miércoles, 25 de julio de 2012

Domingo 22 de Julio


EL BUEN PASTOR
(Mc 6,30-34)

En estos cuatro versículos tenemos toda una síntesis de vida cristiana. La escena viene a continuación de la que comentamos el domingo pasado: los discípulos, enviados por Jesús, habían salido a predicar y habían realizado curaciones (6,7-13). De vuelta de su misión se reúnen con Jesús para contarle lo que han hecho y enseñado. Desde que el Señor los llamó “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mt 3), forman el grupo de sus seguidores, eso es lo que los define (3,14). Por su parte, Jesús muestra una especial predilección por ellos, establece con ellos una unión entrañable. Ellos lo acompañan adonde va y, en esa convivencia diaria, él los forma, les revela los secretos del reino de Dios, les transmite su estilo de vida, sus actitudes y criterios más característicos. Ellos lo observan día a día, ven cómo ora a su Padre, cómo se conmueve ante la multitud hambrienta, cómo se alegra por sus triunfos apostólicos. Le verán incluso estremecerse ante la inminencia de su muerte violenta... Poco a poco ya no habrá secretos entre ellos (Jn 15,15: Yo no los llamo siervos sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor), sus palabras habrán pasado a ser carne y sangre en ellos.


Grupo de jóvenes en el seminario Nacional Juvenil KOSTKA (lima)
Fotografia de: Facebook SJoven Perú
En la escena que comentamos los vemos reunidos en torno él. Es lo propio del discípulo, y lo que define al cristiano: estar con el Señor, conocerlo internamente para más amarlo y seguirlo.


Jesús les escucha hablar de la misión cumplida y los invita: “Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado, para descansar un poco”. Detrás de estas palabras resuena el eco de aquellas otras que refiere Mateo: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré”. Resuena también, en profundidad y como marco de lo que vendrá después, la experiencia del Éxodo en el desierto, donde el pueblo de Israel experimentó la liberación realizada por Dios, lo reconoció y lo adoró. Ahora, en un lugar deshabitado, que simboliza al desierto, Jesús seguido de sus discípulos va a congregar a la multitud y fundar el nuevo pueblo, que vivirá la liberación verdadera: los alimentará con el pan bajado del cielo, no con el maná que comieron sus padres, sino con el pan vivo que da vida eterna. 
Vamos a descansar un poco, les dice, revelando la solicitud afectuosa con que los trata. Debemos escuchar estas palabras como dirigidas a nosotros; sólo así la Escritura es palabra eficaz, que toca nuestra situación y nos cambia. Necesitamos oír esta invitación, porque – quizá sin darnos cuenta – podemos estar llevando una vida que nos deshumaniza: agitados, programados, a la búsqueda ansiosa de valores útiles en sí, pero no sustanciales. Con ello, las relaciones personales, que son en definitiva lo más hermoso y satisfactorio de la vida, se perjudican. Sin el tiempo gratuitamente gastado en estar juntos los que se quieren, el amor decae, la amistad se desgasta. Lo mismo ocurre con Dios. Como toda relación, la amistad con Cristo hay que cultivarla, pero ¿cómo vamos a hacerlo si no nos damos tiempo para ponernos a solas con él? Por eso debemos procurar hallar tiempos y espacios especiales para la oración. Esos son los “lugares deshabitados”, donde entramos en la dimensión de nuestro interior, tocamos lo que es verdaderamente esencial y nos apartamos todo aquello que, desde el exterior, nos desgasta y desorienta.

Se fueron, pues, ellos solos -Jesús y los discípulos- en la barca a un lugar deshabitado, pero las circunstancias cambiaron de improviso y el descanso que querían tener se les frustró. La gente que va y viene, corre y se apretuja por ver a Jesús, ha llegado antes a la otra orilla. No le dejan tiempo para el merecido descanso ni para comer con los suyos (cf. 3,20). Jesús se conmueve. Es consciente de que esa muchedumbre busca el logro de la existencia y pone en él su esperanza. Por eso, no puede reprocharles su conducta, se llena de compasión porque los ve como ovejas sin pastor (cf. Nm 27,17; Ez 34,5; Zac 13,7). No puede sino obrar con misericordia, no le queda más  remedio que atender a sus expectativas y procurar encauzarlas debidamente. Jesús aprovecha este momento para continuar lo que viene realizando desde el inicio de su actividad: congregar, unir (1,38s). Por eso, se puso a enseñarles con calma. Jesús asume la figura del buen pastor.
Esta imagen de Jesús que se conmueve ante las “ovejas sin pastor” nos hace apreciar lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad. Su amor no fue una cuestión coyuntural, simplemente, fue el mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo. En Jesús se nos da la certeza de que Dios nos ama de un modo incondicional e inquebrantable. Mezclados entre la multitud, sintiéndonos parte de esa gente que lo busca, experimentamos nosotros también que él nos acoge y acepta no porque seamos buenos o cuando somos buenos, sino porque él mismo es bueno y fuente de bondad, amor, misericordia encarnada. Tocamos aquí algo de lo que debemos examinarnos continuamente porque es fundamental para la vida de fe: ¿creo realmente que el amor de Dios es incondicional? ¿Lo creo para mí de verdad, lo creo en cada circunstancia? 
Pero hay algo más. Cuando Jesús se duele de las ovejas de su pueblo, abandonadas por sus pastores, él nos invita a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar con su mismo amor. Sean compasivos como su Padre celestial es compasivo, nos dijo. Todos debemos serlo. La compasión es el amor eficaz que responde ante el sufrimiento humano. Jesús es la misericordia activa de Dios. Él nos enseña que, cuando se realiza bien, la compasión no humilla a los que sufren sino que les devuelve con ternura la dignidad que han podido perder. Nuestra sociedad está necesitada del “principio  misericordia” que debería inspirar y unificarlo todo.
Por último, hay en este pasaje una enseñanza sobre nuestro ser pastores. Todos podemos ser pastores, en la medida en que nos corresponde ejercer algún tipo de autoridad o responsabilidad sobre otros: padres, educadores, sacerdotes, poderes públicos...; pero en un sentido amplio todos debemos ser responsables y solidarios unos de otros.