domingo, 26 de agosto de 2012

Domingo 26 de Agosto de 2012


Tú Tienes Palabras de Vida Eterna
(Jn 6,60-69)

Es la última escena del cap. 6 de Jn. Jesús ha dado de comer a la multitud. Se ha identificado con el símbolo del pan: él es el pan que se entrega para la vida del mundo. Quien lo come, es decir, quien cree en el y se adhiere vitalmente a su modo de ser, tiene vida eterna. Los judíos no han comprendido cómo puede un hombre dar a comer su carne, y han reaccionado escandalizados interpretando mal – quizá maliciosamente – el mensaje de Jesús. Ahora vemos que sus palabras chocan también con la incomprensión de sus propios discípulos. La razón es la desilusión que éstos experimentan al ver que su Maestro no corresponde a la imagen de Mesías que ellos se habían formado. Jesús anuncia el final de su obra como una entrega de su persona en una muerte sangrienta, en la cruz. Sus palabras les resultaban insoportables. Para ellos la muerte en cruz no podía significar más que el fracaso total. Ellos esperaban un Mesías capaz de someter a sus enemigos con la fuerza e imponerse a todos con su poder. Jesús, en vez de dominar, se pone a servir y considera la entrega de su vida como el cumplimiento de la misión que Dios, su Padre, le ha encomendado. Hacer de la entrega de la propia vida la expresión máxima del amor, es algo que ellos no podían imaginar. Más aún, ellos perciben que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les insinúa que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en él y lo siguen. Les resultaba, pues, cada vez más retador ponerse de parte de Jesús; sus exigencias iban en aumento.

Y se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, diciendo: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo? 
Jesús entonces, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a los de su grupo más cercano, a los Doce, y les hace ver que ha llegado el momento de la verdad, les toca a ellos decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse? (v. 67). 

Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra en nombre del grupo. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos, la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios”. Jesús encarna en su persona y en el camino que ofrece la santidad de Dios. No se puede llegar a Dios, el Santo, sino por Jesús. La confianza que tiene Pedro en su Señor se basa en esta convicción, que resuelve toda duda y toda inseguridad. El encuentro con los valores que la vida de Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.

Así, pues, el evangelio de hoy nos lleva a observar que lo que acontece en la comunidad de los Doce puede acontecer también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. 
Porque en todo proceso social o personal llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse de algo, pues sin confianza no se puede vivir. ¿Qué vida humana subsiste en solitario? ¿Qué persona puede vivir sin contar con sus semejantes? De nuestra relación a otros nos viene todo: el pensar, el hablar, el amar y hasta el haber nacido. Nos necesitamos y no sólo a nivel material, sino como personas dotadas de libertad, ideas y sentimientos, que se atraen y se complementan, que dan y comparten, buscan y piden, en una  trama de relaciones de intercambio y comunicación sólo posible porque se tiene confianza. Así, por ejemplo, para muchos es evidente que lo que les motiva a soportar una larga jornada de trabajo difícil y tedioso es, a fin de cuentas,  la confianza de hallar al volver a casa una mujer o un esposo, unos hijos que lo quieren y por los cuales vive. Y ocurre así en todos los órdenes: confianza en los padres, en el cónyuge, en los hijos cuando están pequeños y cuando se hacen grandes, en los amigos, en la Iglesia –sus hombres y sus instituciones–, en los maestros, en las autoridades, en los periodistas, en el taxista… 

No obstante, ¿quién no ha sentido o puede sentir decepciones y desengaños? Y, sin exagerar, ¿no está marcada nuestra época por un grave deterioro de la confianza mutua? Muchos por desengaños sufridos y por creer que no tienen en quien confiar dan cabida a procesos de desánimo y amargura que deterioran sus personas. Pero hay algo dentro de todos nosotros que reclama una verdad que no defraude, sin la cual la vida no tiene sentido. Algo que aunque todos los demás objetos de nuestra confianza fallen, eso se mantenga. Para los creyentes esta confianza viene de la fe, o mejor dicho, se funda en el amor de Dios por nosotros; amor que le hace escribir al profeta Isaías: ¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo nunca me olvidaré de ti. Mira que las palmas de mis manos te tengo tatuada (Is 49,15-16). Ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros se nos ha revelado en plenitud en esa persona digna de toda confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2), que es Jesucristo. 


Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, eso nos compromete a hacer sentir a nuestros hermanos la buena noticia del amor de Dios. Por eso hagamos nuestra la petición de la Plegaria Eucarística V: 

Danos entrañas de misericordia ante toda dolencia humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado; ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, mantengamos la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.