lunes, 29 de octubre de 2012


Tanto Amo Dios al Mundo
(Jn 3,14-21)

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Este es el mensaje central del evangelio de hoy. Dios ama al mundo, a este mundo nuestro, de manera irrevocable, incondicional y desinteresada. Salido bueno de las manos del Creador, el mundo se volvió un planeta maltrecho y enfermo. Dios, sin embargo, no deja de amarlo. Dios no cambia porque el hombre cambie. Dios no odia nada de lo que ha creado, pues si algo odiase, ¿para qué lo habría creado? (cf. Sab 11). Por eso, llegada el tiempo determinado por él, envió Dios al mundo, como muestra de su amor extremado, el regalo de su propio Hijo. 

Este evangelio, que corresponde al diálogo de Jesús con Nicodemo, explica el significado de la entrega del Hijo de Dios al mundo como la respuesta de Dios, y del mismo Hijo de Dios, al pecado de la humanidad. Quien cree y confía en esto, da sentido de eternidad a la vida y fundamenta su esperanza sobre su propio el destino final y sobre el futuro del mundo. 

Las preguntas fundamentales sobre el sentido y futuro de la existencia humana se las plantearon también, a su modo, los israelitas a lo largo de su historia, sobre todo cuando atravesaban alguna crisis que ponía en riesgo sus vidas o la vida del pueblo como nación. Se plantearon estas preguntas en su marcha por el desierto, en particular cuando se vieron atacados por una plaga de serpientes que los mordían (Núm 21). Dios mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Sólo de lo alto puede venir la seguridad última de la vida, sólo alzando su mirada a lo alto puede el hombre triunfar de sus dificultades y crisis. Haciendo una comparación, Jesús dice: “Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre” (Jn 3,14). Pero hay una distancia enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la salvación que nos trae Jesús levantado en la cruz.

Jesús fue levantado a lo alto en una cruz. Para una mirada exterior, aquello fue la ejecución de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha de la historia. Pero el evangelio nos hace ver el sentido profundo de aquel hecho histórico. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de oprobios. Detrás de él está Dios, respaldándolo y garantizando su total inocencia y la verdad de su causa. Un  centurión  pagano ve en aquella muerte lo que los expertos en Dios que lo han condenado no ven: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,38).
El evangelio, pues, nos hacen ver que en la cruz se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en él. Es Dios quien lo ha enviado y lo ha entregado (Mc 14,41; 10,33.45) para demostrar hasta dónde llega su amor al mundo. Jesús, por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y entrega libremente su vida, revelando así hasta dónde llega su entrega por nosotros. 

Más aún, los evangelios nos hacen ver la muerte de Jesús como la revelación suprema de Dios mismo, como un Dios de infinita misericordia y perdón. Según la idea de Dios que se tenía entonces, basada en algunos escritos del AT, a consecuencia de la muerte de un inocente como Jesús sólo podía esperarse un castigo divino contra los autores de tal crimen (Mt 21,23-46). Pero el Dios de Jesús no actúa así. Israel, su pueblo lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su Hijo, que sufre y muere por los pecadores, en lugar de ellos, como consecuencia del pecado que, de por sí, tendría que afectar a los pecadores que lo cometen. Así, frente a la idea de que Dios castiga, el cristiano sabe que Dios amó tanto al mundo que llevó su amor hasta el extremo de entregar a su Hijo único, para que ninguna criatura suya en el mundo perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Por su parte, Jesús, el Hijo, en perfecta sintonía con el proyecto de Dios su Padre, está dispuesto igualmente a legar hasta donde haga falta para vencer el mal del mundo y el pecado de los hombres con su amor. Por eso Jesús, entra libremente su pasión y acepta sufrir en su cuerpo la dolorosa consecuencia del rechazo de Dios, todo el odio y la injusticia que el pecado del mundo produce. Por eso dirá: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad Y tengo poder para darla y para recuperarla. Esta es la misión que recibí de mi Padre” (Jn 10,17-18). Jesús hace suyo el don que hace el Padre al mundo, el don de su propia vida entregada.

Esto es lo que contemplamos: Levantado en la cruz, vemos a un Dios que quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y perdido de sus hijos. Dios quiere salvar al mundo, por maltrecho, desordenado e ingrato que se haya vuelto. El mundo no está solo, dejado a su propia suerte. Y nadie, por perdido que esté y abandonado, morirá solo en la tierra. Dios llena desde dentro toda soledad y abandono, toda falta de esperanza, con un amor que convierte la oscuridad de la muerte en aurora de vida. El amor vence al odio, el bien triunfa sobre el mal, el perdón redime y reconstruye. 


martes, 16 de octubre de 2012


EL JOVEN RICO 
Mc 10,17-30

El domingo pasado la liturgia nos trajo las enseñanzas de Jesús sobre la relación del hombre y de la mujer en la perspectiva del seguimiento de Jesús. Hoy nos propone su enseñanza sobre la relación con los bienes materiales. 

Sabemos bien que el uso de los bienes no es una cuestión por así decir neutra en la vida cristiana, ya que Jesús habló de ello y declaró: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36). Pero, como el caso de la indisolubilidad del matrimonio, sabemos también que la práctica de esta doctrina no es fácil. Por eso, el texto evangélico de hoy tiene como intención motivarnos para aceptar la enseñanza de Jesús, valorando lo que con ella se obtiene, pero valorando sobre todo quién nos la enseña: es Jesús, que “pasó haciendo el bien”, nos enseñó que “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hech 20,35) y habló del tesoro escondido y de la perla, cuyo hallazgo produce tal alegría que uno se mueve a venderlo todo para adquirirlo. 

El pasaje de hoy corresponde al encuentro de Jesús con un rico. 
Marcos dice solamente que fue un hombre que se acercó corriendo a Jesús. Lucas dice que era un “hombre importante” (18,18) y Mateo que era un joven (19,20); por lo cual, ha venido a ser conocido como “el joven rico”. 

Maestro bueno, ¿que haré para heredar la vida eterna?, le dice a Jesús. Era un saludo especial, superior al que se solía dar a los rabinos. Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer la bondad de Dios en su persona. Aclarado esto, Jesús responde inmediatamente a la cuestión planteada, que no es una cuestión cualquiera: el joven rico quiere saber cómo alcanzar la vida. Es el deseo fundamental de toda persona humana de una vida plena, bien lograda, realizada, no alienada ni mediocre, es decir de la “vida eterna” que la Biblia propone como la promesa de Dios a los que cumplen su voluntad. Por eso Jesús responde planteando al joven rico la primera condición: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo. Expresamente se deja aparte el mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, porque este mandamiento recibirá para el discípulo una nueva formulación, como seguimiento de Jesús (¡ven y sígueme!, v.21), en quien Dios se revela como Dios-con-nosotros. 

Pero el joven no queda satisfecho, desea algo más. Es un buen judío, observante de la ley desde su niñez. Por eso, su bondad no deja impasible a Jesús, que valora el corazón de las personas: Jesús lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle otro reto: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo-, luego ven y sígueme. Tendrás un tesoro en el cielo equivale a decir: Dios será tu tesoro. Esta es la motivación. La vida plena consiste en tener a Dios como el tesoro, donde está el corazón. Sólo así se puede renunciar a los bienes y distribuirlos entre los necesitados. 

Pero el joven no se animó a seguir a Jesús. La riqueza acumulada le tenía agarrado el corazón; no entendió cómo Dios podía ser su tesoro y, en consecuencia, cómo podía él situarse ante sus bienes de manera diferente, con la libertad de quien es capaz de repartirlos para, libre de toda atadura, poder seguir a Jesús. Y el desenlace fue triste: puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. Nunca más se supo de él. Pero Jesús no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas! 

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos de Jesús se quedaron asombrados. La enseñanza que les da, se concreta en dos frases complementarias: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. 

El apego a la riqueza incapacita para el reino de Dios porque lleva a ignorar las necesidades del prójimo y a cometer injusticias. Los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y goce. Lo que se retiene con ambición, eso divide; lo que se comparte, eso une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a resolver el problema de los necesitados, todo eso significa no darle al dinero el valor de un dios, sino usarlo para promover la vida de la gente; eso es tener en cuenta la soberanía de Dios. 

Se han dado muchas interpretaciones a la expresión hiperbólica de Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja. El hecho es que con un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, Jesús nos da una enseñanza fundamental: es difícil que los ricos acepten los valores del Reino de Dios y entren en él, porque el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre hasta convertirse en un ídolo que suplanta a Dios y al prójimo, que asume el rostro de la idolatría, y hace que todos sientan su atracción y lo adoren como el bien supremo, ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo. Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante: porque quiere inculcar en sus discípulos que sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando a los ídolos, entre los que la riqueza se encuentra en primer lugar, se puede acoger con gozo la salvación del Reino. 

Sólo la gracia de Dios es capaz de lograr que el rico rompa con la riqueza, se haga discípulo de Jesús y se salve. La liberación frente a todas las cosas es acción de Dios por excelencia. Se produce en el encuentro con Jesús que revela dónde está puesto el corazón. Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió en los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el dinero. Pero por encima de las deficiencias humanas, se alza siempre la gracia de Dios, que hace que los valores del evangelio sean respetados y practicados. Por eso, nunca podemos dejar de confiar en la gracia de Dios que es más fuerte que nuestras deficiencias y capaz de vencer nuestras debilidades.

martes, 2 de octubre de 2012


Tolerancia y Evitar Escándalos
 Mc 9,38-43.45.47.48

Juan el apóstol dice a Jesús que han visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo han prohibido porque “no era de nuestro grupo”. Es como querer tener la exclusiva, el monopolio de Jesús. 

El hecho se repite hoy también y con frecuencia. En efecto, existen personas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, pero no pertenecen a instituciones visibles o agrupaciones. Los que sí forman parte de ellas –por filiación, nombramiento, o función conferida- pueden actuar frente a estas personas como lo hacían los discípulos de Jesús, es decir, no apreciar ni alegrarse por el bien que hacen sino criticarlas únicamente porque no pertenecen al propio grupo, “no son de los nuestros”. Dan a entender que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si a ellos se les hubiese concedido un monopolio de Jesús y de su evangelio. Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen, olvidando que Jesús esta por encima de todas las instituciones. Olvidan que es él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. No se trata de que la gente nos siga a nosotros sino que siga a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia; no se trata de hacer que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan en verdad a Jesucristo y obren el bien. Creer que sólo quienes piensan como nosotros tienen la verdad y actúan correctamente, eso es la raíz de todas las intolerancias, exclusiones y discriminaciones, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. Por eso dice el Señor:
Quien no está contra nosotros, está con nosotros.  
El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria y fanática, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que divide en bandos y enfrenta a las personas, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiales. Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Ampliando nuestra visión podemos decir con toda justicia que el mismo Jesús que quiere que la salvación alcance a todo ser humano, incluso por medio de personas que no pertenecen al grupo: «el que no está contra nosotros, está a favor nuestro», nos capacita para apreciar la labor que realizan tantos hombres y mujeres que buscan servir a su prójimo y contribuyen a construir una sociedad más justa y fraterna, aunque no pertenezcan a la Iglesia. En ellos podemos reconocer la acción del mismo Espíritu de Jesús y podemos sentirlos como amigos y aliados. No están contra nosotros pues están a favor del ser humano, como estaba Jesús.

Después de esta enseñanza, el evangelio de hoy ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con el seguimiento de Cristo y la lucha contra el mal.

Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo.

A continuación, Jesús hace ver, con una frase de gran severidad, aquello que constituye lo contrario del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal. Los pequeños, los niños, y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños y se convierten en sus seductores acaban de manera desastrosa. 

Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a que tengamos cuidado con nosotros mismos y miremos nuestro interior, de donde surgen los conflictos. Así mismo es necesario que cada cual se pregunte dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para renunciar a ellas y evitarlas. 

Las frases de Jesús: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo”, obviamente no significan mutilación. Son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva; con ellas lo que Jesús nos dice es que debemos llegar a una opción firme y decisiva por un estilo de vida que refleje los valores del evangelio. Es lo mismo que dijo Jesús a propósito de los que quieren ser los primero y han de optar por ser servidores de los demás, o a propósito de quienes, por haber descubierto el tesoro escondido, deciden dejarlo todo para obtenerlo. En este caso, se trata de “entrar en la vida”, en la vida del Reino, que es el bien supremo. Decidirse por llevar una vida conforme a los valores del Reino implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que pueden ser válidas y preciosas, pero que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.