Jesús en la cruz, sus discípulos quedaron profundamente abatidos y desilusionados, con sus esperanzas por los suelos y sin nada que hacer sino disolverse como grupo. Poco después, sin embargo, movidos por las informaciones dadas por unas mujeres, fueron al sepulcro y constataron que estaba vacío, pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección. Ellos la captan y comprenden no de manera subjetiva, a partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia que les viene otorgada desde fuera de ellos mismos, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que es quien los hace capaces de reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los que iban a Emaús- o en medio de la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedía. Unos quedaron atónitos sin poder reconocerlo, otros quedaron aturdidos en sus dudas y otros creyeron ver un fantasma.
2. En el texto de hoy, Lucas relata con gran realismo la experiencia del Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas, en la corporalidad del Resucitado. La razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24), aunque creían fácilmente en fantasmas. Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con ellos. Con este gesto se quiere indicar que él no es un fantasma, sino que está ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión ni han visto un espíritu. Pero la resurrección no significa que él ha vuelto de la muerte a la vida terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo contrario: Dios le ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la muerte porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de Dios.
No sólo su espíritu ha vencido a la muerte, es la totalidad de la persona de Jesús la que ha sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y definitiva forma de existir en Dios.
3. Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener nosotros hoy: ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que nosotros- que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete.
El relato nos invita, pues, a sentir presente al Señor escuchando su Palabra, contenida en la Sagrada Escritura. Ella nos desvela el misterio salvador de su cruz, y el misterio de nuestra propia vida. La Palabra los hace ver que Dios ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús y que en él, hijo suyo y hermano nuestro, ha compartido también nuestro destino humano hasta el dolor de la cruz y hasta su resurrección vencedora de la muerte. Por eso la Escritura orienta nuestra vida y nos ayuda en particular a hallar un sentido al dolor, siempre presente en la vida personal y en la vida eclesial y social. Aprendemos a asumir el sufrimiento con amor de entrega, en la esperanza de que dará fruto y se resolverá en la resurrección. Aprendemos a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1 Cor 15).
Al mismo tiempo, el relato nos enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, de manera especial cuando ésta se congrega para la celebración de la eucaristía. Allí, en la mesa fraterna, el Señor se hace presente en medio de los discípulos como el centro de la alegría y les dio su paz. Allí, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en memoria suya, se nos hace presente el Señor de modo pleno, y se realiza la fraternidad por la acción de su Espíritu, vínculo del amor, que viene a nosotros como su don supremo.
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en “testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo.
Los discípulos “vieron” y “tocaron” al Señor, pero tuvieron que reconocerlo y creer. Por nuestra parte, nosotros también tenemos que reconocerlo y creer. Con la Palabra, nos abre el entendimiento para que comprendamos lo que hizo por nosotros. Con el Pan nos hace comulgar en su vida, que se hace vida nuestra y forja la unidad entre nosotros. Experimentamos la verdad que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos animamos a llevar al mundo el mensaje de que el Señor ha resucitado, la esperanza del hombre esta garantizada.