martes, 14 de agosto de 2012

Homilia Domingo 12 deAgosto de 2012


 Yo soy el pan de vida
(Jn 6, 44-51)


Los judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo es la Ley de Moisés, con la que expresaban su pertenencia al pueblo escogido de Dios y se sentían seguros de la salvación. Entienden que Jesús pretende estar por encima de la Ley, superior a Moisés, como Mesías que viene a fundar un nuevo pueblo escogido. A este nuevo Israel le ofrece Jesús como alimento otro pan superior al maná que comieron sus antepasados en el desierto, y que consiste en acogerle a él, tener fe en él. Así, Jesús sugiere que los acontecimientos fundantes de la historia de Israel (el éxodo de la esclavitud de Egipto y la alianza que Dios hizo con su pueblo) no venían a ser más que imágenes o anticipos de lo que Dios quería hacer por medio de él: comunicar la vida verdadera. En adelante, una nueva ley vendría a sustituir a la antigua e iba a consistir en comer y asimilar a Jesús, el enviado de Dios. Pero había algo mucho más sorprendente aún: al afirmar Jesús que él es el pan de Dios, da a entender que Dios habla en él, que él es la Palabra de Dios vivo. 

Ante la incredulidad de sus oyentes, Jesús no se echa atrás, insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Quiere decir que el encuentro con él es una gracia que Dios ofrece a todos sus hijos e hijas, y mediante ella alcanzan la verdadera vida: Yo lo resucitaré en el último día. Jesús, el Hijo, da acceso a Dios, hace vivir como hijos y obtener la vida que perdura. Este anhelo a encontrarse con Dios, a tener una vida que perdure y a realizarse plenamente como persona, es, en cierto modo, inherente al ser humano, lo afirme o no explícitamente. De hecho, esta atracción puede intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el cual la persona se trasciende a sí misma.

Pero esta atracción fundamental del hombre a su plenitud no significa que, por sí mismo, pueda “ver” a Dios, es decir, tener acceso directo al misterio del ser divino. Es necesario un puente que una al hombre con Dios. Y es la función que le toca desempeñar a Jesús. Por eso en el evangelio de san Juan afirma Jesús:  No que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, un hombre como los demás, se realiza la revelación definitiva y la máxima cercanía de Dios. Quien cree en él se encuentra con Dios y alcanza la más plena realización de sí mismo, que llamamos vida eterna.

Naturalmente, al no reconocer el origen divino de Jesús y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden aceptar que se defina a sí mismo con el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que la vida eterna, viene justamente de su humanidad, designada con el término carne entregada para la vida del mundo. Yo soy el pan vivo bajado del cielo (es decir, que procede de Dios). El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Yo la doy para la vida del mundo.

Carne y sangre, para la mentalidad hebrea, significaban la persona real, concreta y completa, en su realidad visible. La carne no era solamente el soporte material de la existencia, como la sangre tampoco era simplemente un elemento orgánico de la persona. Carne es la realidad humana plena, y sangre es sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. 

Comer su carne y beber su sangre significan entonces adherirse a él, entrar en comunión con él, asimilar su modo de ser. Eso es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. Comer el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en él. Amándolo y comiendo su carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con nuestros semejantes.


Podríamos decir que las dos afirmaciones más importantes del evangelio de hoy son éstas: “Les aseguro: el que cree tiene vida eterna”, y  El que come de este pan vivirá para siempre”. Creer en Jesús, asumir como propio lo que él y lo que él enseña; comer  el pan de su cuerpo, es decir, asimilar su ser, en eso consiste la «vida eterna» que se concede vivir ya desde ahora. Por vida eterna entendemos no solamente una vida que trasciende los límites del espacio y del tiempo y va más allá de la muerte, sino tener la vida definitiva, la que todo ser humano anhela, “vida de profundidad y calidad nueva, vida que pertenece al mundo definitivo. Una vida que no puede ser destruida por un bacilo ni quedar truncada en el cruce de cualquier carretera” (Pagola). Una vida así sólo es posible si entramos a participar en la vida misma de Dios. Y eso es justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.


Nunca quizá la vida ha estado tan amenazada en la historia como en los tiempos actuales. Y por eso quizá nunca ha sido tan apremiante la tarea de asegurar para todos una calidad de vida que sea verdaderamente humana, es decir, sana, libre, cultivada, creativa, gozosa, en una palabra, vida plena. El evangelio de hoy nos recuerda que el horizonte de realización de esa vida en plenitud es y sólo puede ser Cristo y su evangelio. Si nos dejamos guiar por los valores del evangelio y nos nutrimos del pan que es su vida, crecemos verdaderamente en humanidad, vivimos el tipo de vida que vale la pena vivir y que tiene en sí valor de eternidad. Para nosotros, el reproducir en nuestra existencia los valores y actitudes característicos de la vida de Cristo es la manera más auténtica de vivir como seres humanos. “Ser cristiano significa ser hombre, no un tipo de hombre, sino el hombre que Cristo crea en nosotros”.

Por eso venimos a la eucaristía, para alimentarnos del pan de vida eterna.