martes, 29 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés


El domingo pasado celebramos la Ascensión. Vimos que al subir a los cielos, el Señor no se había desentendido de nosotros. Iba a prepararnos un lugar (Jn 14,2) y a enviarnos desde el Padre a su Espíritu Santo (Jn 14,15- 17. 25-26; 15,26-27; 16,4b-11. 12-15)
Los discípulos no se quedan mirando el cielo (en donde el Señor se les va) ni vuelven a su vida de todos los días guardando sólo un recuerdo de Jesús, semejante al que tenemos de tantos hombres y mujeres cuya vida ejemplar recordamos de vez en cuando porque hace bien. La experiencia de aquellos primeros testigos de la fe nos hace ver que el amor de Dios, que en Jesús había manifestado toda su fuerza salvadora, seguía actuando en el corazón de la comunidad y en cada uno de los seguidores de Jesús. El mismo amor que existe entre Jesús y su Padre, y que constituye el ser mismo de Dios, se desborda –por así decir- y llega a nosotros como la nueva forma misteriosa pero real en que Cristo sigue haciéndose presente, continuando su obra en el mundo. A ese amor lo llamamos Espíritu Santo, tercera persona del Dios Trinidad, “amor que ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5). 
Generalmente se tiene del Espíritu una idea vaga, como de algo abstracto o irreal. Pero es el mismo Espíritu que santificó el seno de María, realizando la incorporación de Dios en nuestra historia humana. Es el Espíritu que condujo a Jesús al desierto y descendió después sobre él en el Jordán. El Espíritu que llenaba de gozo a Jesús al orar a su Padre. El Espíritu que le acompañaba siempre, porque el Padre se lo había comunicado plenamente (Jn 3,34). Como vínculo del amor, el Espíritu mantenía unidos a Jesús y su Padre y nos une a nosotros también con él.   
Jesús habló con insistencia del Espíritu Santo que él enviaría al volver a su Padre. Le llamó Paráclito – consolador y defensor (Jn 14,16.25;  15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistiría a sus discípulos en los peligros y los llevaría al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). 
El evangelio hace ver que el Espíritu es el don por excelencia del Resucitado. Su venida es la culminación de la Pascua. Al narrarnos su envío a los apóstoles, Juan señala la acción que el Espíritu realiza en ellos y en la Iglesia. Dice que el Señor Resucitado se presentó en medio de los discípulos, les infundió la paz y, después de mostrarles sus llagas y costado (es decir, de recordarles lo que había hecho por nosotros), sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… 
Este gesto simbólico evoca aquel primer gesto creador, mediante el cual Dios infundió el aliento de vida al hombre Adán. Ahora, mediante el soplo del Espíritu, Jesús hace de nosotros criaturas nuevas: hijos e hijas, libres y amados por Dios, que no tienen que temer porque han sido puestos a la altura de Jesús para poder decir también con él: Abba, Padre. Este Espíritu infunde vigor de ánimo y determinación para cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el pecado, toda la carga opresora del hombre, pierde su fuerza negativa cuando uno se acerca a Cristo y acepta su perdón. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…


Según San Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo. 
El Espíritu Santo es consolador, está con quien se siente solo, y le da fuerza para enfrentar la desolación, la sequedad y el sentimiento de impotencia. Derramado en nuestros corazones, nos mantiene  alegres en la esperanza y firmes en la fe para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Espíritu de vida, nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios. Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor soledad y abandono, estamos dejados de la mano de Dios; pues, aun cuando no lo sintamos, él está con nosotros –y quizá entonces más que en otras ocasiones– con la fuerza que saldrá victoriosa de nuestra impotencia.


El Espíritu Santo está ahí donde una persona atraviesa las pruebas de la vida con fortaleza y constancia; ahí donde, con confianza ciega, mantiene la dirección de su camino, fiel a los valores evangélicos que rigen su conducta. El Espíritu Santo capacita para la intuición certera de lo que es engaño, tentación y riesgo de la conducta, a la vez que comunica intrepidez y firmeza a las resoluciones coherentes de la persona auténtica, que se niega a entrar en componendas, y dice rotundamente no cuando hay que decir no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. El Espíritu Santo nos hace humildes, nos mueve a pedir consejo en las situaciones oscuras, y a conocernos a nosotros mismos, para velar y luchar con fidelidad ahí donde somos más vulnerables.

Ese Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: Sí, ven Espíritu divino, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestras mentes y afina nuestra capacidad espiritual para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; haznos semejantes a Jesús.