Mc16,1-8.
Alégrese nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante, ha cantado el pregón pascual. Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. Con abundancia de símbolos (el fuego, la luz, el cirio, el agua, las flores, el canto del aleluya…), la Pascua es la fiesta más solemne y más bella de los cristianos. Celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. En la liturgia de la palabra, después del relato de la creación, de la liberación del pueblo, y de las promesas de Dios por medio de sus profetas, hemos recordado lo que Dios ha hecho por nosotros en la historia de la salvación, que culmina en la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. La liturgia bautismal, que seguirá luego, nos invitará a renovar el inicio de nuestra vida cristiana. Y todo culminará en la eucaristía. Jesús Resucitado se nos hace presente, nos comunica su vida y nos envía en misión.
El evangelio de Marcos cuenta el itinerario que siguieron María Magdalena, María de Santiago y Salomé para alcanzar la fe en la resurrección. Su recorrido puede ser el nuestro. Movidas por el amor a su Señor, van al sepulcro a embalsamar su cuerpo; les llega el mensaje pascual y son conducidas a la fe. No buscaban más que un cadáver sin vida. Pero había amanecido ya el primer día de la semana, el día definitivo, día de la nueva creación, en el que la luz de Dios hace brillar el rostro de su Hijo Crucificado y brilla por la fe en nuestros corazones. Es el día en que vivimos.
El camino que siguen las tres mujeres está lleno de sorpresas. Les preocupa la piedra del sepulcro, pero ha sido removida. Van a embalsamar el cadáver de Jesús, pero la tumba está vacía. El mensaje de su resurrección les abre los ojos: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Y a pesar de su miedo y de su tristeza, sienten la invitación a ir y anunciar que la muerte no tiene poder sobre el autor de la Vida: Vayan a anunciar a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea; allí lo verán como les dijo.
La subida de Jesús a su Padre no lo aleja del mundo. Por eso manda que lo encuentren en la Galilea, que es el lugar donde se encontraron y convivieron, es decir, el mundo, lo cotidiano. Hay que ir a la propia tierra, al propio entorno, al lugar de la labor diaria, allí donde se encuentran los afligidos y los pobres, donde se comparte el pan y el vino, donde se reúnen los hermanos que el pecado había dispersado, donde se alaba a Dios con una vida recta y sincera.
Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían. Se quedan sin palabra. La experiencia que han vivido del triunfo del Resucitado va más allá de lo que pueden contar de ella, y sólo puede vivirse cuando se le busca y se tiene un encuentro personal con él. No basta oír palabras, relatos y reflexiones sobre él; hay que buscarlo y encontrarse con él “en Galilea”, en nuestra Galilea de todos los días.
Animémonos, por tanto, a descubrirlo presente en aquellos lugares personales y sociales en los que él quiere ser reconocido, amado y servido, es decir, allí donde te mueves, donde amas, gozas, sufres y luchas, en tu vida diaria que el Señor ilumina con su presencia gloriosa.