Jn 15, 5-17.
Jesús se definió a sí mismo en relación con nosotros empleando diversos símbolos: Yo soy el pan de vida (6,35), Yo soy la luz del mundo (8,12), Yo soy la puerta (10,7.9), Yo soy el buen pastor (10,11), la resurrección y la vida (11,25), el camino, la verdad y la vida (14,6). Ahora dice: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”.
La alegoría de la vid estaba ya en algunos textos proféticos del Antiguo Testamento, concretamente en la canción de la viña de Is 5,1-7 y en la parábola de la vid de Ez 15,1-8, pero en ellos la vid aludía al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús se aplica el símbolo de la vid para hacer referencia al misterio de su persona y a la relación que ha de tener con él quien lo sigue como verdadero discípulo suyo.
“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”. Dice Jesús a sus discípulos presentes y futuros. La comparación es clara. La vid y los sarmientos son una sola vida, una sola planta, con una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús la unión profunda que ha de haber entre él y aquellos que lo siguen, que lo aman y cumplen sus enseñanzas.
Esta unión entre Jesús y nosotros se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de afecto y amor entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la persona permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se siente en casa. En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a cada uno de nosotros es nuestra casa, el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de hijos. Es lo que más desea Jesús hacernos vivir: una relación personal, firme, íntima y estable de él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos. Pero el permanecer es también mantenerse. El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y que, después, por las vicisitudes de la vida, se deja enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Cristo es el “dar fruto”. Por tanto, la vida entera del cristiano ha de manifestar que está identificado con el Señor, con sus opciones, sus valores, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su maestro, a quien imita. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir, cambiar... Vista desde esta pespectiva, la vida espiritual del cristiano es como un combate, un esfuerzo constante por conquistar cada vez más la propia libertad para empeñarla toda entera en la realización de los valores del evangelio. Por eso la poda es necesaria. ¿Quién puede decir, en efecto, que ya ha suprimido para siempre lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Si somos sinceros, hemos de reconocer que siempre podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario, sería quedar condenados a la esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No creamos, sin embargo, que esta labor sobre nosotros mismos ensombrece nuestra vida. Todo lo contrario, porque es una lucha que se sostiene por motivaciones muy profundas y positivas. La parábola nos hace ver que el fruto de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de la alegría y del amor, símbolo por tanto de aquello que siempre hace falta para que la vida sea verdaderamente humana y feliz. El punto de llegada es la alegría que Jesús nos comunica y que realiza todos los anhelos humanos. Por eso, la alegría será siempre nuestra motivación más certera, como lo es para el labrador de aquella otra parábola de Jesús, que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, fue y empeñó todo lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien vive de esta alegría, vive también la urgencia de la misión: se siente impelido a compartir con otros sus convicciones y la profunda satisfacción que ellas le producen. El verdadero discípulo busca, pues, ganar otros discípulos para Cristo y su Reino, y esa “ganancia”, realizada sobre todo a través del testimonio que da con su propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la parábola de la vid.
“Por sus frutos los conoceréis”. Hay cristianos y comunidades que transmiten eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso contradicen con su ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la transformación de la propia persona, del ambiente en que se vive, de la sociedad. Y no bastan los “frutos” privados que no vayan acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir la fe en su aspecto íntimo y privado, con frutos “religiosos” y piadosos pero que no manifiestan la fraternidad y la justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Lo sabemos bien: siempre contamos con la gracia del Señor que viene en ayuda de nuestra debilidad. Esta ayuda, en forma de alimento que capacita y fortalece, se nos da en la eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos hace comulgar realmente con él y con los hermanos: quien come la carne del Señor y bebe su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.