miércoles, 23 de mayo de 2012

Domingo 20 de mayo 2012


Ascensión - Hch 1,1-11 “Se elevó a la vista de ellos"


El Señor se va, pero hace de su partida una garantía de la esperanza con que sus discípulos han de vivir hasta que él vuelva. “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” les había dicho. Ahora los bendice. Despierta en ellos el deseo de volverlo a ver y la certeza de que no los abandona. La comunidad que vive de este deseo y de esta fe será en adelante el signo de su presencia en la historia. “Ustedes serán mis testigos”.

Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba que el universo estaba dividido en tres niveles: el cielo (casa de Dios), la tierra (lugar de las criaturas) y los infiernos (lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y después “sube” a los cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesús pasa de este mundo al Padre, alcanza su meta, vive y reina con Dios Padre. Por eso, ascensión es sinónimo de exaltación. Jesús participa de la gloria del Padre. 

Giotto di Bondone (1267-1337), Cappella Scrovegni a Padova, Ascension
En adelante Jesús ya no estará presente físicamente entre los hombres, al lado de los hombres, como lo estuvo durante su vida terrena. Ahora él estará dentro de nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser, exactamente allí donde estemos, y no a nuestro lado. “Yo estaré con ustedes todos los días” (Mt 28, 20), nos dice; y con san Pablo nos asegura que estará en nosotros por medio de su Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (cf. Rom 8, 9; 1 Cor 3, 16). No permanece únicamente como permanece el recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida y de su manera de pensar. No, él nos deja su Espíritu Santo, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino, la vida misma de Dios. Por el Espíritu, que el nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Así, volviendo a su Padre y nuestro Padre, a su Dios y nuestro Dios (cf. Jn 20,17), llevando consigo nuestra misma realidad humana, que él hizo suya en su encarnación, nos hace capaces de compartir su vida divina.

Con su ascensión, Cristo no se escapa, no abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la historia. Por eso, después de la ascensión, no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Huir de este mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido. Los ángeles de la ascensión –en el relato de Hechos– corrigen a los apóstoles que se quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado. Con la ascensión se inaugura el tiempo de la Iglesia, que es el tiempo del testimonio y del empeño, de la siembra laboriosa y de la lenta germinación de la semilla, del crecimiento del trigo junto con la cizaña, tiempo de la esperanza que sostiene nuestro anhelo: “Marana Tha, Ven, Señor Jesús”.

Por esta razón, ni un espiritualismo desencarnado ni una praxis meramente temporal realizan el mandato del Señor de “proclamar la buena noticia a toda criatura” (Mc 16, 15) y ser sus testigos (Hech 1,8). La ascensión nos lleva a comprometernos con la tierra, con nuestro país, que es donde se desarrolla el combate entre la fe y la increencia, entre la justicia del Reino y el egoísmo humano, en todas las esferas de la vida personal y social. 
Por eso, los verdaderos creyentes saben que así como no pueden buscar excusas en la fe para no poner todo de su parte y actuar con responsabilidad, así tampoco pueden esperar que la creación de un mundo nuevo y la liberación de la sociedad de todos sus males  dependerán únicamente de su voluntad y de su ingenio. 

Recordemos, finalmente, que la ascensión pone ante nuestros ojos nuestro destino final: somos “ciudadanos del cielo” y, por tanto, anunciadores de una esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo y más allá de lo que nuestras limitadas fuerzas y capacidad pueden lograr. Al subir a su Padre, Jesucristo, el hombre-Dios, nos hace ver que nuestra vida humana, vida nuestra y suya, encuentra sólo en Dios, en el seno del Padre, en lo alto, el lugar que más le conviene, el espacio (habitat) que le es más propio, la meta final a la que tiende toda su existencia. No es esta tierra nuestro lugar definitivo estamos hechos para realizarnos en Dios. 

Esta destinación nuestra a lo alto, no a lo bajo y terreno, les recuerda a los hombres de hoy, a la Iglesia, y a nosotros en ella, que el dinero no puede ser lo central en la vida. Que el Espíritu de Jesús nos impulsa a combatir la tentación del poder y a asimilar y crecer en la sencillez humilde y la libertad, dones del mismo Espíritu. Que lo importante siempre será la caridad y el amor, no la ley; el diálogo y la mutua comprensión, no la imposición o la confrontación y el litigio.

Y así, para mantener su esperanza, elevar el corazón y no cejar en su empeño por mejorar este mundo maltrecho conforme a los valores del mundo del reino de Dios, el cristiano se recoge con sus hermanos a celebrar el memorial de su Señor, el sacramento de su presencia entre nosotros y de nuestra comunión con él, fuente de eucaristía, de alegría y acción de gracias, para decirle a su Señor: Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor.