Lc 1, 57-66. Nacimiento de Juan Bautista
Celebramos hoy la fiesta de Juan Bautista, el hombre para quien Jesús reservó el mayor de los elogios: «Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan». Generalmente la liturgia celebra la muerte de los santos –su nacimiento para el cielo, plenitud de su vida–, excepto en el caso de María y del Bautista, porque en su mismo nacimiento se manifestó ya la singular misión que les tocaría desempeñar en el plan de salvación.
El nacimiento del bautista por Murillo |
Y aquí podemos ver el primer mensaje que esta fiesta natalicia de Juan nos sugiere: porque, salvadas las distancias, todos y cada uno de nosotros podemos afirmar en verdad que nuestro nacimiento estaba en la mente y corazón de Dios, que nuestra vida personal estaba en sus planes y que, por tanto, todos somos importantes para él. «Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó, en las entrañas maternas y pronunció mi nombre» (Is 49,1). Apliquémonos estas palabras del profeta Isaías que escuchamos en la primera lectura de hoy. Antes de que nuestro ser se formara en las entrañas de nuestra madre, Dios nos llamó a la existencia y lo hizo por puro amor. Podríamos decir que nos llamó por nuestro propio nombre. Luego, no somos seres anónimos para Dios. ¡Ningún ser humano es anónimo ante él! Así, toda persona puede fundamentar su esperanza en la experiencia de estar siempre acompañada como hijo o hija por un Padre, cuya previa voluntad absolutamente libre ha sido que él viva y viva dignamente.
Otro elemento del nacimiento de Juan Bautista, que la liturgia resalta con San Lucas, es la imposición del nombre. En las culturas antiguas tenía una importancia mayor que la que actualmente le damos. El nombre era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos. Y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63), dice la madre del Bautista. Y Zacarías, el padre, confirma ante de los parientes maravillados el nombre del hijo, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan, precursor de aquel que sería el portador del favor y del amor salvador de Dios, quedaría de manifiesto que Dios nos es favorable, quiere nuestra viva y nuestra salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere que sea bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad y a nuestro mundo creado por él. Él conduce a esta humanidad desorientada y a este mundo maltrecho hacia la tierra nueva en la que reinarán la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en este nombre: Juan.
Según el testimonio de los evangelios, Juan vivirá enteramente para preparar la venida del Mesías, del enviado y mensajero definitivo de Dios que hará de Israel «luz para todas las naciones», para que la salvación que Dios quiere ofrecer a la humanidad desborde todos los límites étnicos, sin dejar pueblo alguno en la sombra. Ese enviado y mensajero definitivo de Dios es Jesús, el Hijo amado. Juan lo reconocerá y se resistirá a administrarle el bautismo de penitencia que él ofrecía a orillas del río Jordán. Juan no dejará que le tomen por el Mesías, pues no se siente digno ni siquiera de desatarle las sandalias. Y, llegado el momento, no dudará en encaminar hacia él a sus mejores discípulos para que le tengan por el único maestro.
Es enorme la importancia de Juan en la manifestación de Jesús, y en la formación de la primera comunidad de los discípulos. Jesús dirá que de él se había escrito: «he aquí que yo envío mi mensajero delante de ti». También Zacarías, al circuncidarlo e imponerle nombre, cantó lleno de alegría, refiriéndose a su hijo: «y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación... , por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Es el himno del Benedictus, que la Iglesia recita en la oración de la mañana.
Juan, elegido para preparar la venida inminente del Salvador, responde a la elección divina con una generosidad digna de ella. Salido de la niñez se retira al desierto, viste y come con austeridad, hasta que Dios le mueve a urgir a Israel con el mensaje de Isaías: «Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso será recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios». Juan se encara con toda clase de gentes: recaudadores de impuestos y soldados, escribas y fariseos, y hasta con el mismo rey Herodes, planteándoles la pregunta: ¿les basta con llamarse “hijos de Abrahán” o van a convertirse para recibir la realización inminente de la promesa que él hizo? Sus gestos y palabras tenían tal calidad profética que Jesús mismo preguntará a los que habían ido a escuchar a Juan: «¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver, si no? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista».
Juan fue testigo de Jesús con su vida y con su muerte. Su celo por el reino de Dios y su libertad de palabra motivó que la frivolidad lujuriosa del crápula Herodes lo hiciera decapitar para acallarlo. Juan nos enseña hasta dónde puede llegar la honestidad y autenticidad de vida, el vivir para Cristo, el no doblegarse ante ningún riesgo cuando se trata de defender la verdad. Pidamos a Dios profetas y precursores que nos urjan a preparar sus caminos y hacer de su Iglesia el pueblo bien dispuesto, que cumple intachablemente la misión que se le ha confiado.