lunes, 20 de agosto de 2012


 Yo soy el pan vivo bajado del cielo
(Jn 6, 52-59)


Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan bajado del cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir Jesús que quien lo come tiene vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley, de Moisés, del templo, del sábado, de la religión, es decir de aquello de lo que, según la fe judía, viene la salvación. Además, eso de comer les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra del Levítico.

Pero Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones sin duda duras, crudas, incomprensibles en cuanto metáforas que sugieren lo que debe ser la fe en él. Con ellas Jesús afirma que la adhesión a él por la fe, lleva a alimentarse de su persona, a nutrirse de sus actitudes y su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, la vida que perdura, y que consiste en nuestra participación de la vida-amor de Dios. 

El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, y vivir como en su propia casa, sintiéndose acogido, comprobando que la propia persona ya no se define a sí misma sino en su relación con el otro. Ya no dos sino uno solo, como en el amor nupcial. Es lo que alcanza Pablo por la gracia de Dios en él: Vivo yo, ya no yo, es Cristo que vive en mí (Gal 2). 

La carne y la sangre del Señor tienen que ver también de manera patente con la eucaristía. La terminología eucarística que emplea el evangelista Juan es clara. La comunidad a la que escribe su evangelio y todas las comunidades cristianas primitivas tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue un memorial que actualizaba su muerte y su resurrección. Eran conscientes de que en ella comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz en la comunidad. Proclamaban así su muerte y su resurrección, y expresaban el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús. 

San Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas; pero trae a cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes en los que está explicado el misterio eucarístico en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un  sentido eucarístico total. Y es que la fe exigida desemboca necesariamente en la eucaristía.

Los judíos no entendieron ni aceptaron el mensaje del pan que se entrega y da vida. Los cristianos sabemos muy bien que en la eucaristía Jesús se da por completo para la vida  de los hombres, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En el misterio eucarístico está presente el Señor con todo lo que él es y todo lo que él hace por nosotros: su Encarnación, su Muerte y su Resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con  él. 

Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la koinonia con Cristo y en Cristo, unión con él hasta asumir sus actitudes. Comulgamos con Cristo, con todo lo que él es, su persona y su misión. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo. El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. 

En primer lugar, ser conscientes de lo que hacemos cuando nos reunimos para la Eucaristía. En ella está presente y se nos da como alimento la realidad total de Cristo, todo lo que fue y todo lo que es, el Cristo cabeza con sus miembros, que somos todos. Es reconocer que en el pan eucarístico se nos da el Cuerpo del Señor y es saber también lo que hacemos cuando recibimos el Cuerpo de Cristo.

Al recibir el pan y el vino, pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo del Señor, sellamos el compromiso de ser aquello que recibimos: otros Cristos, que viven en comunión entre sí y construyen comunión entre los hombres.

“El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que, a su debido tiempo, seamos transformados. Nosotros mismos hemos de llegar a ser Cuerpo de Cristo, consanguíneos con él. Todos comemos el único pan, y esto significa que también nosotros llegamos a ser uno. Está dentro de nosotros, y nosotros en él. Su dinámica nos penetra y, desde nosotros quiere propagarse a los otros y extenderse por el mundo entero, para que su amor llegue a ser la medida dominante en el mundo” (Benedicto XVI, Jornada de la Juventud, 21/08/05).

Nunca seremos más nosotros mismos, que cuando hagamos de nuestra vida una eucaristía continua, es decir, una vida entregada al servicio de los demás, teniendo como modelo al Cristo eucarístico. Y, como dice san  Pablo, nunca será plena nuestra eucaristía sino hasta que ofrezcamos nuestras vidas como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios; pues tal ha de ser nuestro verdadero culto espiritual (cf. Rom 12, 1).