martes, 29 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés


El domingo pasado celebramos la Ascensión. Vimos que al subir a los cielos, el Señor no se había desentendido de nosotros. Iba a prepararnos un lugar (Jn 14,2) y a enviarnos desde el Padre a su Espíritu Santo (Jn 14,15- 17. 25-26; 15,26-27; 16,4b-11. 12-15)
Los discípulos no se quedan mirando el cielo (en donde el Señor se les va) ni vuelven a su vida de todos los días guardando sólo un recuerdo de Jesús, semejante al que tenemos de tantos hombres y mujeres cuya vida ejemplar recordamos de vez en cuando porque hace bien. La experiencia de aquellos primeros testigos de la fe nos hace ver que el amor de Dios, que en Jesús había manifestado toda su fuerza salvadora, seguía actuando en el corazón de la comunidad y en cada uno de los seguidores de Jesús. El mismo amor que existe entre Jesús y su Padre, y que constituye el ser mismo de Dios, se desborda –por así decir- y llega a nosotros como la nueva forma misteriosa pero real en que Cristo sigue haciéndose presente, continuando su obra en el mundo. A ese amor lo llamamos Espíritu Santo, tercera persona del Dios Trinidad, “amor que ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5). 
Generalmente se tiene del Espíritu una idea vaga, como de algo abstracto o irreal. Pero es el mismo Espíritu que santificó el seno de María, realizando la incorporación de Dios en nuestra historia humana. Es el Espíritu que condujo a Jesús al desierto y descendió después sobre él en el Jordán. El Espíritu que llenaba de gozo a Jesús al orar a su Padre. El Espíritu que le acompañaba siempre, porque el Padre se lo había comunicado plenamente (Jn 3,34). Como vínculo del amor, el Espíritu mantenía unidos a Jesús y su Padre y nos une a nosotros también con él.   
Jesús habló con insistencia del Espíritu Santo que él enviaría al volver a su Padre. Le llamó Paráclito – consolador y defensor (Jn 14,16.25;  15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistiría a sus discípulos en los peligros y los llevaría al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). 
El evangelio hace ver que el Espíritu es el don por excelencia del Resucitado. Su venida es la culminación de la Pascua. Al narrarnos su envío a los apóstoles, Juan señala la acción que el Espíritu realiza en ellos y en la Iglesia. Dice que el Señor Resucitado se presentó en medio de los discípulos, les infundió la paz y, después de mostrarles sus llagas y costado (es decir, de recordarles lo que había hecho por nosotros), sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… 
Este gesto simbólico evoca aquel primer gesto creador, mediante el cual Dios infundió el aliento de vida al hombre Adán. Ahora, mediante el soplo del Espíritu, Jesús hace de nosotros criaturas nuevas: hijos e hijas, libres y amados por Dios, que no tienen que temer porque han sido puestos a la altura de Jesús para poder decir también con él: Abba, Padre. Este Espíritu infunde vigor de ánimo y determinación para cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el pecado, toda la carga opresora del hombre, pierde su fuerza negativa cuando uno se acerca a Cristo y acepta su perdón. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…


Según San Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo. 
El Espíritu Santo es consolador, está con quien se siente solo, y le da fuerza para enfrentar la desolación, la sequedad y el sentimiento de impotencia. Derramado en nuestros corazones, nos mantiene  alegres en la esperanza y firmes en la fe para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Espíritu de vida, nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios. Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor soledad y abandono, estamos dejados de la mano de Dios; pues, aun cuando no lo sintamos, él está con nosotros –y quizá entonces más que en otras ocasiones– con la fuerza que saldrá victoriosa de nuestra impotencia.


El Espíritu Santo está ahí donde una persona atraviesa las pruebas de la vida con fortaleza y constancia; ahí donde, con confianza ciega, mantiene la dirección de su camino, fiel a los valores evangélicos que rigen su conducta. El Espíritu Santo capacita para la intuición certera de lo que es engaño, tentación y riesgo de la conducta, a la vez que comunica intrepidez y firmeza a las resoluciones coherentes de la persona auténtica, que se niega a entrar en componendas, y dice rotundamente no cuando hay que decir no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. El Espíritu Santo nos hace humildes, nos mueve a pedir consejo en las situaciones oscuras, y a conocernos a nosotros mismos, para velar y luchar con fidelidad ahí donde somos más vulnerables.

Ese Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: Sí, ven Espíritu divino, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestras mentes y afina nuestra capacidad espiritual para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; haznos semejantes a Jesús. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Domingo 20 de mayo 2012


Ascensión - Hch 1,1-11 “Se elevó a la vista de ellos"


El Señor se va, pero hace de su partida una garantía de la esperanza con que sus discípulos han de vivir hasta que él vuelva. “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” les había dicho. Ahora los bendice. Despierta en ellos el deseo de volverlo a ver y la certeza de que no los abandona. La comunidad que vive de este deseo y de esta fe será en adelante el signo de su presencia en la historia. “Ustedes serán mis testigos”.

Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba que el universo estaba dividido en tres niveles: el cielo (casa de Dios), la tierra (lugar de las criaturas) y los infiernos (lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y después “sube” a los cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesús pasa de este mundo al Padre, alcanza su meta, vive y reina con Dios Padre. Por eso, ascensión es sinónimo de exaltación. Jesús participa de la gloria del Padre. 

Giotto di Bondone (1267-1337), Cappella Scrovegni a Padova, Ascension
En adelante Jesús ya no estará presente físicamente entre los hombres, al lado de los hombres, como lo estuvo durante su vida terrena. Ahora él estará dentro de nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser, exactamente allí donde estemos, y no a nuestro lado. “Yo estaré con ustedes todos los días” (Mt 28, 20), nos dice; y con san Pablo nos asegura que estará en nosotros por medio de su Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (cf. Rom 8, 9; 1 Cor 3, 16). No permanece únicamente como permanece el recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida y de su manera de pensar. No, él nos deja su Espíritu Santo, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino, la vida misma de Dios. Por el Espíritu, que el nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Así, volviendo a su Padre y nuestro Padre, a su Dios y nuestro Dios (cf. Jn 20,17), llevando consigo nuestra misma realidad humana, que él hizo suya en su encarnación, nos hace capaces de compartir su vida divina.

Con su ascensión, Cristo no se escapa, no abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la historia. Por eso, después de la ascensión, no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Huir de este mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido. Los ángeles de la ascensión –en el relato de Hechos– corrigen a los apóstoles que se quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado. Con la ascensión se inaugura el tiempo de la Iglesia, que es el tiempo del testimonio y del empeño, de la siembra laboriosa y de la lenta germinación de la semilla, del crecimiento del trigo junto con la cizaña, tiempo de la esperanza que sostiene nuestro anhelo: “Marana Tha, Ven, Señor Jesús”.

Por esta razón, ni un espiritualismo desencarnado ni una praxis meramente temporal realizan el mandato del Señor de “proclamar la buena noticia a toda criatura” (Mc 16, 15) y ser sus testigos (Hech 1,8). La ascensión nos lleva a comprometernos con la tierra, con nuestro país, que es donde se desarrolla el combate entre la fe y la increencia, entre la justicia del Reino y el egoísmo humano, en todas las esferas de la vida personal y social. 
Por eso, los verdaderos creyentes saben que así como no pueden buscar excusas en la fe para no poner todo de su parte y actuar con responsabilidad, así tampoco pueden esperar que la creación de un mundo nuevo y la liberación de la sociedad de todos sus males  dependerán únicamente de su voluntad y de su ingenio. 

Recordemos, finalmente, que la ascensión pone ante nuestros ojos nuestro destino final: somos “ciudadanos del cielo” y, por tanto, anunciadores de una esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo y más allá de lo que nuestras limitadas fuerzas y capacidad pueden lograr. Al subir a su Padre, Jesucristo, el hombre-Dios, nos hace ver que nuestra vida humana, vida nuestra y suya, encuentra sólo en Dios, en el seno del Padre, en lo alto, el lugar que más le conviene, el espacio (habitat) que le es más propio, la meta final a la que tiende toda su existencia. No es esta tierra nuestro lugar definitivo estamos hechos para realizarnos en Dios. 

Esta destinación nuestra a lo alto, no a lo bajo y terreno, les recuerda a los hombres de hoy, a la Iglesia, y a nosotros en ella, que el dinero no puede ser lo central en la vida. Que el Espíritu de Jesús nos impulsa a combatir la tentación del poder y a asimilar y crecer en la sencillez humilde y la libertad, dones del mismo Espíritu. Que lo importante siempre será la caridad y el amor, no la ley; el diálogo y la mutua comprensión, no la imposición o la confrontación y el litigio.

Y así, para mantener su esperanza, elevar el corazón y no cejar en su empeño por mejorar este mundo maltrecho conforme a los valores del mundo del reino de Dios, el cristiano se recoge con sus hermanos a celebrar el memorial de su Señor, el sacramento de su presencia entre nosotros y de nuestra comunión con él, fuente de eucaristía, de alegría y acción de gracias, para decirle a su Señor: Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor.


miércoles, 16 de mayo de 2012

VI Domingo de Pascua

Jn 15, 9-17 Permanezcan en mi amor. 

Día de la Madre y Día de nuestra Señora de Fátima, 

patrona de nuestra parroquia.


Como el Padre me ha amado, yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor, nos dice Jesús. En otro pasaje de ese mismo discurso de la última cena, nos dice: Si uno me ama, observará mi palabra y el Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El amor no es sólo un sentimiento. Son buenos los sentimientos y hay que expresarlos siempre, sobre todo cuando son de ternura y de cariño por la persona querida. Pero se ama con hechos y en verdad. “El amor se ha de poner más en obras que en palabras” dice san Ignacio en la Contemplación para alcanzar amor de los Ejercicios Espirituales. Por eso dice Jesús: “Si me aman, guardarán mis mandamientos”. Uno puede observarlos como deberes impuestos desde fuera, sin libertad (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o puede observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces, Dios habita en él, hace templo de él, lugar de su presencia. Mientras Jesús estuvo entre los hombres, Dios se manifestó a través de su persona, de su palabra y de sus acciones. Al volver Jesús a su Padre, Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu Santo. 

Les he hablado de estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud. Todos necesitamos la alegría. La Iglesia no puede vivir sin la alegría de su Señor. Pero no es la alegría del mundo, superficial, de mero placer exterior y pasajero, de pura diversión. En el fondo la alegría auténtica del cristiano brota de su íntima convicción de ser amado por Dios tal como uno es. Es la dicha de saber que nuestros nombres están escritos en el cielo (cf. Lc 10, 20). En esto consistye la alegría que nadie nos podrá quitar.

Si un ama, observa los mandamientos del Señor y el Señor habita en él con todo su amor. Hoy sentimos de modo muy especial esa presencia viva del amor de Dios en nuestra madre. Porque pensar en la madre es poner ante nuestros ojos uno de los más bellos reflejos del amor y ternura de Dios, que nos ama como el mejor de los padres y la más tierna y cariñosa de las madres, porque su ser-amor condensa y plenifica, atrae y realiza todos los amores, aun los más sublimes. Nuestro Dios, fuente de vida, se nos quiso revelar como el amor del que brotan todos los demás amores, el amor del padre y de la madre (Is 43). Y así, llegado el momento de su plena revelación por medio de su encarnación, el amor de Dios eligió a María de Nazaret y la embelleció como la mejor de todas las madres para que fuera madre de su Hijo y madre nuestra. De ese modo el valor de la maternidad fue elevado a su más alto grado. La Iglesia reconoce en la maternidad la vocación eterna y sublime de la mujer, que brota de lo específico de su ser: de su fisiología, de su psicología, de sus sentimientos.
Naturalmente, esto no excluye otras vocaciones y aptitudes de la mujer que tienen con ver con su participación activa en la construcción de la sociedad. Hoy la mujer brinda su colaboración social y profesional en todos los estamentos y niveles de la sociedad. Es cierto también que la tarea de la madre en el hogar debe complementarse con la presencia y responsabilidad del padre. Sin embargo, aun apoyando todo esto, es oportuno reafirmar la importancia insustituible que tiene la mujer-madre al comienzo de la vida humana. Por ello, no debemos cejar en nuestro empeño para que la dignidad de la vocación maternal no desaparezca en la vida de las nuevas generaciones, en los anhelos más íntimos y bellos de toda joven; para que no disminuya el deber sagrado y la insustituible autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en la cultura, en la educación y en todos los campos de la vida. 
Recordemos también que la maternidad no es una únicamente una función biológica; se expresa a través de muchas formas de amor tutelar. Por eso, la vocación maternal se realiza también perfectamente en la adopción de niños huérfanos o desamparados y en todos aquellos servicios por medio de los cuales la mujer –muchas veces mejor que el varón– ofrece a los niños sustento material y afectivo, educación, ternura y comprensión.
Por todo esto llenos de alegría, expresamos hoy nuestra gratitud a la mujer que nos ha transmitido la vida y pedimos para ella una especial protección de nuestra Madre María. 
Hoy también, 13 de mayo, es la fiesta titular de nuestra Parroquia. Al establecer la nueva y bella imagen, que sustituye a aquella que tan dolorosa y sacrílegamente fue destruida, hemos consagrado a la Virgen de Fátima todo lo que hacemos, decimos y vivimos en esta comunidad eclesial, que desea encarnar el ser de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Ratificamos nuestro deseo de hacer realidad lo que la Iglesia espera de las Iglesias particulares, cuya misión es prolongar para las diversas comunidades la presencia y acción evangelizadora de Cristo. Por esto nos hemos puesto bajo la maternal protección de Nuestra Señora, y le hemos pedido que consolide los vínculos de nuestra amistad y fraternidad, nuestro amor a la Iglesia, nuestro servicio a los pobres y nuestros esfuerzos por formar verdaderos apóstoles laicos de fe madura y consecuente, que den a nuestra sociedad un testimonio creíble de los valores del evangelio. 
Una vez más con todo el cariño de nuestro corazón, recordando las palabras que Jesús te dirigió cuando estabas de pie junto a la cruz, “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26), hoy se consagran a ti como a su Madre 
- los sacerdotes y religiosos de esta parroquia, que quieren imitar al Buen Pastor en el cuidado de esta porción del pueblo de Dios que se les ha confiado.
- Se consagran a ti, Madre nuestra, los religiosos y religiosas que colaboran en esta parroquia. Ellos y ellas ofrendan su vida por el Reino de Dios.
- Se consagran a ti los esposos, que por el sagrado vínculo de su alianza matrimonial anhelan mantener un amor fuerte y fiel como el amor que llena tu Corazón.
- Te consagramos nuestros hogares, que buscan reproducir los valores familiares de tu casita de Nazaret.
- Se consagran a ti los laicos de esta parroquia, que quieren ser fieles a su vocación evangelizadora y misionera, y se esfuerzan por construir un mundo más humano. 
- Se consagran a Ti, María, los jóvenes, que aguardan el cumplimiento de tantas promesas y el logro de una auténtica realización personal en un Perú unido, integrado, no excluyente.
- Te consagramos, Madre, a los niños, cuya inocencia manifiesta la bondad de su Creador y cuya pequeñez revela la grandeza de nuestro Padre del Cielo; ellos, nuestros niños,  merecen un mundo más pacífico, un planeta mejor cuidado.
Sé para nosotros, María, puerta del cielo, vida, dulzura y esperanza, para que todo lo que digamos y hagamos vaya encaminado siempre a la mayor gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 
Amén.

lunes, 7 de mayo de 2012

V Domingo de Pascua

La vid y los sarmientos.
Jn 15, 5-17.
Jesús se definió a sí mismo en relación con nosotros empleando diversos símbolos: Yo soy el pan de vida (6,35), Yo soy la luz del mundo (8,12), Yo soy la puerta (10,7.9), Yo soy el buen pastor (10,11), la resurrección y la vida (11,25), el camino, la verdad y la vida (14,6).  Ahora dice: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”. 
La alegoría de la vid estaba ya en algunos textos proféticos del Antiguo Testamento,  concretamente en la canción de la viña de Is 5,1-7 y en la parábola de la vid de Ez 15,1-8, pero en ellos la vid aludía al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús se aplica el símbolo de la vid para hacer referencia al misterio de su persona y a la relación que ha de tener con él quien lo sigue como verdadero discípulo suyo.
“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”. Dice Jesús a sus discípulos presentes y futuros. La comparación es clara. La vid y los sarmientos son una sola vida, una sola planta, con una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús la unión profunda que ha de haber entre él y aquellos que lo siguen, que lo aman y cumplen sus enseñanzas. 
Esta unión entre Jesús y nosotros se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de afecto y amor entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la persona permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se siente en casa. En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a cada uno de nosotros es nuestra casa, el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de hijos. Es lo que más desea Jesús hacernos vivir: una relación personal, firme, íntima y estable de él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos. Pero el permanecer es también mantenerse. El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y que, después, por las vicisitudes de la vida, se deja enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás. 
Otra idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Cristo es el “dar fruto”. Por tanto, la vida entera del cristiano ha de manifestar que está identificado con el Señor, con sus opciones, sus valores, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su maestro, a quien imita. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir, cambiar... Vista desde esta pespectiva, la vida espiritual del cristiano es como un combate, un esfuerzo constante por conquistar cada vez más la propia libertad para empeñarla toda entera en la realización de los valores del evangelio. Por eso la poda es necesaria. ¿Quién puede decir, en efecto, que ya ha suprimido para siempre lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Si somos sinceros, hemos de reconocer que siempre podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario, sería quedar condenados a la esterilidad del sarmiento que se echa a perder. 
No creamos, sin embargo, que esta labor sobre nosotros mismos ensombrece nuestra vida. Todo lo contrario, porque es una lucha que se sostiene por motivaciones muy profundas y positivas. La parábola nos hace ver que el fruto de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de la alegría y del amor, símbolo por tanto de aquello que siempre hace falta para que la vida sea verdaderamente humana y feliz. El punto de llegada es la alegría que Jesús nos comunica y que realiza todos los anhelos humanos. Por eso, la alegría será siempre nuestra motivación más certera, como lo es para el labrador de aquella otra parábola de Jesús, que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, fue y empeñó todo lo que tenía para adquirir ese campo. 
Quien vive de esta alegría, vive también la urgencia de la misión: se siente impelido a compartir con otros sus convicciones y la profunda satisfacción que ellas le producen. El verdadero discípulo busca, pues, ganar otros discípulos para Cristo y su Reino, y esa “ganancia”, realizada sobre todo a través del testimonio que da con su propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la parábola de la vid. 
“Por sus frutos los conoceréis”. Hay cristianos y comunidades que transmiten eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso contradicen con su ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la transformación de la propia persona, del ambiente en que se vive, de la sociedad. Y no bastan los “frutos” privados que no vayan acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir la fe en su aspecto íntimo y privado, con frutos “religiosos” y piadosos pero que no manifiestan la fraternidad y la justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo. 
No cabe el desánimo. Lo sabemos bien: siempre contamos con la gracia del Señor que viene en ayuda de nuestra debilidad. Esta ayuda, en forma de alimento que capacita y fortalece, se nos da en la eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos hace comulgar realmente con él y con los hermanos: quien come la carne del Señor y bebe su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.

miércoles, 2 de mayo de 2012

IV domingo de Pascua.


Jn 10, 27- 30 El Buen Pastor

El evangelio de hoy nos recuerda que el Señor es Buen Pastor. Si le quitamos todo retoque sentimental a la alegoría del pastor, podemos apreciar que ella nos remite a lo más nuclear de la persona del Señor: Jesús supo amar de verdad, su amor no fue una cuestión coyuntural, fue su permanente y único modo de ser. Por eso Jesús sorprende y fascina, lo aman y veneran no sólo los cristianos sino gentes de otras tradiciones religiosas y aun muchos no creyentes: por su amor, por su no violencia, por su bondad. “Allí actuaba un hombre simplemente bueno, cosa que no había ocurrido antes” (E. Bloch). 
Pero ¿cómo pudo Jesús de Nazaret amar con la solicitud y donación tan plena que él describe, hablando de sí mismo como el buen pastor? La respuesta la encontramos en su última frase: “El Padre y yo somos uno”, que es por donde habría que comenzar a explicar la parábola. Porque esta frase nos dice –aparte de todas las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial entre el Padre y el Hijo en la vida trinitaria– que si Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, que equivale a una compenetración total entre él y Dios, a una armonía plena de voluntades y de comportamiento. Precisamente por estar unido a Dios, Jesús estaba unido a todos los hombres, hijos e hijas de Dios, su Padre.
Jesús vivía permanentemente en el amor de Dios, se sabía totalmente acogido y aceptado por él y esta absoluta confianza suya en Dios le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos y hermanas la mejor vida que podían vivir. De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros, pecadores y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15,ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él y él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor. Jesús no es sólo un testigo del amor de Dios, sino el cumplimiento del amor incondicional de Dios por nosotros. 
Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados se percibían objeto de la misericordia (Mt 25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones, forja vínculos de unión y permite reconocer que la fraternidad, las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón. 
 “Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí”. Estas palabras condensan lo que hizo Jesús: en todo momento se esforzó por unir a las personas, hacerles sentir el amor de su Padre para que se comportaran como hermanos, por encima de toda diferencia de raza o cultura o condición social. Su amor universal se extiende a toda la humanidad, abarca a las “otras ovejas que no son de  este redil”. Y como el mismo evangelio de Juan apunta más adelante, “Jesús moriría por toda la  nación y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de  Dios que estaban dispersos” (11,51s). Ser pastor, para Jesús, consiste en manifestar el amor que Dios su Padre tiene a todos los hombres, sin distinción, pero mostrando al mismo tiempo una especial solicitud  por las ovejas débiles, por las perdidas y descarriadas para que no se pierda ninguno de sus hijos e hijas. Este Dios expresa una gran alegría en el cielo cuando los descarriados y excluidos son integrados realmente y pueden vivir en la comunidad el amor que él les tiene.
En su dimensión eclesial, la parábola del Pastor, recuerda a la comunidad cristiana y en particular a sus jefes, su deber de promover la integración de los “pequeños”, es decir de los débiles. Hay en la parábola una seria advertencia a los que ejercen el oficio de pastor para que asuman en el trato que dan a los demás, las actitudes del Buen Pastor, que nunca lucra con el rebaño, que conoce a sus ovejas y éstas saben que está dispuesto siempre a servirlas, incluso a dar su vida para que tengan vida. 
La parábola tiene también un contenido social. La convivencia social necesita de personas entregadas al servicio de la colectividad. No se los llamamos pastores, como en la antigüedad greco-latina, sino líderes, jefes, representantes. Estas personas saben que la autoridad les viene por delegación, que deben ejercerla como servicio y que en todo su obrar debe primar siempre la honestidad, el derecho y la justicia. 

Todos, en fin, ejercemos una cierta autoridad, somos pastores en algún sentido: en el hogar, en la escuela, en el centro de trabajo… Pidamos al Señor que sus actitudes de Buen Pastor inspiren el ejercicio del servicio de autoridad que nos toca cumplir.