Curación de la mujer enferma y resurrección
de la hija de Jairo
(Mc 5,21-43)
En este pasaje, como en otros del evangelio, aparece la actitud que tuvo Jesús con la mujer. Se trata aquí de dos mujeres, cuya enfermedad, a la exclusión social de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, añadía el estigma de la impureza cultual, para ellas y para quien las tocase; pero nada de eso fue impedimento para que Jesús tratara con ellas con una solicitud cargada de sentimiento. Sin temer las críticas que podían venirle por transgredir normas y prejuicios religiosos y sociales, Jesús rompió con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad.
El evangelio de hoy nos hace ver también que la fe cristiana es una relación personal con la persona viva de Jesucristo. Lo que mueve al verdadero creyente no es un mero recuerdo, ni un mensaje, ni un ideal por sublimes que sean; el creyente se vincula personalmente con Cristo y le confía todo lo que es, lo que hace y lo que necesita.
Este “realismo” propio de la fe como relación con Cristo, el texto de hoy lo sugiere con el gesto concreto de tocar: Jairo pide a Jesús que imponga las manos sobre su hija; la mujer enferma “tocó el manto de Jesús”; el mismo Jesús pregunta: ¿quién me ha tocado? Analógicamente podríamos decir que la fe nos permite “tocar” no física sino espiritualmente la persona de Cristo resucitado que salva y da vida. Tocar es comunión, cercanía, forma de conocer y de establecer contacto. Es lo que ocurre en la experiencia de Dios. Esto supuesto, veamos cómo se desarrollan las dos escenas.
Se trata de dos mujeres en situación de extrema necesidad. La primera lleva 12 años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han sido capaces de curar. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo y del desposorio; pero que está enferma de muerte. Si no viene el Esposo que la tome de la mano... Esta niña-mujer, por ser, además, hija del jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Dios, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé.
Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Su enfermedad la humilla, la hace sentirse inmunda, por eso lo sigue desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar. Experiencias así pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. La fe entonces se expresa como el deseo de que Dios nos tenga en cuenta, vuelva su mirada a nosotros, como dice el salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos. Y Él nos busca con la mirada, atento a nuestra necesidad, dispuesto a dar esperanza.
¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe interior de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor; es reconocer que no hay nada oculto entre ella y Jesús; es dejar que él disponga las cosas según su voluntad. La confianza constituye un elemento esencial de la verdadera fe. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con ternura: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal.
Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto. ¿Para qué seguir molestando al Maestro?, le dicen. Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrevenga el miedo a la muerte, el sentimiento de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo invita a superar el temor a la muerte: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo.
Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte, que el evangelio presenta como un sueño. Jesús le quita dramatismo. Por su resurrección, la muerte pierde su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15).
Hay también una dimensión eclesial en el relato. Jesús entra en casa de Jairo en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres testigos de su transfiguración (anticipación de su triunfo) y de Getsemaní (lucha contra la muerte). Toma también consigo al padre y a la madre de la niña: los 5 amigos del Esposo. Con la niña y Jesús, se alcanza el número 7. Jesús y la comunidad (los siete) enfrentan la muerte.
El tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria simbolizan el mundo en el que hay que anunciar el mensaje de la resurrección, mensaje de que la muerte ha sido vencida. A ese mundo de “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Cor) envía el Señor a los que le siguen para continuar su misión de dar vida.
Entonces, dice el evangelio, Jesús tomó la mano de la niña. Le pertenece. Y la saca del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: Muchacha, a ti te hablo, levántate). En estas palabras hay un eco del amor de Dios por su pueblo, tal como lo expresa el Cantar de los Cantares: ¡Levántate amiga mía, hermosa mía, y ven! (Cant. 2). Conviene advertir también que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también: ¡Resucita!, y es el verbo de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de Uds. a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).
La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor – con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto.
Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar...
El mensaje es claro: En nuestra relación personal con Jesús experimentamos la bondad de Dios y nos movemos a hacer nuestros sus sentimientos sobre todo para con los que sienten su vida amenazada y sin esperanza… En la plegaria eucarística pedimos: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Es tarea que todos debemos asumir.
Curación de la mujer enferma y resurrección
de la hija de Jairo
(Mc 5,21-43)
En este pasaje, como en otros del evangelio, aparece la actitud que tuvo Jesús con la mujer. Se trata aquí de dos mujeres, cuya enfermedad, a la exclusión social de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, añadía el estigma de la impureza cultual, para ellas y para quien las tocase; pero nada de eso fue impedimento para que Jesús tratara con ellas con una solicitud cargada de sentimiento. Sin temer las críticas que podían venirle por transgredir normas y prejuicios religiosos y sociales, Jesús rompió con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad.
El evangelio de hoy nos hace ver también que la fe cristiana es una relación personal con la persona viva de Jesucristo. Lo que mueve al verdadero creyente no es un mero recuerdo, ni un mensaje, ni un ideal por sublimes que sean; el creyente se vincula personalmente con Cristo y le confía todo lo que es, lo que hace y lo que necesita.
Este “realismo” propio de la fe como relación con Cristo, el texto de hoy lo sugiere con el gesto concreto de tocar: Jairo pide a Jesús que imponga las manos sobre su hija; la mujer enferma “tocó el manto de Jesús”; el mismo Jesús pregunta: ¿quién me ha tocado? Analógicamente podríamos decir que la fe nos permite “tocar” no física sino espiritualmente la persona de Cristo resucitado que salva y da vida. Tocar es comunión, cercanía, forma de conocer y de establecer contacto. Es lo que ocurre en la experiencia de Dios. Esto supuesto, veamos cómo se desarrollan las dos escenas.
Se trata de dos mujeres en situación de extrema necesidad. La primera lleva 12 años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han sido capaces de curar. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo y del desposorio; pero que está enferma de muerte. Si no viene el Esposo que la tome de la mano... Esta niña-mujer, por ser, además, hija del jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Dios, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé.
Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Su enfermedad la humilla, la hace sentirse inmunda, por eso lo sigue desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar. Experiencias así pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. La fe entonces se expresa como el deseo de que Dios nos tenga en cuenta, vuelva su mirada a nosotros, como dice el salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos. Y Él nos busca con la mirada, atento a nuestra necesidad, dispuesto a dar esperanza.
¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe interior de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor; es reconocer que no hay nada oculto entre ella y Jesús; es dejar que él disponga las cosas según su voluntad. La confianza constituye un elemento esencial de la verdadera fe. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con ternura: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal.
Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto. ¿Para qué seguir molestando al Maestro?, le dicen. Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrevenga el miedo a la muerte, el sentimiento de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo invita a superar el temor a la muerte: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo.
Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte, que el evangelio presenta como un sueño. Jesús le quita dramatismo. Por su resurrección, la muerte pierde su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15).
Hay también una dimensión eclesial en el relato. Jesús entra en casa de Jairo en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres testigos de su transfiguración (anticipación de su triunfo) y de Getsemaní (lucha contra la muerte). Toma también consigo al padre y a la madre de la niña: los 5 amigos del Esposo. Con la niña y Jesús, se alcanza el número 7. Jesús y la comunidad (los siete) enfrentan la muerte.
El tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria simbolizan el mundo en el que hay que anunciar el mensaje de la resurrección, mensaje de que la muerte ha sido vencida. A ese mundo de “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Cor) envía el Señor a los que le siguen para continuar su misión de dar vida.
Entonces, dice el evangelio, Jesús tomó la mano de la niña. Le pertenece. Y la saca del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: Muchacha, a ti te hablo, levántate). En estas palabras hay un eco del amor de Dios por su pueblo, tal como lo expresa el Cantar de los Cantares: ¡Levántate amiga mía, hermosa mía, y ven! (Cant. 2). Conviene advertir también que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también: ¡Resucita!, y es el verbo de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de Uds. a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).
La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor – con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto.
Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar...
El mensaje es claro: En nuestra relación personal con Jesús experimentamos la bondad de Dios y nos movemos a hacer nuestros sus sentimientos sobre todo para con los que sienten su vida amenazada y sin esperanza… En la plegaria eucarística pedimos: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Es tarea que todos debemos asumir.