Jesús rechazado por los suyos
(Mc 6, 1-6)
En el evangelio del domingo pasado, vimos el ejemplo de fe dado por la mujer enferma de hemorragias y por el jefe de la sinagoga que tenía a su hija en peligro de muerte. En el pasaje de hoy, en cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede hacer ningún milagro y expresa la desilusión que le causan sus propios paisanos y parientes: Un profeta sólo es despreciado en su propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos.
El hecho ocurre en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo en donde Jesús ha vivido la mayor parte de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares que lo conocen desde niño, que lo han visto crecer y actuar entre ellos, pero que a pesar de ello, o precisamente por ello mismo, no creen en él. Se puede estar cerca de Jesús y, sin embargo, no creer en él.
Con esto, los nazarenos y los parientes de Jesús se asemejan a los fariseos y jefes del pueblo, pero su rechazo es más doloroso para Jesús porque son “los suyos”. Más aún, en el cap. 3, 21-23 se narra otro incidente que pone de manifiesto hasta dónde podía llegar esta incredulidad: los parientes de Jesús quisieron llevárselo a casa porque decían que estaba loco. No fueron capaces de ver más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no era más que un simple paisano, un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón” (6,3), a quienes ellos conocen y de quienes se lo saben todo.
Conviene aquí decir una palabra sobre los “hermanos de Jesús”. algunos grupos evangélicos suelen utilizar textos como éste para argumentar que María no era virgen porque había tenido otros hijos. De los “hermanos de Jesús” hablan los evangelios y Pablo. Desde muy antiguo hubo discusión sobre textos como: Mt 1,25 (lit. “Y [José] no la conoció [a María] hasta el día en que ella dio a luz”). Y lo mismo sobre Lc 2,7 (“Y dio a luz a su hijo primogénito”). – San Ambrosio y San Cirilo Alejandrino afirman que esos hermanos de Jesús serían hijos de un primer matrimonio de José. San Jerónimo resuelve: el significado de hermano en hebreo es muy amplio y abraza a los primos. También el término griego empleado por los evangelios, adelphós, puede significar hermanos y parientes, primos concretamente. En la Biblia se lee que Abraham llamaba “hermano” a Lot, pero Lot era sobrino de Abraham. Y se le lee también que Jacob llamaba “hermano” a Labán, pero Labán era tío de Jacob. Generalmente, se llamaba “hermanos” a los consanguíneos, pero también a los descendientes de un mismo abuelo. Finalmente, los hermanos mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos cargados de significación simbólica: Santiago significa Jacob, padre de las tribus hebreas; José, es el hijo de Jacob; Judas, que es Judá, es otro hijo de Jacob; y Simón, que es Simeón, también es hijo de Jacob.
Dice el texto que la multitud que escuchaba a Jesús estaba asombrada por el modo como enseñaba y por los milagros que hacía. No podían aceptar que la sabiduría y el poder de Dios altísimo podían actuar en un hombre como ellos. La idea que tenían del Mesías por venir les impedía reconocer en Jesús al Enviado plenipotenciario, al mensajero divino que traía la palabra y revelación definitiva de Dios, en una palabra, al Salvador de Israel y de la humanidad.
Estamos aquí ante el escándalo de la encarnación de Dios, que llevará finalmente a los fariseos y jefes del pueblo a acusar a Jesús de blasfemia por usurpar el puesto de Dios. Es el mismo escándalo que llevará a los discípulos a abandonar a su Maestro, al verlo acusado por sus jefes religiosos, encarcelado y muerto a manos de los paganos en una cruz. Y es también el escándalo que nos lleva a no aceptar a Cristo y su doctrina, tal como aparece en el evangelio, por preferir un Cristo a nuestra medida, un cristianismo a nuestro gusto. Se puede ser de los suyos, formar parte de su grupo de íntimos, participar incluso en su misma mesa y no decidirse a seguirlo. Se puede ser de los suyos y renegar de él, matarlo. Por eso Jesús dijo que su verdadera familia no es la de quienes están ligados a él con vínculos de carne, sino los que escuchan la palabra de Dios, su Padre, y la ponen en práctica (3,35).
Desde otra perspectiva se puede ver también una cierta semejanza entre algunas actitudes que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de Nazaret. Nada hay más cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y no la abandona nunca. Es en la Iglesia en donde se nos comunica el Espíritu del Señor que nos conduce a la verdad plena. Sin embargo, en el cristiano individual –cualquiera que sea el rango que ocupe en la jerarquía- y en enteros grupos dentro de ella, la Iglesia puede actuar como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un Mesías a la medida de sus recortadas miras humanas.
Pero se da asimismo la actitud de quienes, por la idea que tienen de los planes de Dios, se niegan a amar a la Iglesia porque les escandaliza su parte más humana, más pesada, más opaca que impide que el rostro amable del Señor se transparente en ella. Son los que quieren una Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo de trigo sin cizaña, red que reúne peces de una sola especie, el cielo en la tierra. Con ello reproducen la actitud de aquellos judíos que se negaron a ver en la “carne” del pequeño carpintero de Nazaret la presencia del Enmanuel, Dios con nosotros. En la Iglesia se reproduce a otra escala el misterio de la encarnación. El concilio Vaticano II señaló la semejanza que existe entre el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia con sus inevitables limitaciones. Dios ha querido incorporarse a la historia en un hombre de nuestra misma condición: limitado, débil, pobre, capaz de sufrir y de morir en una cruz (cf. 1 Cor 1, 18-25). La Iglesia prolonga esta sorprendente presencia de Dios a través de lo débil. Por eso hoy se puede rechazar a la Iglesia como rechazaron los nazarenos a Jesús por no ver en él más que un simple carpintero. La Iglesia siempre será motivo de extrañeza y hasta de escándalo. Y es a esta Iglesia, con sus limitaciones y pecado, a la que aceptamos, amamos y procuramos construir desde dentro, colaborando para que no sea siempre así, para que, a partir de su condición de pecadora que Cristo bien conoce –como conocía los defectos y pecados de Pedro y de cada uno de sus apóstoles–, se esfuerce cada día por ser más fiel al Evangelio.