miércoles, 2 de mayo de 2012

IV domingo de Pascua.


Jn 10, 27- 30 El Buen Pastor

El evangelio de hoy nos recuerda que el Señor es Buen Pastor. Si le quitamos todo retoque sentimental a la alegoría del pastor, podemos apreciar que ella nos remite a lo más nuclear de la persona del Señor: Jesús supo amar de verdad, su amor no fue una cuestión coyuntural, fue su permanente y único modo de ser. Por eso Jesús sorprende y fascina, lo aman y veneran no sólo los cristianos sino gentes de otras tradiciones religiosas y aun muchos no creyentes: por su amor, por su no violencia, por su bondad. “Allí actuaba un hombre simplemente bueno, cosa que no había ocurrido antes” (E. Bloch). 
Pero ¿cómo pudo Jesús de Nazaret amar con la solicitud y donación tan plena que él describe, hablando de sí mismo como el buen pastor? La respuesta la encontramos en su última frase: “El Padre y yo somos uno”, que es por donde habría que comenzar a explicar la parábola. Porque esta frase nos dice –aparte de todas las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial entre el Padre y el Hijo en la vida trinitaria– que si Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, que equivale a una compenetración total entre él y Dios, a una armonía plena de voluntades y de comportamiento. Precisamente por estar unido a Dios, Jesús estaba unido a todos los hombres, hijos e hijas de Dios, su Padre.
Jesús vivía permanentemente en el amor de Dios, se sabía totalmente acogido y aceptado por él y esta absoluta confianza suya en Dios le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos y hermanas la mejor vida que podían vivir. De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros, pecadores y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15,ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él y él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor. Jesús no es sólo un testigo del amor de Dios, sino el cumplimiento del amor incondicional de Dios por nosotros. 
Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados se percibían objeto de la misericordia (Mt 25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones, forja vínculos de unión y permite reconocer que la fraternidad, las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón. 
 “Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí”. Estas palabras condensan lo que hizo Jesús: en todo momento se esforzó por unir a las personas, hacerles sentir el amor de su Padre para que se comportaran como hermanos, por encima de toda diferencia de raza o cultura o condición social. Su amor universal se extiende a toda la humanidad, abarca a las “otras ovejas que no son de  este redil”. Y como el mismo evangelio de Juan apunta más adelante, “Jesús moriría por toda la  nación y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de  Dios que estaban dispersos” (11,51s). Ser pastor, para Jesús, consiste en manifestar el amor que Dios su Padre tiene a todos los hombres, sin distinción, pero mostrando al mismo tiempo una especial solicitud  por las ovejas débiles, por las perdidas y descarriadas para que no se pierda ninguno de sus hijos e hijas. Este Dios expresa una gran alegría en el cielo cuando los descarriados y excluidos son integrados realmente y pueden vivir en la comunidad el amor que él les tiene.
En su dimensión eclesial, la parábola del Pastor, recuerda a la comunidad cristiana y en particular a sus jefes, su deber de promover la integración de los “pequeños”, es decir de los débiles. Hay en la parábola una seria advertencia a los que ejercen el oficio de pastor para que asuman en el trato que dan a los demás, las actitudes del Buen Pastor, que nunca lucra con el rebaño, que conoce a sus ovejas y éstas saben que está dispuesto siempre a servirlas, incluso a dar su vida para que tengan vida. 
La parábola tiene también un contenido social. La convivencia social necesita de personas entregadas al servicio de la colectividad. No se los llamamos pastores, como en la antigüedad greco-latina, sino líderes, jefes, representantes. Estas personas saben que la autoridad les viene por delegación, que deben ejercerla como servicio y que en todo su obrar debe primar siempre la honestidad, el derecho y la justicia. 

Todos, en fin, ejercemos una cierta autoridad, somos pastores en algún sentido: en el hogar, en la escuela, en el centro de trabajo… Pidamos al Señor que sus actitudes de Buen Pastor inspiren el ejercicio del servicio de autoridad que nos toca cumplir.