martes, 8 de octubre de 2013

Homilía Domingo XXVII del Tiempo Ordinario


EVANGELIO: Lc 17,5-10

“Si tuvieran fe como un grano de mostaza, le dirían a ese árbol arráncate…, y les obedecería”. El mensaje es claro: la fe tiene siempre un contenido de confianza en Dios, que lleva a la persona a trascender sus propias limitaciones y lograr resultados que nunca habría podido sospechar. Quien confía en el poder amoroso de Dios, puede decir con san Pablo. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. La confianza en Dios, afianza la confianza de la persona en sí misma y ante los demás; es base de la autoaceptación, estima y seguridad propia.   

La fe no consiste únicamente en aceptar un conjunto de verdades dogmáticas que declaramos en el Credo, sino mucho más. Es poner en manos de Dios toda mi existencia: mis esperanza y temores, lo que tengo y deseo, mi vida y mi muerte. Por eso, para los que creen, Dios es lo más importante del mundo.

Cuando digo: “Creo en Dios”, me dirijo a él, le remito toda mi realidad, lo veo todo desde él y hacia él; considero un don suyo cuanto tengo o poseo y vivo agradecido. Tener fe es percibir la presencia y acción del amor Dios en todas las cosas, que lleva a decir con San Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento... todo mi haber y poseer…”

De una u otra manera, la persona humana anhela hallar una referencia absoluta a la que remitir todos y cada uno de los acontecimientos de la vida y que les dé sentido. Con frecuencia muchos intentan acallar este anhelo con los bienes más dispares: amor a una persona, familia, hijos, éxito, fama, reconocimiento, dinero, vitalidad, sexualidad... “Donde pones tu corazón y donde te abandonas, eso es tu Dios” (Martin Lutero). El creyente pone su corazón de la forma más definitiva y radical en ese “valor” que llamamos Dios. No desprecia los otros valores, pero los considera relativos respecto a él, los refiere a él, los pone a su servicio. Recuerda las palabras de Jesús: “Busquen primero el reino de Dios y él les dará todo lo demás” (Lc 12,31). Ante Dios todo es relativo, sólo en referencia a él adquiere su verdadera importancia y su pleno valor.

¿Pero cómo se puede tener una fe así? El ponerse en manos de Dios se hace posible en el encuentro con Jesucristo. En ese encuentro personal, uno es capaz de decir: porque existe esa persona que llamamos Jesucristo, porque su vida y su muerte son para mí la prueba más sorprendente y segura de que Dios me ama y sólo quiere mi felicidad, yo puedo por mi parte decir sí a Dios de manera libre, agradecida y responsable.

La fe en Dios no es para solucionar dificultades y problemas. Pero sí para hallar sentido y orientación a la vida. El creyente sabe que procede de Dios y se dirige a él, que su vida está en las buenas manos de Dios. Por eso nada está definitivamente perdido. Mi vida puede empezar de nuevo en cualquier momento. La fe es una fuerza movilizadora que hace posible lo que parece imposible. La fe puede hacer del creyente –hasta el más pecador y perdido, hasta el más angustiado y deprimido- una maravilla de bondad, de justicia, de rectitud, de generosidad... Esta es la fe que mueve montañas, o arranca un árbol y lo planta en el mar. 

La parábola del servidor que sirve a su señor nos hace ver por qué no debemos creer de manera interesada. “Cuando hayan hecho lo que se les había mandado, digan: somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer”. “Inútil” aquí no es peyorativo, puesto que el criado ha cumplido la misión que se le había encomendado. Quizá habría que traducir mejor: “Somos simples siervos”, sin derecho ni mérito ligado a nuestro trabajo. Es la invitación de Jesús a la gratuidad: a hacer el bien sin buscar recompensa, sabiendo que Dios no necesita de nuestras buenas obras, sino que somos nosotros los que nos beneficiamos de esas buenas obras. El premio está en la misma obra bien hecha. 

“Somos unos servidores sin importancia: no hemos hecho otra cosa que nuestro deber”.

     Sé siempre fiel en las cosas pequeñas, porque en ellas reside nuestra fuerza. Para Dios no hay nada pequeño. Para él todas las cosas son infinitas. Practica la fidelidad en las cosas más mínimas, no por su propia virtud, sino porque la cosa más grande es la voluntad de Dios. No busques actos espectaculares. Debemos renunciar a todo deseo de contemplar el fruto de nuestra labor, cumplir solamente lo que podemos, de la mejor manera que podamos, y dejar el resto en manos de Dios. Lo que importa es el don de ti misma, el grado de amor que pones en cada una de tus acciones (Beata Teresa de Calcuta (1910-1997).





miércoles, 29 de mayo de 2013


FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En la oración de esta eucaristía hemos pedido la gracia de conocer el misterio de Dios Trinidad. Pero ¿qué entendemos por misterio? Generalmente se cree que misterio es una suerte de enigma, que la mente humana es incapaz de entender. Pero ese es un concepto muy estrecho. Los misterios de nuestra fe son verdades reveladas, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos, nos las ha comunicado y que, una vez acogidas, no dejan de dársenos a conocer incesantemente, produciendo efectos en nuestra vida. No son ideas abstractas sino verdades que iluminan y transforman la vida, dándole sentido y calidad.

Trinidad es comunidad de personas. Dios no es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de Juan: “Dios es amor” pone justamente de relieve esta relación interna amorosa que constituye el ser de Dios: el que  ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y que los une (el Espíritu Santo). Y porque Dios es así, la persona humana alcanza su pleno desarrollo en su relación de hijo para con Dios y de hermanos de los demás. A eso se refiere la bendición del comienzo de la misa: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo estén con ustedes” (2 Cor 13, 11-13). Jesucristo obtiene para nosotros la gracia de la salvación. El Padre es el Dios del amor, y nuestra comunión con Dios, es el Espíritu Santo, amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

Por gracia especial, Israel había intuido a lo largo de su historia, de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Sobre todo, en la época de los grandes profetas, creyó ya en Dios como Padre, creador y señor, que se había escogido un pueblo para desde él ofrecer a toda la humanidad el don de la salvación. Israel se había acercado también al misterio de Dios al experimentar su fuerza, Ruah, que como fuego o viento impetuoso sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor verdadero, instruye en la Ley del Señor. Y por la inspiración de los profetas, había intuido también que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación plena de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos afirmar que sin Jesús, difícilmente podríamos haber conocido que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos estas cosas, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de santificar todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. Por este Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda esclavitud y temor. Por él constituimos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Esta es la esencia de nuestra fe cristiana: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y que en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.

Podemos decir también que el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando la comunidad humana. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su más cercana y parecida expresión. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

lunes, 20 de mayo de 2013


Pentecostés

Después de su ascensión Jesús, fiel a su promesa, envío desde su Padre el Espíritu Santo (Jn 14,2.15-17.25-26;15,26-27;16,4b-11.12-15), por medio del cual hace posible su presencia secreta en la Iglesia y en la vida de todos nosotros a lo largo de la historia.

Generalmente se tiene del Espíritu una idea deficiente y errónea, como algo, una cosa abstracta y etérea, un concepto o una fórmula y no como lo que es en verdad y como nos enseñó a entenderlo Jesús, es decir, como un ser personal. Fue en efecto Jesús quien nos hizo apreciar y comprender primero a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, fuente de vida, creador y meta de toda criatura. Asimismo, por mantener con Dios una cercanía y familiaridad tan particular que le permitía llamarlo Abba, Padre, y por vivir en permanente comunión de vida con él, Jesús pudo ser reconocido no sólo como el mayor de los profeta y santos de la historia, sino realmente como el Hijo de Dios y Dios con nosotros. Finalmente, fue Jesús quien para después de su resurrección prometió e hizo posible una nueva presencia suya y del Padre con nosotros y en nosotros, y la llamó Espíritu Santo. En este Espíritu siguen viniendo a nosotros el Padre y el Hijo, en él nos unimos a Dios y participamos del ser divino, amor que ha sido derramado en nuestros corazones. 

Es el mismo Espíritu que santificó el seno de María, realizando la encarnación de Dios. Es el Espíritu que condujo a Jesús al desierto y descendió después sobre él en el Jordán. El Espíritu que llenaba de gozo a Jesús al orar a su Padre. El Espíritu que le acompañaba siempre, porque el Padre se lo había comunicado plenamente (Jn 3,34). Jesús le llamó Paráclito –defensor y consolador-  (Jn 14,16.25;  15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistiría a sus discípulos en los peligros y los llevaría al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). 

La venida del Espíritu Santo es la culminación de la Pascua. El evangelista Juan la relata señalando la acción que realiza en la Iglesia. Dice que el Señor Resucitado se presentó en medio de los discípulos, les infundió la paz y, después de mostrarles sus llagas y costado (es decir, de recordarles lo que había hecho por nosotros), sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… 

Este gesto simbólico evoca aquel primer gesto creador, mediante el cual Dios infundió el aliento de vida al hombre Adán. Ahora, mediante el soplo del Espíritu, Jesús hace de nosotros criaturas nuevas: hijos e hijas, libres y amados por Dios, sin temor para poder decir con Jesús: ¡Abba, Padre! Este Espíritu infunde coraje y determinación para cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el pecado no destruye el sentido y destino de la persona humana que se acerca a Cristo y acepta su perdón. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…

Según san Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo. 

El Espíritu Santo es consolador y abogado en las dificultades, problemas y persecuciones que pueden sobrevenir a la Iglesia y a los cristianos. Él nos mantiene alegres en la esperanza y firmes en la fe para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Espíritu de vida, lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa y dinamiza al mundo para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene todo el desarrollo de la humanidad en dirección del amor, la justicia y el bien común. Para ello nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios. Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor tribulación y soledad estamos dejados de la mano de Dios; pues, aunque no lo sintamos, él está con nosotros –y quizá entonces más que en otras ocasiones– con la fuerza triunfa en nuestra debilidad.

Vemos el influjo del Espíritu Santo ahí donde una persona atraviesa las pruebas de la vida con fortaleza y constancia; ahí donde, con confianza ciega, mantiene la dirección de su camino, fiel a los valores evangélicos. El Espíritu Santo capacita para la intuición certera de lo que es engaño, tentación y riesgo de la conducta, a la vez que comunica intrepidez y firmeza a las resoluciones coherentes de la persona auténtica, que se niega a entrar en componendas, y sabe decir rotundamente no, cuando hay que decir no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. El Espíritu Santo nos hace humildes, nos mueve a pedir consejo en las situaciones oscuras, y a conocernos a nosotros mismos, para velar y luchar con fidelidad ahí donde somos más vulnerables.

Ese Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: ¡Sí, ven Espíritu divino!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestro pensar y sentir para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; en una palabra, haznos semejantes a Jesús. 

lunes, 22 de abril de 2013

Homilia Domingo 21 de Abril de 2013


El Buen Pastor
(Jn 10, 27- 30)

La imagen del pastor y las ovejas pueden resultar poco sugerente hoy en un medio urbano. Jesús hablaba a una sociedad agrícola. Además han asumido con el tiempo otras significaciones. La del pastor se ha cargado de tonos sentimentales, y el ser ovejas de un rebaño suena a falta de personalidad, gregarismo o masificación. Pero si nos fijamos en la intención que tuvo Jesús al emplearas, veremos que ellas apuntan a lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad y sólo buscó hacer el bien. Por eso Jesús atrae y fascina hasta hoy, lo aman y veneran no sólo los cristianos sino también los de otras tradiciones religiosas y aun muchos no creyentes: por su amor, por su no violencia, por su bondad. “Allí actuaba un hombre simplemente bueno, cosa que no había ocurrido antes” (E. Bloch). 

Pero ¿cómo pudo Jesús amar con la solicitud y donación tan plena que él describe, cuando habla de sí mismo como el pastor bueno? La respuesta la encontramos en la última frase del texto: “El Padre y yo somos uno”. Esto quiere decir, entonces, que por esa singularísima relación de hijo a padre que Jesús tenía con Dios, y que se manifestaba como una compenetración total, una armonía plena de voluntades, un solo querer y obrar, por ello mismo estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios.

Jesús vivía referido permanentemente a Dios, hasta el punto de no poder percibirse a sí mismo sino como hijo de Dios. Jesús de Nazaret, en efecto, no puede entender sino como Hijo de Dios. Pues bien, de esta pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual pues todos eran para él hijos e hijas queridos por su Padre del cielo. Por ello se situaba ante los demás sin asomo de búsqueda interesada de sí mismo, más aún permitía que todas las personas pudieran ser ante él ellas mismas por saber comprendidas, e hizo que todos se sintieran llamados por él y acogidos: hombres, mujeres, niños, gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15,ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él. Más aún, Jesús no fue sólo un testigo del amor de Dios, sino el cumplimiento del amor salvador e incondicional de Dios por nosotros. 

Por eso Jesús fue diferente: por su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, por su simpatía activa con todos (cf. Mt 9,36; 15,32) y por su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres percibían la realización de la buena noticia de su liberación (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los enfermos y necesitados experimentaban la cercanía de Dios (Mt 25,31-45), los excluidos se sentían tenidos en cuenta y fortalecidos para desarrollar su propia estima (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a forjar relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia, con respeto y aprecio mutuo (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). El recuerdo de Jesús crea relaciones solidarias, porque la fraternidad y unión entre todos los seres humanos constituía el deseo más profundo de su corazón. 

Esto supuesto, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que ellas le siguen y él les da vida eterna, nos habla de la ternura paternal-maternal de Dios, que él, su enviado, ha venido a revelar. El Dios que, por boca de los profetas –concretamente  Ez 34 y en el Salmo 23- reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, se realiza históricamente en Jesús, buen pastor de su pueblo y de la humanidad. 

La relación que él establece con sus discípulos está hecha de intercambio mutuo, de intimidad y de afecto. Por eso dice: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”. El pastor no juzga, llama a cada uno por su nombre y los acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas. Su solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se mueven a adoptar su estilo de vida y asumir su forma de tratar a los demás como principio de su propia actuación.

“Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar”. Es la promesa que hace Jesús a los que le siguen: que llegarán a realizar el anhelo más profundo que tiene todo ser humano a una vida plena, cargada de sentido, fecunda, libre de amenazas, feliz para siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios como el don por excelencia. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad para quien cree en él. Es decir, quienes asumen los valores y actitudes que él manifiesta, experimentan la certeza de vivir una existencia bien encaminada hacia su plena y eterna realización en Dios. Quienes se confían a él y comulgan con él tienen a Dios de su parte, y cuentan con el mismo Jesús como el garante de sus vidas. “No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar” porque llevan una vida con validez duradera, definitiva, una vida que es participación de la vida misma de Dios inmortal. “Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrebatármelas”. El Padre de nuestro señor Jesucristo nos ha confiado a él, como su rebaño, a nada debemos temer. Basado en esta confianza invencible, San Pablo dirá: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién, en efecto, podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada? En todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (cf. Rom 8,35.37-39). 


lunes, 1 de abril de 2013


DOMINGO DE PASCUA
(Jn 20, 1-9)

La Pascua es la fiesta más solemne y bella de los cristianos. En ella celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. 
Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que el hecho en sí de la resurrección de Jesucristo aconteció de noche y sin testigos directos. Ya una vez resucitado, experimentaron su presencia viva unas cuantas mujeres y un grupo de discípulos, cuyo número no podemos precisar – Pablo dice que primero fue Pedro, luego los doce, después más de quinientos hermanos y él al final –.   A cada uno, a través una experiencia sólo apreciable por la fe y por el amor que había dejado en sus corazones, Jesucristo les hizo ver que era necesario que el Cristo padeciese para que pudiese entrar en la gloria del Padre. Mediante una acción nueva, creadora y resucitadora, Dios había sostenido a Jesús en la cruz, había impedido que su ser se hundiera en la nada y lo había situado al nivel de su propia existencia, en una nueva vida de resucitado, divina y eterna.

Esta experiencia de los primeros seguidores de Jesús debió de ser tremendamente densa, tanto que les cambió la vida por completo. A la hora de querer transmitirla a las generaciones futuras, vieron que se trataba de un hecho inenarrable, inefable, y sólo pudieron hacerlo empleando términos extraídos de la Escritura, que hacen referencia al poder creador con el cual Dios despertó a Jesús del sueño de la muerte, lo levantó, lo suscitó o resucitó, le hizo ascender a los cielos, y lo colmó de gloria. 

Los discípulos recobraron la esperanza, que había quedado arrasada por los acontecimientos del Viernes santo. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios garantizaba el valor de su vida, confirmaba su Palabra, lo rehabilitaba a los ojos de los hombres, lo presentaba como su enviado definitivo, Mesías e Hijo de Dios

Surge asimismo la conciencia de que la resurrección de Cristo y la resurrección de los muertos se implican mutuamente. Se hizo memoria de lo que Jesús había dicho: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá para siempre. Voy a prepararles un lugar. Hoy estarás conmigo en el paraíso… La esperanza humana más allá de la muerte quedaba también refrendada por Dios en la resurrección de su Hijo. Tal certidumbre abría para la humanidad un nuevo porvenir, era como la aurora de un mundo nuevo liberado, como el nacimiento del día definitivo, en el que el rostro de Dios brilla en el rostro de su Hijo Crucificado y en el rostro de sus hijos e hijas, el día de la luz que no conoce ocaso, el día en que vivimos. 

Los apariciones del Resucitado, que los evangelios nos relatan, manifiestan un interés central: enseñarnos a nosotros, que no hemos visto y sin embargo creemos, que amamos al Señor, aunque de momento no podamos verle (cf. 1Pe 1,8), cómo llegaron ellos a creer en su triunfo sobre la muerte, para que también nosotros en nuestras circunstancias particulares vivamos su experiencia y compartamos con ellos la alegría inefable y gloriosa (ibid.) propia de la fe en Cristo.

El relato de Juan (20, 1-9) que hemos escuchado describe los pasos dados por los discípulos en su camino hacia el reconocimiento de que el Crucificado había resucitado. Ellos vivieron un proceso lleno de sorpresas y no todos llegaron a la meta al mismo tiempo. El proceso se inicia con el anuncio –hecho aquí por María Magdalena-, pasa luego por el descubrimiento de la tumba vacía y concluye con la fe en la resurrección.


Los tres personajes del relato significan la diversidad de mentalidades, temperamentos y capacidades que pueden darse en la comunidad de los creyentes y cómo Jesús ayuda a todos a superar el escándalo de la cruz. Magdalena, Pedro y Juan representan también a la Iglesia que busca los signos del Resucitado en situaciones adversas. 

“Vio y creyó. No había comprendido la Escritura...” (vv. 8-9). Juan subraya la importancia de la Escritura para poder tener un encuentro personal con el Resucitado. Si el discípulo hubiese comprendido la Escritura, el anuncio hecho por la Magdalena le habría bastado quizá para creer en la resurrección. Tuvo que ver y después creer. Pero ¿qué vio en realidad? La tumba vacía, el sudario y las vendas. Ahora bien, estos elementos no dan origen a la fe pascual ni son una prueba incuestionable de la resurrección (los enemigos de Jesús dirán que sus seguidores robaron el cuerpo), pero sí permiten apreciar que la resurrección es un hecho consumado. Los ojos del discípulo iluminados por la fe le hacen reconocer que Jesús se ha levantado y vive para siempre. La figura emblemática del discípulo al que Jesús quería es símbolo del discípulo ideal de todos los tiempos. Se nos invita a identificarnos con él. 

Vivimos una época que exacerba el valor de lo material, hasta hacernos pensar que sólo existe y vale lo que podemos sentir, tocar, hacer o adquirir. La dimensión de lo trascendente queda a menudo arrinconada y olvidada. A los mismos creyentes les es difícil creer en la resurrección y demostrar en su vida práctica que no todo acaba en la muerte. La Pascua nos invita a vivir y proclamar la buena noticia de la resurrección en la tarea concreta que nos toca ejercer, cada cual según su vocación, pues esta es realmente una forma singular de evangelización.  

El Resucitado está en  la comunidad que anuncia su mensaje, celebra los sacramentos y testimonia su amor. Se encuentra sobre todo en la eucaristía, sacramento de su presencia y de su entrega. También en los hermanos necesitados que han de ocupar el centro de nuestro interés, porque Cristo se identifica con ellos. El verdadero discípulo descubre la presencia y acción del Resucitado y se esfuerza por testimoniar en su propia existencia, la vida eterna que Jesucristo ha ganado para nosotros con su resurrección. 









sábado, 30 de marzo de 2013

Homilía Viernes Santo 2013


VIERNES SANTO

Con estas palabras no quiero estorbar, sino más bien fomentar el silencio interior del corazón, que es la mejor actitud en que debemos estar después de oír el relato de la Pasión del Señor, tan denso, tan conmovedor, tan bello.

El evangelista san Juan presenta la pasión de Jesús como la revelación del mayor amor, que transforma la realidad más vil en gloriosa. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios. Esta transformación milagrosa acompaña toda la narración. La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: “¡He ahí al Hombre!”, “Aquí tienen a su Rey!,  todos son preparativos de su entronización. En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”. Toda la injusticia y malignidad del mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia. Jesús convierte su muerte de asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!

La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes actos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él solo, confía su madre al discípulo... Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua, signos de vida y fecundidad, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada, por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán al que atravesaron- para que sea él quien marque la dirección y sentido de nuestra vida, el camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento. 

"Crucifixion, as Seen from the Cross" by James Tissot.
Con estos sentimientos, acerquémonos ahora a adorar la cruz, en el momento culminante de la liturgia de este Viernes Santo. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle: 
“Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti” (Bto. Henry Newman) .


A la hora de nona

Por nuestro amor murió el Señor, 
en la cruz murió el Señor. 
Él nos mandó dar la vida 
como hermanos en señal de amor.

Planearon su muerte en silencio; 
asustaron con gritos al pueblo 
y en un leño colgaron su cuerpo 
a la hora de nona, 
a la hora de nona el Señor, 
el Señor murió. 
El Señor murió.

Es la hora de nona en mi pueblo, 
las sirenas de alarma han sonado, 
y mi pueblo se queda dormido, 
y mi hermano llora, 
y mi hermano muere, 
y el clamor de su voz no nos duele, 
y mi hermano muere.

Es la hora de nona en la tierra, 
es la hora del hambre y la muerte, 
es la hora del odio y la guerra, 
es la hora de nona 
cuando sufre mi pueblo, 
cuando crece el dolor y el engaño, 
cuando falta el amor.

viernes, 29 de marzo de 2013

Homilia Jueves Santo 2013


JUEVES SANTO

Estamos celebrando aquella misma Cena que el Señor, antes de padecer, quiso tener con sus amigos. Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima de su amor por nosotros: “Habiendo amado a lo suyos… los amó hasta el extremo”. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado injustamente a la muerte. Quiere anticipar estos acontecimientos en su Cena para preparar el ánimo de sus discípulos y recordarles que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida. Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que prefigura su muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada podrá romper. 

En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin levadura, las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo con la sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino, y en las sencillas palabras: “Esto es mi cuerpo..., mi sangre”, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su glorificación. 

La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del Señor como un mandato. “Hagan esto en memoria mía, dijo Jesús. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad. 

Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su Ultima Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros. Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo “¡Hagan esto!”.

En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con Aquel que recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”.  

Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos –pues sabe que los expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha. 

En esta noche santa hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor en su Cena y expresemos también nosotros nuestra acción de gracias. 
“Gracias, Padre, por el pan que nos das. 
Creador de todo, eres fuente de vida. 
Padre Nuestro, tú alimentas a todas tus criaturas. 
Te damos gracias porque, por medio de este pan y de este vino podemos asociarnos a tu obra creadora e imitar tu generosidad, compartiendo nuestro pan con nuestros hermanos más necesitados”. 
“Gracias, Padre, porque por medio de este pan que recibimos, nosotros mismos nos convertiremos en pan para la vida del mundo. 
Gracias por haberme dado la vida, que puedo transformar en una vida al servicio de los demás. 
Gracias porque puedo establecer alianza contigo y con todos mis hermanos”. 
“Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”. 
Cristo, maestro, ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea. 
Para que sea efectiva la unidad, enséñanos Jesús a compartir generosamente los bienes espirituales y materiales en verdadero amor fraterno. 
Fortalécenos en nuestra lucha por la justicia, en nuestros diario quehacer por superar tantas diferencias que humillan a nuestros hermanos pobres frente a los demás y contradicen el amor que decimos tenerte y la unidad en tu Iglesia. 
Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás, conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniéndonos íntimamente a ti, hermano y Señor de todos. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Domingo 17 de Marzo de 2013


El Papa Francisco
“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Isaías dice que caminábamos por un desierto, andar sin esperanza, paisaje de sequedad y dureza, chacales, avestruces, plantas secas, tierra árida y sin vida. De pronto, sin embargo, el Señor abre un camino por el desierto. En medio del desierto nos asegura un futuro a pesar de lo que se vive. Y decimos que las cosas pueden ser distintas. Más aún, parece que ya han comenzado a cambiar. Nadie se lo esperaba, pero una vez realizado el escrutinio de los votos, sale elegido un Papa que nos deja contentos. Y se llama Francisco. Cuando le han preguntado por qué se llama Francisco –lo traen los periódicos esta mañana- él ha respondido con unas palabras que a mí personalmente me han emocionado y seguro también a ustedes:
“… En relación a los pobres pensé en Francisco de Asís. Después, pensé en las guerras, mientras el escrutinio proseguía, hasta contar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. El hombre que ama y custodia la creación, en este momento en que nosotros tenemos con la creación una relación no muy buena, no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre. ¡Ah, como querría una Iglesia pobre y para los pobres!”.
Ha sido elegido en un período de la Iglesia cuya problemática ha llevado a muchos a dejar de creer en la Iglesia y a nosotros nos toca en lo más sensible, porque somos cristianos, católicos y no podemos entender una fe en Cristo sin una fe en su Iglesia. Más aún reconocemos que tenemos esta fe en Cristo porque es esta Iglesia la que nos la ha transmitido, y la Iglesia somos todos: es la Iglesia jerárquica con su cabeza el Vicario de Cristo y es a la vez el pueblo de Dios, en el que está la madre que me enseñó a pronunciar el nombre de Jesús y la abuela que me enseñó el Ave María; Iglesia son mis buenos maestros y maestras y la gente santa que Dios ha puesto en mi camino. Este pueblo santo de Dios y comunidad de hermanos en la fe es la que me ha hecho creer en el amor infinito de Dios, en la entrega de Jesucristo por nuestra salvación, y en la vida misma de Dios que opera en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Sin embargo, aunque por la fe y la doctrina que aprendemos, no dudamos en decir que la Iglesia es divina y humana al mismo tiempo, santa y pecadora, y así es la Esposa de Cristo, que la ama y, fiel a su promesa, la acompaña hasta el fin de los tiempos, a pesar de todo eso nos estremece lo que oímos y comprobamos acerca del mal que en ella se produce: los escándalos horribles de abusos sexuales y pedofilia causados por el clero, el silencio cómplice de tantos jerarcas, la utilización malévola, satánica del escándalo con fines lucrativos, amén de todo aquello que se ha producido en el corazón mismo de la Iglesia y que llena las páginas de los periódicos no solo de la prensa amarilla, respecto a las oscuras finanzas del Vaticano acusadas de lavado de dólares…, todo eso inevitablemente causa desánimo y dolor profundo, dolor filial y familiar, en el corazón de los fieles y hace que uno se pregunte a dónde va a parar esto, dónde está la Iglesia de Cristo asentada sobre roca firme… Pero sobre todo ¿qué hacer para que la Iglesia recupere eso que por esencia ella es y que parece que lo está perdiendo: Maestra de conciencias, luz de las naciones, Mater et Magistra. Porque ¿cómo va a enseñar una Iglesia que no cumple lo que enseña? Todas estas preguntas y muchas otras más que Uds. se han planteado o han oído plantear a sus hijos, han ido como ensombreciendo nuestro corazón y pueden afectarlo aún por un buen tiempo… Entonces uno siente que camina como Moisés en medio del desierto de la fe, en medio de las dificultades propias del creer, por su ardua, laboriosa y a veces embarazosa pertenencia a una Iglesia así, y no le queda sino aferrarse a su misma fe “como quien ve lo invisible”. Porque la parte santa y espiritual de la Iglesia no se ve; la parte humana, material eso es lo que se ve. Y muchas veces nos cuesta compaginar ambas cosas. Optamos entonces por agarrarnos a lo espiritual y no llenarnos de amargura con lo material de ella. Pero ¿quién sino Jesucristo nos puede asegurar en estas condiciones la esperanza?
En medio de este clima se produce el Conclave y hay que ser ingenuos para pensar que este cúmulo de problemas históricos que probablemente han conmovido a la Iglesia más que cualesquiera otros problemas producidos en los últimos cinco siglos, no haya influido decisivamente en el discernimiento que han hecho los cardenales para elegir a la persona más adecuada. Y, ¡quién iba a pensar!, aparece por ahí Jorge Mario Bergoglio, un jesuita argentino, latinoamericano, hermano nuestro que muchos de nosotros conocemos y hemos tratado personalmente y que –por ello mismo- en un primer momento nos hace exclamar espontáneamente: Señor, ¡qué estás haciendo! Poco después, sin embargo, muy poco después gracias a Dios, repuestos de nuestro asombro no dudamos en decir: “Sí. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Íbamos llorando llevando la semilla, al volver volvemos cantando trayendo las gavillas. “El Señor cambiará nuestra suerte como los torrentes del Negueb”. “Los que sembraban con lágrimas cosecharán entre cantares”. El Señor nos ha dado un Papa llamado Francisco de la escuela de Ignacio. Y como soy ignaciano y fervoroso amante de Francisco desde mi tierna infancia, pienso que no hay cosa más bella en el mundo que juntar ambos carismas, lo ignaciano y lo franciscano. Ellos están en el corazón de la Iglesia. Por eso ruego a Dios que estos talentos tan bellos que el suscitó en su Iglesia querida, y que no son propiedad de los jesuitas y de los franciscanos, porque el Señor los puso como talentos para su Iglesia, que son todos Uds., estos talentos, de lo ignaciano y de lo franciscano, cambien a la Iglesia, la transformen, le devuelvan esa primitiva belleza y hermosura que la hace capaz de seguir reflejando el rostro mismo de Jesús en la tierra.
Es una llamada a reafirmar nuestra fe y nuestro amor a esta Iglesia nuestra y a dar gracias a Dios porque nos permite sufrir y gozar estos momentos de gracia –no momentos trágicos y desgraciados sino momentos históricos de gracia- con el corazón lleno de una gran esperanza.
Por eso, pensando cómo hablarles a Uds. de Jesús y la adúltera, me resultó adecuado, lógico, casi caído por su peso, el buscar entre mis papeles un texto que yo recordaba de cuando era estudiante de teología del jesuita Karl Rahner, quizá el mayor teólogo que ha tenido la Iglesia en el s. XX. Allí en sus Escritos de Teología, en el tomo VI, tiene esta reflexión que si uno la medita le puede hacer llorar pero le deja el corazón consolado, y dice así: 
Los eruditos de la Escritura y los fariseos -tales los hay no sólo en la Iglesia, sino por todas partes y con todos los disfraces- arrastran otra vez ante el Señor a «la mujer» y la acusan con el oculto e hinchado sentimiento de que -a Dios gracias- «la mujer» no es mejor que ellos mismos: «Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?». Y la mujer no podrá negarlo. Es un escándalo. Y no hay nada que embellecer. Piensa en sus pecados, que realmente ha cometido y olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la oculta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negar nada. Es la pobre Iglesia de los pecadores. Su humildad, sin la que no sería santa, sabe sólo de su culpa. Y está ante aquel al que ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: «¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿ninguno te ha condenado?». Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: «Ninguno, Señor». Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: «Tampoco yo te condenaré». Besará su frente y le dirá: «Esposa mía, Iglesia santa».

martes, 12 de marzo de 2013

Domingo 10 de Marzo de 2013


El Hijo Prodigo
(Lc 15, 1-32)

El cap. 15 de Lucas está dedicado a las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que es recuperado por la gracia de Dios en Jesucristo. Su mensaje central es que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. De esta certeza de la bondad de Dios, ha de brotar nuestra más inquebrantable confianza: En ti, Señor, esperé; no quedaré defraudado.


La parábola del Hijo Pródigo es uno de los textos más bellos del evangelio. Su valor principal reside en la presentación tan nueva -y para los fariseos de todos los tiempos tan escandalosa-, de quién es Dios, que lleva a pesar que sólo puede haberla hecho aquel que conoce mejor que nadie el corazón de Dios, su propio Hijo Jesús, el único capaz de dárnoslo a conocer. Es la figura de Dios como padre bueno, fiel hasta el final a su ser padre. Por eso, habría que llamarla parábola del Padre misericordioso. Él es el protagonista principal y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor.

El hijo menor, que echa a perder la herencia, abraza simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. La pérdida de los bienes conduce al pródigo a la pérdida de su dignidad de hijo: se siente indigno de llamarse hijo y de tener un lugar en la casa paterna. Por eso dice: “Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros”. En justicia es lo que cree merecer y acepta esa humillación. Por haberlo perdido todo, tendrá que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero se trata de un hijo y esta relación no puede ser alienada ni destruida por nada. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. El padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. Por eso su prontitud para acogerlo, y la fiesta casi excesiva que manda celebrar y que despierta la envidia del hijo mayor. El padre hijo ha malgastado el patrimonio, pero hay que salvarlo como persona. Por eso dice: “Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado”. Esta solicitud es la medida del amor, según Pablo: “El amor es paciente, es benigno..., no se irrita, no se alegra con la injusticia, se complace con la verdad, todo lo espera, todo lo tolera” y no pasa jamás” (1 Cor 13, 4-8). 

La auténtica misericordia “no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material; la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre” (Juan Pablo II, Dives in misericordia). Es el contenido central del mensaje de Cristo es que el amor no se deja “vencer por el mal” sino que “vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).
El hijo mayor rechaza su puesto en el banquete. Reprocha a su hermano la vida disoluta que ha llevado y al padre la acogida que brinda a “ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con prostitutas”, mientras que a él, sobrio, trabajador y obediente, no le ha dado ni un cabrito para celebrar con sus amigos. Este hijo no ha entendido el amor y bondad del padre. Pero hasta que este hermano, tan seguro de sí mismo y de sus méritos, tan celoso y displicente, tan lleno de amargura y de rabia, no se convierta y reconcilie con el padre y con su hermano, el banquete no será en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El egoísmo lo vuelve celoso, le endurece el corazón, lo ciega, y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La bondad y misericordia del Padre lo irritan y enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. 

En definitiva, la parábola es un cuadro de la historia de la familia humana dividida por egoísmos y discordias. El hijo pródigo, que ansía volver a sentir el abrazo del padre y ser perdonado, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos en el fondo del alma el deseo de una reconciliación que cambie nuestra vida y nos haga andar en la verdad y en el bien. El hijo mayor nos representa también cuando sentimos la dificultad de llevar a la práctica nuestro deseo de servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni juicios contra nadie. Ambos nos recuerdan la necesidad de un corazón nuevo para poder acoger a nuestros prójimos y rechazar la incomprensión y las hostilidades entre los hermanos.

martes, 5 de marzo de 2013

Domingo 3 de Marzo de 2013


La Higuera Seca
(Lc 13,1-9)

El evangelio de hoy nos muestra cómo Jesús aprovecha dos acontecimientos vividos por su pueblo para dar al creyente un criterio de lectura de los males que ocurren en este mundo y del modo como Dios actúa. 

El primero es un mal producido por la libertad y la maldad humana, en ese caso, por Poncio Pilato. Se sabe históricamente que Pilato, el gobernador romano de la Judea en tiempos de Jesús, fue un funcionario cruel y despiadado, que sometió a mano de hierro a los judíos. El incidente de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios, es una muestra de su crueldad.

El segundo acontecimiento es un accidente que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue el caso de aquel trágico accidente ocurrido en la torre de Siloé de Jerusalén, en que dieciocho desgraciados murieron aplastados. 

Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Jesús nos hace ver que los males ponen ante nuestros ojos el misterio de nuestra perdición o salvación. Ante el mal, producto de la libertad humana o desencadenado a consecuencias de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia, la confrontación de una vida realizada o una vida echada a perder. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre respuesta de colaboración a su obra: la conversión a él. 

Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo. Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en el Dios creador bueno.

Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea y simplista, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo polarizar el mal y constatar el pecado en otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, una actitud de honestidad que tiene incalculables consecuencias prácticas: la actitud de quien reconoce que el mal actúa dentro de nosotros mismos y por eso ante Dios todos somos pecadores. Antes de echar culpas a los demás, examinemos nuestra conciencia. Esto es fundamental para poder convertirnos a Dios, para obtener su perdón liberador y mantenernos en la vida, que siempre desea para cada uno de nosotros. 

La segunda parte del evangelio de hoy nos trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Sirve para profundizar en el tema de la primera parte, porque contiene un serio aviso en orden a no desaprovechar el tiempo propicio de salvación, que estamos viviendo, el tiempo que Dios nos da por gracia y que debemos emplear en llevar a la práctica nuestra responsabilidad por los demás. Estos son los frutos que debemos llevar cuando nos presentemos ante su presencia en el último día.

El mensaje de la parábola es claro. En el Antiguo Testamento, la viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo por naturaleza, que produce frutos dulces representaba la Ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros representa una higuera, destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja pacientemente con nosotros, porque está lleno de compasión y misericordia. 

El Dios del perdón, el Dios trabajador, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto en el futuro. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a él. “No es que se retrase en cumplir su promesa como algunos creen –dice san Pedro en su 2ª carta- sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan” (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.

“No quiero la muerte del pecador sino que se convierta de su conducta y viva”, dice Dios por el profeta Ezequiel (Ez 33,11). Su misericordia toca el corazón del creyente, lo sana, lo regenera. En Jesús, Dios busca lo que está perdido. A todos ofrece una nueva oportunidad. Y porque son sus hijos e hijas queridos, está dispuesto a salvarlos llevando su amor hasta el extremo. Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo. 

La parábola de la higuera nos demuestra lo contrario que es el comportamiento de Dios al comportamiento de los hombres. Para éstos, los hombres del viejo Israel y los de hoy, la lógica es ésta: no sirve, córtala. Para Dios, la lógica es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama. Un texto hermoso del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,23-26)

Este rostro de Dios, amigo de la vida, nos lo mostró Jesús con sus acciones, con su vida e incluso su muerte. Así mismo, en su predicación no hizo otra cosa que invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios en nuestro amor y servicio a los demás. En eso, en el amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste “el camino más excelente”.