lunes, 31 de diciembre de 2012

Domingo 30 de Diciembre

El Niño Jesús en el templo
Lc 2, 41-50  

 “Iban sus padres todos los años a Jerusalén…”. Se iba dos veces, por la fiesta de los tabernáculos y por la pascua. Si eran pobres o estaban lejos, iban una sola vez. Los menores hasta los 13 años, iban con sus padres. Recibían de ellos la educación, centrada en la Palabra, hasta que se convertían en “adultos”, “hijos de la ley”.
Se quedó en Jerusalén. Los otros se van. Él se queda. Toda la vida de Jesús se desarrollará como una peregrinación hacia Jerusalén, pues allí es donde se revelará plenamente su ser Hijo de Dios, salvador y redentor. 
Lo buscaban. No se imaginan otra cosa sino que debe estar con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Nos remite a la angustia de las mujeres en el sepulcro, que buscarán entre los muertos al que está vivo. 
Lo hallaron en el templo. Después de tres días. Es encontrado en el santuario, sentado, enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. También al tercer día después de ser crucificado, resucitará y dará cumplimiento a todas las Escrituras. Asimismo, como su padre y su madre que lo buscaron tres días en vano, también los apóstoles y las santas mujeres lo buscarán tres días, preguntándose sobre su  pasión sin hallar respuesta. Nosotros, en fin, igualmente lo buscamos sin saber dónde. El texto nos da la respuesta
¿Por qué me buscaban? No sabían ustedes que… No reprocha la búsqueda, sino el modo, propio de quienes no entienden los planes que tiene Dios. Y es aquí cuando Jesús  por primera vez habla de Dios como su Padre. “Abbá”, es la primera y última palabra de Jesús en el evangelio. Él ha venido a revelárnosla, a hacer que brote espontánea en nuestro corazón, para que vivamos siempre sin temor como como hijos e hijas de un Dios bueno. Jesús está en las cosas de su Padre, debe ocuparse de ellas porque es el Hijo que escucha y cumple a lo que el Padre ha dicho. En las cosas de su Padre, se encuentra como en su propia casa, porque su alimento es hacer su voluntad. 
Ellos nos comprendieron lo que les decía. Como María, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Como Ella, meditamos también las palabras, las aprendemos de memoria, procuramos asimilarlas en nuestra vida.
Bajó con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndoles… Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres. Necesitamos contemplar la vida familiar de José, María y Jesús en Nazaret para procurar imitarla en nuestros hogares: cómo se relacionaban entre sí y con los parientes, amigos y conocidos, cómo llevaban juntos el peso de los días, trabajos y obligaciones; cómo conversaban y dialogaban, cómo proyectaban sus empresas, cómo descansaban juntos, oraban juntos, iban juntos a la sinagoga y al templo. 

La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es verdad que la familia no lo es todo, y que hay casos en los que uno dice: ¡felizmente que la familia no lo es todo!, porque si así fuera tal o cual persona estaría moralmente herida de muerte, con traumas y carencias sin remedio; pero a Dios gracias otras personas suplieron en su caso lo que la familia les negó. Esto supuesto, lo normal es que a la familia le corresponda una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del ser humano. Desde que abrimos nuestros ojos en el regazo de nuestra madre y desde que iniciamos el proceso primario de nuestra autoconciencia como seres distintos, frente a la mirada cariñosa o airada de nuestra madre y de nuestro padre, la familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural y social. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de los ojos de nuestros padres y de nuestros hermanos. Lo que vivimos y sentimos en esos  primeros años nos marcó para siempre. En el tejido de las relaciones familiares, se nos educó nuestra capacidad de relación: aprendimos a avanzar desde los primeros vínculos marcados por necesidades instintivas primarias (consumir, retener, rechazar, dominar, competir) a vínculos que manifiestan mutualidad, sociabilidad, dar y recibir. Por eso, es innegable el rol que le corresponde al ámbito familiar en el proceso de la formación de la conciencia, en la elaboración de la cultura de los valores, de los sentimientos y de los afectos. 

Es ya un lugar común decir que la familia está en crisis, pero no cabe duda que el problema es serio. Además de ir en aumento el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su unidad. A la casa entran, violando controles y vigilancia, los contenidos directos o subliminales de los medios de comunicación: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añaden a esto las dificultades económicas: la falta de trabajo, que genera tanta angustia y desasosiego, o el tener que sobrecargarse y pasarse la mayor parte del día fuera del hogar, y aun emigrar lejos de la patria para poder cubrir el presupuesto familiar. Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede ser en algunos casos la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones.

Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, de fe. 

Pido, pues, para Uds., queridos hermanos y hermanas, que la Sagrada Familia obtenga para sus hogares un clima afectivo en el que todos sientan que se quieren y se valoran. Así los niños y los jóvenes podrán educar su autoestima, aprenderán el manejo de sus sentimientos y asimilarán la solidaridad, la compasión y la sensibilidad hacia sus prójimos.

Que se cultive el diálogo en los hogares, de tal modo que sea posible hablar y ser escuchado, poner sobre la mesa los asuntos y llegar a acuerdos efectivos, después de decir cada uno lo que piensa. 
Es normal que haya conflictos por las diferencias generacionales y la diversidad de opinión. Que Dios les inspire sabiduría y tacto para hallar la ocasión de abordar los problemas, tratarlos adecuadamente y darles solución.
Finalmente, que sus familias demuestren la calidad de su fe. La familia es la primera educadora de la fe: cuida la fe, recuerda a Jesucristo, enseña a rezar, mantiene firme sus convicciones y prácticas religiosas a pesar de tanta indiferencia, incredulidad y vacío de Dios. Sobre esta base sólida de la fe, la familia forma en sus miembros una conciencia moral responsable, basada en valores consistentes y trascendentes.
Feliz año y paz para todas las familias. Que María recoja nuestros mejores deseos y los presente con su solicitud maternal ante el Padre. 

jueves, 27 de diciembre de 2012

Homilía del 25 de diciembre - 2012

PASTORES
(Lc 2, 15-20)
El texto está escrito para ayudarnos a vivir hoy lo que un día se reveló en Belén. Nos pone con María, José y los pastores para que también nosotros podamos mediante la fe, mirar, tocar, penetrar en la significación profunda de esta manifestación del Hijo de Dios, tan sencilla, tan humilde, tan bella. 
Nada de lo que nos dice el evangelio acerca de nuestra salvación está elaborado con el material que emplean las leyendas y los cuentos. La obra de salvación que Dios realiza no está fuera del tiempo y del espacio, ocurre en la historia, tiene lugar y fecha. “En aquellos días, el emperador César Augusto promulgó un decreto ordenando un censo de los habitantes del imperio. Fue el primer censo que se hizo siendo Quirino gobernador de la Siria”. 

Esta verdad es reconocida por todos, aun por no cristianos como Ernst Bloch en su libro El Principio de la Esperanza: «Se reza a un niño nacido en un establo. No cabe una mirada a las alturas hecha desde más cerca, desde más abajo, desde más en casa. Por eso es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un Fundador no se lo inventa uno. Las sagas y leyendas no pintan cuadros de miseria y, menos aún, los mantienen durante toda una vida. El pesebre, el hijo de un carpintero, el profeta que se mueve entre gente baja y el patíbulo al final…, todo eso está hecho con material histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda».

La atención de la gente había quedado ocupada con la noticia de aquel censo, demostración del poder dominante del emperador Augusto, que quería saber el número de sus súbditos, a cuántos podía cobrar impuestos y a cuántos podía reclutar para la guerra. Frente a aquella exaltación del poder del hombre sobre el hombre, pasó inadvertida la noticia de María, una pobre mujer, que por cumplir el mandato del César llegó con su esposo José a la ciudad de David, le llegó la hora del parto, dio a luz a su hijo, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo sitio para ellos en la posada. 

Pero quien nace en Belén de manera tan inadvertida no es un niño judío cualquiera sino el esperado de las naciones, el Mesías, el Señor. El cielo es quien acredita al recién nacido como el Salvador de la humanidad; no el emperador reinante en la capital de su imperio. Y los primeros que reciben la voz del cielo son unos pastores, representantes de los pobres y sencillos de corazón a quienes Dios habla y se han hecho capaces de oírle. “No teman, les anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor”.


Unidos a los pastores decimos también nosotros: “Vamos a Belén a ver eso que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado”. Hallamos a un Niño acostado en un pesebre. Un Dios pequeñito, sin sueños de grandeza ni de poder, débil y frágil como nosotros, en la humildad de nuestra condición humana. Ha hecho suya nuestra vida, tal como ella es, para estar siempre a nuestro lado. En adelante, nuestra propia existencia se convierte en el lugar donde podemos encontrarnos con él y sentir su bondad, su gracia y su perdón. En  adelante también en toda vida humana él puede salir a nuestro encuentro y darnos alcance para compartir nuestro pan. 

Después de adorar al Niño, “los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, tal como se les había dicho”. Han comprobado que Dios cumple su palabra. Vuelven a su vida de todos los días con el corazón lleno de alegría, confirmados en la esperanza. A partir de ahí, todo el que con fe y humildad, como los pastores, reconoce en el Niño de Belén “la bondad de Dios nuestro salvador y su amor a nosotros” se sentirá también afirmado en la esperanza, dará razón de ella y procurará infundirla a los que están cerca y le son más queridos, y a los que están lejos y esperan algo de él. En la actitud que tengamos para con los que sufren, para con los pequeños y los pobres, la esperanza cristiana adquiere contornos bien precisos. Ampliar, renovar y cambiar nuestras actitudes para que los pobres y los que sufren tengan motivos para seguir esperando, eso es asunto nuestro. La Navidad nos lo recuerda.

Mensaje de Navidad 2012

MENSAJE DE NAVIDAD
2012

“Encontrarán un niño 
envuelto en pañales 
y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

Todos los años la Navidad nos alegra con el anuncio del nacimiento de Jesucristo, luz que ilumina el mundo. Los hogares se iluminan con el brillo del pesebre y la ciudad entera resplandece. Luces por todas partes. Sabemos, sin embargo, que no toda luminosidad transmite verdadera alegría. Hay oscuridades que se venden disfrazadas de luces multicolores. La gente se confunde, cambia el nombre de las cosas: llama felicidad a la frivolidad pasajera; unión a individualismos que se juntan ocasionalmente para comer y beber hasta el exceso. 

Reaccionamos contra eso y nos dejamos iluminar por la claridad de Navidad que brilla en los corazones. Nos viene del mensaje de esta fiesta. Lo dicen casi del mismo modo Isaías, el ángel de Belén y San Pablo: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”, afirma el profeta. “Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor”, anuncia el ángel a los pastores, y a todos aquellos que saben hacerse niños para buscar y entender. “Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae salvación para todos”, proclama Pablo, poniendo paz en nuestros corazones agitados. “Se ha manifestado la gracia”, es decir, el amor que triunfa, el amor con que nos ama Dios.

El ángel enseña a los pastores a encontrar este amor que es luz y alegría, gracia y salvación: “Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. La lógica de los hombres salta por los aires, no es la de Dios. Se nos habla de un Dios cuya grandeza se muestra en la pequeñez de un niño indefenso, cuya majestad infinita resplandece en el rostro de un niño pobre, cuyo aspecto asume la ternura de un recién nacido en brazos de su madre. Se nos da con ello la mayor prueba y señal de lo que es y de lo que hace por nosotros: volverse tan cercano que ya nada nos separa de él. El ser humano, por gracia, puede llegar a Dios, sentido y meta de su existencia. Dado que era imposible a sus solas fuerzas, es Dios quien ha tomado la iniciativa y en el Hijo de María ha llegado al hombre. En la simple expresión: María “dio a luz a su hijo”, se esconde la mayor de las sorpresas, la alegría inmensa del Creador y de todas sus criaturas. 

Tocamos aquí lo más central de la buena noticia que el Señor nos da. Pero al decírnosla se arriesga a que no se la escuchemos por el ruido de estos días, o no se la entendamos porque otros mensajes nos venden otras alegrías, o se la rechacemos porque nos abruma un Dios así, pequeño, pobre y desarmado, que nos invita a no vivir para nosotros mismos sino para Él, pues por nosotros quiso nacer en un pesebre. 

Si se acepta la buena noticia que el Señor nos da en Navidad, se ve el futuro con una nueva luz, y se hallan motivos para pensar que todo puede ser mejor. Por eso en Navidad nos permitimos soñar, dejando de lado nuestros presuntuosos cálculos y razonamientos, nuestros pesimismos y cobardías para entrar en la lógica de Dios y confiar que realizará su obra más allá de lo que nuestras débiles fuerzas pueden conseguir: paz mundial, solución de los conflictos, superación de la pobreza con trabajo y distribución equitativa de la riqueza, defensa y conservación de la naturaleza, y, como desea el Papa en su último mensaje sobre la paz
, “un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos…, un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales”. Dios ha nacido, nacemos todos, cambiamos. El año declina ya, pero es posible ser mejor. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. La historia de Dios y la nuestra se entrelazan. Él está con nosotros y no nos abandonará porque ha asumido nuestra naturaleza humana y la ha hecho suya eternamente. Todo se transforma en esperanza. 

Nos acercamos al pesebre y dejamos a un poeta (José M. de Romaña
) que nos haga sentir con los símbolos el poder evocador y sugerente de la Navidad:

«Nace de nuevo Dios y nosotros y el universo. Es preciso nacer de nuevo, volver a la infancia, raer arrugas y segundas intenciones, hablar muy seriamente con unos ángeles que cantan y con unos pastores que corren a través de la noche y unos reyes que vienen de oriente, debajo de una estrella, con oro, incienso y mirra entre las manos. Es increíble. Nace de nuevo Dios. Con Él nacemos todos. 
En el crepúsculo vencido del año, la paz de la noche y de los ojos con lágrimas, de las largas sonrisas confiadas y las duras manos suavizadas. La hora del cuento y de la maravilla. La hora desnuda, de abandonar vestidos y maquillajes y las frases convenidas. El orden en la sinceridad. Sí, Dios lo hace».


Carlos Cardó Franco S.J.
Párroco de Nuestra Señora de Fátima
Miraflores, Lima


lunes, 26 de noviembre de 2012


FIESTA DE CRISTO REY
Jn 18, 33-37

La fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, cierra el año litúrgico. Nos invita a ver a Cristo como el centro de la vida cristiana y como Señor del mundo. Pedimos que venga su reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. 

El evangelio de Juan nos presenta un momento del juicio de Jesús ante Pilato, a donde ha sido conducido por los judíos desde la casa de Caifás (18,28). Frente a Pilato, Jesús demuestra aquella autoridad que causaba admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta, sino que expone el sentido de su realeza: la suya no es la realeza de los romanos, de contenido simplemente político; ni la de los judíos, puramente nacionalista y centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos, en este caso, los romanos. Jesús es rey pero no como los reyes de este mundo. Es Servidor y es Rey. “Mi reino no es de este mundo”, dice. Pero no afirma con ello que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que la lógica e intereses que rigen su reinado son distintos, no son del estilo al que se refiere Pilato. El ejercicio de su realeza se realiza en este mundo, influyendo en él, transformándolo radicalmente, y se realiza también en las personas, cambiando los corazones. 

Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. 

En los momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, los profetas alentarán al pueblo con la esperanza de que Dios vendrá a reinar poniendo fin a toda necesidad y tribulación.  (Zac 14,6-11.16s: Aquel día brotarán aguas vivas de Jerusalén… Y el Señor reinará sobre toda la tierra. Toda esta tierra se convertirá en llanura… Jerusalén se mantendrá en alto… Habitarán en ella sin volver a ser amenazados de exterminio; vivirán seguros en Jerusalén”, cf. Sof 3,14s;). 

Y al final de la era de la antigua alianza, en tiempo de la dominación griega, los últimos libros del AT, Dan, Sab y Mac, concibieron el reinado de Dios como ruptura con la historia de desgracias, inicio de una nueva era y entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra el poder extranjero enemigo de Dios. 

Jesús hizo de la venida del reino de Dios el tema principal de su predicación. Habló del reino de Dios como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y, al mismo tiempo, próxima (Mc, 1,15; Lc 10,9/Mt 10,7s), más aún ya presente y operante en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.

Jesús proclama la llegada del reino y cura enfermos para restaurar la creación. La llegada del reino de Dios no significa el derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino su restauración como nueva creación, como escenario para el encuentro amoroso con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45). No es algo que la acción humana (el cumplimiento de la Ley, o la violencia armada) pueda producir. Hay que “recibirlo como un niño”, como don y gracia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15).

Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es fundamental para entender el reino de Dios. El reino de Dios se abre paso como el amor y solicitud incondicional de Dios por los descarriados. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103), que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11-16), pero por haberse impuesto la idea de la venganza, se creía que en el banquete eterno (Is 25,6-8) sólo estarían los “justos y elegidos”. Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). Jesús se atreve a proclamar la salvación incondicional y abierta a gentiles y pecadores (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par). La bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15). El perdón precede a la conversión y la hace posible. La salvación es gracia.

Este mensaje de salvación va unido a la experiencia que Jesús tiene de Dios como Abba. Jesús experimentó la bondad de Dios, no como algo sólo para él, sino para todos. Jesús hace presente esa bondad de Dios mediante su propia vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto simbólicamente –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores.

La fiesta de Cristo Rey nos hace acoger el don del amor y solicitud perdonadora que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Nos hace mirar hacia las realidades definitivas del cielo en donde nos espera Cristo. Y nos compromete a la vez con esta tierra que Dios nos ha confiado para que construyamos en ella un hogar para todos. Distinguimos entre progreso del mundo y salvación, pero reconocemos -con el Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”. Es en este mundo donde se prepara la tierra nueva y el cielo nuevo hacia el que caminamos. Nuestra vocación al reino de los cielos no suprime sino que refuerza nuestro deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.


lunes, 19 de noviembre de 2012


Entonces verán al Hijo del hombre
Mc 13, 24-32

Los judíos contemporáneos de Jesús y, después, las primeras comunidades cristianas sentían la inquietud de saber “cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cuáles eran las señales para reconocerlo. Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad. Lo que hace es describir el destino final de nuestra historia –a escala cósmica– empleando imágenes en semejantes a las de los libros del género literario de la apocalíptica judía (concretamente, el libro de Daniel), que fueron redactados en la última etapa del A.T. Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Esta forma de expresión describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. Empleaba un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, y tampoco nos deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo, por la injusticia y maldad de los hombres, hace estallar a diario ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos contradictorios y dramáticos que llenan de horror. 

Jesús en su discurso no revela cosas extrañas y ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida. El evangelio nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. El universo en la forma que hoy tiene, bajo el signo del mal, se habrá de acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos. Por tanto, quienes no acepten el sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas. 

El texto que comentamos retoma a escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo: el sol deja de brillar, la luna pierde su resplandor, las estrellas y astros del cielo caen o tambalean. Ahora bien, en el evangelio de Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí se da el primer cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33), el velo del templo –símbolo del cielo- se rasgó en dos (15,39) y apareció la gloria de Dios (15,39). En el cuerpo muerto del Señor que porta sobre sí todo el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios: se produce la derrota de lo negativo y aparece la liberación definitiva del amor que triunfa. En la realidad concreta en que vivimos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.

Por eso la descripción del fin del mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra del destino humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá será el mal del mundo. Eso es lo que morirá para dejar paso al nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Llegado el momento que sólo el Padre conoce, vendrá el Hijo del Hombre y cuanto de negativo hay en el universo cesará para siempre. Una humanidad nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga sobre las nubes del cielo con todo su poder y majestad.  Entonces aparecerá la salvación de Dios. 

Para el cristiano, la  aparición del Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el presente. El Señor viene a reunir de los cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación plena de su reinado sobre todo lo creado. Sea cual sea el fin temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido puesta definitivamente en las manos de Dios, nuestro creador y señor, por Jesucristo su hijo, crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su forma de realización plena e irreversible. 

No hay nada de alarmismo y de terror en las palabras de Jesús, nada de esa ansiedad morbosa sobre el fin del mundo, que prospera en el imaginario colectivo y suele ser aprovechada por el cine y la literatura comercial para avivar y canalizar falsamente los contenidos inconscientes de la gente, sus frustraciones, inseguridades y carencias. Muchas sectas también emplean de manera errónea y tendenciosa los textos bíblicos sobre el fin del mundo, para manipular los miedos inconscientes de la gente sencilla y empujarla a pasar a formar parte de sus filas. Jesús, en cambio, liberándonos del miedo a la muerte, aleja de nosotros también el miedo al fin del mundo y nos hace vivir en la confianza y libertad de los hijos e hijas de Dios, cuyo amor, manifestado en su Hijo entregado por nuestra salvación, ha vencido a la muerte. 

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo. A los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda. 




 

 El óbolo de la viuda
 Mc 12,38-44

El evangelio de hoy tiene dos partes: la primera corresponde a la crítica de Jesús contra los maestros de la ley; la segunda, al episodio de la viuda pobre que deja su limosna en el arca del templo.

Dijo Jesús a sus discípulos: Tengan cuidado con los maestros de la ley, a quienes les gusta pasearse lujosamente vestidos y ser saludados por la calle; buscan los puestos de honor en la sinagoga y los primeros lugares en los banquetes. 

Toda persona que se valore a sí misma desea que los demás la respeten y tengan en cuenta. Pero esta tendencia lícita y natural puede deformarse fácilmente y convertirse en la motivación más importante de lo que uno hace. Cuando se busca a toda costa el propio éxito, se puede llegar a desconocer los propios limites y deficiencias, o incluso a atropellar el derecho de los demás por creerse superior. Por eso, lo que Jesús critica en los maestros de la ley es que ellos, los expertos en las cosas de Dios, enseñan el amor a Dios y al prójimo, pero su conducta se mueve por la ambición y búsqueda de honores y privilegios. Se sirven de la religión como instrumento de lucro, y, lo que es insoportable a los ojos de Dios, valiéndose de su fama de justos y religiosos, llegan a aprovecharse de los bienes de huérfanos y viudas. “Ellos devoran los bienes de las viudas y se disfrazan tras largas oraciones”, denuncia Jesús.

Esa mentalidad y comportamiento de los escribas y expertos en religión no fue algo pasajero que acabó cuando, después de Jesús, destruido el templo de Jerusalén, desaparecieron los escribas y sumos sacerdotes. Lo que ahí Jesús criticó fue una tendencia que, como la levadura de los fariseos, iba a ejercer su influjo en la comunidad cristiana hasta hoy. Los simples fieles y los dirigentes religiosos pueden actuar hoy como actuaban los escribas y fariseos en tiempos de Jesús, poniéndose por encima de los demás, ejerciendo sus funciones de autoridad con ostentación, hasta aparecer llenos de fatuidad y vanagloria. Cuando estas cosas suceden, Jesús pone en guardia: “¡Tengan cuidado!”, nos dice.

A continuación viene un episodio que, por su aparente insignificancia, podía pasar desapercibido, pero que a los ojos de Jesús encerraba una lección fundamental para sus discípulos. Jesús, sentado frente a las arcas del templo, observaba cómo la gente iba echando dinero en ellas como ofrenda para el culto; muchos ricos depositaban en cantidad. Pero llegó una viuda pobre que echó dos moneditas de muy poco valor. 

Óbolo de la viuda, James Christensen
Ya al inicio del Evangelio de Marcos (1, 29-31) apareció en escena otra pobre mujer, la suegra de Pedro. Estaba en cama con fiebre, y el Señor realizó en favor de ella -según Marcos- su primer milagro; un milagro aparentemente sin mayor relevancia, pero que convirtió a esa mujer en un ejemplo: Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso servir a Jesús y a sus discípulos, dando ejemplo del verdadero seguimiento de Jesús que consiste en servir a los demás. Así también, la escena de hoy, en apariencia tan poco significativa, nos hace ver que una pobre viuda se convierte en el evangelio vivo, en la figura perfecta de Cristo. Les aseguro que esa pobre viuda ha echado en las arcas más que todos los demás –declara solemnemente Jesús. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras que ella ha dado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir. Ella, una pobre viuda que nadie tiene en cuenta, resulta ser la verdadera escriba del NT, en oposición a los escribas hipócritas. Ella se constituye –al igual que la suegra de Pedro- en la maestra, de la que los discípulos han de aprender la lección más importante del evangelio. Ella, a diferencia del joven rico, lo ha dado todo. La enseñanza de Cristo no nos viene de los libros, sino de personas de este tipo. Los pobres nos evangelizan.

Se puede efecto dar grandes limosnas, pero haciendo ostentación de los recursos con que se cuenta y para ser notados. Pero ante Dios lo que importa no es la cantidad sino la calidad. La viuda del evangelio deposita solamente dos monedas de escaso valor pero que significan todo lo que ella tiene para vivir, mientras que los ricos echan de lo que les sobra y con ostentación. De acuerdo con la escala de valores de Jesús una limosna insignificante puede tener más valor que una gran suma. Privarse únicamente de lo superfluo no representa la contribución aceptable al culto del Señor, aunque lo aportado sea una buena cantidad de dinero. Dios, que ve lo oculto de los corazones de los hombres, quiere sinceridad y transparencia en lo exterior y en lo interior. Lo que vale es la actitud de aquella pobre viuda que, al darlo todo, con corazón humilde y generoso, reproduce en su persona aquella característica de Jesucristo, que Pablo con exactitud recuerda a sus fieles: Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). 

Ese es el camino cristiano, que la pobre viuda emprende y nosotros estamos llamados también a recorrer. Es la enseñanza de Jesús, que dijo: “hay más felicidad en dar que en recibir(Hech 20,35)

El amor a Dios y al prójimo
Mc 12,28b-34 

Un maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el Schemá Israel: “Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añade Jesús que el segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ambos preceptos s
e encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto. 

Los dos amores –a Dios y al prójimo- son indisociables ya desde el AT. Ambos son una misma realidad vista en sus dos dimensiones. Jesús subrayó esta unidad y lo original suyo, la novedad verdaderamente inaudita que él trajo, consistió en hacernos ver que en él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. Además en Jesucristo el amor, que es la esencia misma de Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos, haciéndonos capaces de amar como somos amados. Por eso Jesús dirá: “Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). 

El mandamiento del Levítico era éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás. 

Ahora bien, no nos creemos estas buenas noticias, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta tanto imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Todo aquel que se acerca a la persona de Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal. 

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la sagrada dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

Termino con un texto iluminador de  Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada en 1998 por el Papa Juan Pablo II, quien la nombró también Patrona de Europa:

“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)


viernes, 2 de noviembre de 2012


Fiesta de Todos los Santos

Día para recordar y agradecer a Dios por los santos que nos han precedido, familiares, amigos y conocidos que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Santos son los que ya gozan de la visión de Dios, hombres y mujeres que llevan o llevaron la señal de los bienaventurados, hayan sido o no declarados santos por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.

El día de Todos los Santos es igualmente una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal la ha de vivir cada uno según su propio estado de vida. En esto insistió mucho el Concilio Vaticano II: Quedan invitados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad (LG. 42). La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos.

La primera lectura del libro del Apocalipsis habla de la multitud que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, integrada por personas de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestiduras blancas porque son justos; o más bien, porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero.

San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que los creyentes viven la salvación ahora, en el tiempo presente. No debemos por tanto seguir esperando. “Hoy es el tiempo den gracia, hoy es el tiempo de la salvación”. ¿Y por qué no hoy escuchar la llamada que me hace el Señor a una vida verdaderamente intachable, a una vida ejemplar, en una palabra, a una vida santa? Quizá nadie se entere, pero nunca serás para Dios una santa o un santo anónimo. Ser semejantes a Dios, rehacer en nuestras personas la imagen y semejanza de nuestro Creador, que él imprimió en nosotros cuando nos llamó a la existencia. Acoger la vida divina que Dios por medio de su gracia nos transmite y que un día nos transfigurará. Tal es nuestro destino: pasar a formar parte de Cristo, cada vez más y más, hasta que él sea todo en todos y seamos transformados en su gloria (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad a fin de cuentas es eso: procurar seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para llegar a ser enteramente suyos, nos dejó un retrato suyo en su discurso sobre las Bienaventuranzas. 

Contemplemos, pues, al Bienaventurado, al único Santo y santificador de todos los santos: 

Jesucristo pobre, hasta no tener donde reclinar la cabeza; pobre para no reservarse nada para sí, sino tenerlo todo para los demás: su saber, su poder, su tiempo, su vida y su muerte. Él que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Cor 8,9). 
Jesucristo bueno, manso y humilde de corazón hasta el punto de hacer que todos sin distinción pudieran acercársele y sentirse acogidos: “Vengan a mí –decía– los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré…” (Mt 11,28-29). 
Jesucristo, el hombre de dolores (cf. Is 53,3), que conoció la tristeza más que nadie, y la aflicción y la angustia de muerte, pero supo mantenerse firme en el sufrimiento, poniendo toda su confianza en su Padre del cielo, que “lo escucho aunque después de esa angustia” (Hebr 5,7).
Jesucristo, que vivió ardientemente el hambre y la sed de la justicia: de aquella justicia que equivale a la santidad y también de aquella justicia que tiene que ver con la justa distribución de los bienes de la tierra y de las ordenadas relaciones en sociedad; justicia que tiene su perfección, como él mismo lo hizo ver, en el amor fraterno.
Jesucristo misericordioso, hasta conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta y sentirse impelido a obrar de inmediato cuando alguien a su lado tenía algún problema: el leproso, la viuda que ha perdido a su hijo, el Centurión romano, la hemorroísa, Pedro…
Jesucristo, limpio de corazón. Es limpio de corazón el que tiene en el centro de su persona a Dios y por eso puede verlo en todas las cosas y a todas las cosas en él. Jesús se mantenía siempre en contacto con su Padre, tanto cuando oraba como cuando trabajaba.
Jesucristo, constructor de la paz verdadera que sólo él puede dar. Unidos a él vivimos nosotros también el anhelo de paz para nuestro país y el cese de la violencia y de las guerras en el mundo. Queremos con Jesús continuar la obra creadora de Dios construyendo fraternidad para que sea posible la paz.
Y finalmente, Jesucristo es el perseguido, abandonado de los suyos y entregado, que logra para nosotros con su sacrificio el favor de Dios, la salvación de nuestras vidas.

Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15).

lunes, 29 de octubre de 2012


Tanto Amo Dios al Mundo
(Jn 3,14-21)

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Este es el mensaje central del evangelio de hoy. Dios ama al mundo, a este mundo nuestro, de manera irrevocable, incondicional y desinteresada. Salido bueno de las manos del Creador, el mundo se volvió un planeta maltrecho y enfermo. Dios, sin embargo, no deja de amarlo. Dios no cambia porque el hombre cambie. Dios no odia nada de lo que ha creado, pues si algo odiase, ¿para qué lo habría creado? (cf. Sab 11). Por eso, llegada el tiempo determinado por él, envió Dios al mundo, como muestra de su amor extremado, el regalo de su propio Hijo. 

Este evangelio, que corresponde al diálogo de Jesús con Nicodemo, explica el significado de la entrega del Hijo de Dios al mundo como la respuesta de Dios, y del mismo Hijo de Dios, al pecado de la humanidad. Quien cree y confía en esto, da sentido de eternidad a la vida y fundamenta su esperanza sobre su propio el destino final y sobre el futuro del mundo. 

Las preguntas fundamentales sobre el sentido y futuro de la existencia humana se las plantearon también, a su modo, los israelitas a lo largo de su historia, sobre todo cuando atravesaban alguna crisis que ponía en riesgo sus vidas o la vida del pueblo como nación. Se plantearon estas preguntas en su marcha por el desierto, en particular cuando se vieron atacados por una plaga de serpientes que los mordían (Núm 21). Dios mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Sólo de lo alto puede venir la seguridad última de la vida, sólo alzando su mirada a lo alto puede el hombre triunfar de sus dificultades y crisis. Haciendo una comparación, Jesús dice: “Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre” (Jn 3,14). Pero hay una distancia enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la salvación que nos trae Jesús levantado en la cruz.

Jesús fue levantado a lo alto en una cruz. Para una mirada exterior, aquello fue la ejecución de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha de la historia. Pero el evangelio nos hace ver el sentido profundo de aquel hecho histórico. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de oprobios. Detrás de él está Dios, respaldándolo y garantizando su total inocencia y la verdad de su causa. Un  centurión  pagano ve en aquella muerte lo que los expertos en Dios que lo han condenado no ven: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,38).
El evangelio, pues, nos hacen ver que en la cruz se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en él. Es Dios quien lo ha enviado y lo ha entregado (Mc 14,41; 10,33.45) para demostrar hasta dónde llega su amor al mundo. Jesús, por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y entrega libremente su vida, revelando así hasta dónde llega su entrega por nosotros. 

Más aún, los evangelios nos hacen ver la muerte de Jesús como la revelación suprema de Dios mismo, como un Dios de infinita misericordia y perdón. Según la idea de Dios que se tenía entonces, basada en algunos escritos del AT, a consecuencia de la muerte de un inocente como Jesús sólo podía esperarse un castigo divino contra los autores de tal crimen (Mt 21,23-46). Pero el Dios de Jesús no actúa así. Israel, su pueblo lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su Hijo, que sufre y muere por los pecadores, en lugar de ellos, como consecuencia del pecado que, de por sí, tendría que afectar a los pecadores que lo cometen. Así, frente a la idea de que Dios castiga, el cristiano sabe que Dios amó tanto al mundo que llevó su amor hasta el extremo de entregar a su Hijo único, para que ninguna criatura suya en el mundo perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Por su parte, Jesús, el Hijo, en perfecta sintonía con el proyecto de Dios su Padre, está dispuesto igualmente a legar hasta donde haga falta para vencer el mal del mundo y el pecado de los hombres con su amor. Por eso Jesús, entra libremente su pasión y acepta sufrir en su cuerpo la dolorosa consecuencia del rechazo de Dios, todo el odio y la injusticia que el pecado del mundo produce. Por eso dirá: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad Y tengo poder para darla y para recuperarla. Esta es la misión que recibí de mi Padre” (Jn 10,17-18). Jesús hace suyo el don que hace el Padre al mundo, el don de su propia vida entregada.

Esto es lo que contemplamos: Levantado en la cruz, vemos a un Dios que quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y perdido de sus hijos. Dios quiere salvar al mundo, por maltrecho, desordenado e ingrato que se haya vuelto. El mundo no está solo, dejado a su propia suerte. Y nadie, por perdido que esté y abandonado, morirá solo en la tierra. Dios llena desde dentro toda soledad y abandono, toda falta de esperanza, con un amor que convierte la oscuridad de la muerte en aurora de vida. El amor vence al odio, el bien triunfa sobre el mal, el perdón redime y reconstruye. 


martes, 16 de octubre de 2012


EL JOVEN RICO 
Mc 10,17-30

El domingo pasado la liturgia nos trajo las enseñanzas de Jesús sobre la relación del hombre y de la mujer en la perspectiva del seguimiento de Jesús. Hoy nos propone su enseñanza sobre la relación con los bienes materiales. 

Sabemos bien que el uso de los bienes no es una cuestión por así decir neutra en la vida cristiana, ya que Jesús habló de ello y declaró: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36). Pero, como el caso de la indisolubilidad del matrimonio, sabemos también que la práctica de esta doctrina no es fácil. Por eso, el texto evangélico de hoy tiene como intención motivarnos para aceptar la enseñanza de Jesús, valorando lo que con ella se obtiene, pero valorando sobre todo quién nos la enseña: es Jesús, que “pasó haciendo el bien”, nos enseñó que “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hech 20,35) y habló del tesoro escondido y de la perla, cuyo hallazgo produce tal alegría que uno se mueve a venderlo todo para adquirirlo. 

El pasaje de hoy corresponde al encuentro de Jesús con un rico. 
Marcos dice solamente que fue un hombre que se acercó corriendo a Jesús. Lucas dice que era un “hombre importante” (18,18) y Mateo que era un joven (19,20); por lo cual, ha venido a ser conocido como “el joven rico”. 

Maestro bueno, ¿que haré para heredar la vida eterna?, le dice a Jesús. Era un saludo especial, superior al que se solía dar a los rabinos. Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer la bondad de Dios en su persona. Aclarado esto, Jesús responde inmediatamente a la cuestión planteada, que no es una cuestión cualquiera: el joven rico quiere saber cómo alcanzar la vida. Es el deseo fundamental de toda persona humana de una vida plena, bien lograda, realizada, no alienada ni mediocre, es decir de la “vida eterna” que la Biblia propone como la promesa de Dios a los que cumplen su voluntad. Por eso Jesús responde planteando al joven rico la primera condición: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo. Expresamente se deja aparte el mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, porque este mandamiento recibirá para el discípulo una nueva formulación, como seguimiento de Jesús (¡ven y sígueme!, v.21), en quien Dios se revela como Dios-con-nosotros. 

Pero el joven no queda satisfecho, desea algo más. Es un buen judío, observante de la ley desde su niñez. Por eso, su bondad no deja impasible a Jesús, que valora el corazón de las personas: Jesús lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle otro reto: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo-, luego ven y sígueme. Tendrás un tesoro en el cielo equivale a decir: Dios será tu tesoro. Esta es la motivación. La vida plena consiste en tener a Dios como el tesoro, donde está el corazón. Sólo así se puede renunciar a los bienes y distribuirlos entre los necesitados. 

Pero el joven no se animó a seguir a Jesús. La riqueza acumulada le tenía agarrado el corazón; no entendió cómo Dios podía ser su tesoro y, en consecuencia, cómo podía él situarse ante sus bienes de manera diferente, con la libertad de quien es capaz de repartirlos para, libre de toda atadura, poder seguir a Jesús. Y el desenlace fue triste: puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. Nunca más se supo de él. Pero Jesús no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas! 

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos de Jesús se quedaron asombrados. La enseñanza que les da, se concreta en dos frases complementarias: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. 

El apego a la riqueza incapacita para el reino de Dios porque lleva a ignorar las necesidades del prójimo y a cometer injusticias. Los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y goce. Lo que se retiene con ambición, eso divide; lo que se comparte, eso une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a resolver el problema de los necesitados, todo eso significa no darle al dinero el valor de un dios, sino usarlo para promover la vida de la gente; eso es tener en cuenta la soberanía de Dios. 

Se han dado muchas interpretaciones a la expresión hiperbólica de Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja. El hecho es que con un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, Jesús nos da una enseñanza fundamental: es difícil que los ricos acepten los valores del Reino de Dios y entren en él, porque el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre hasta convertirse en un ídolo que suplanta a Dios y al prójimo, que asume el rostro de la idolatría, y hace que todos sientan su atracción y lo adoren como el bien supremo, ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo. Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante: porque quiere inculcar en sus discípulos que sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando a los ídolos, entre los que la riqueza se encuentra en primer lugar, se puede acoger con gozo la salvación del Reino. 

Sólo la gracia de Dios es capaz de lograr que el rico rompa con la riqueza, se haga discípulo de Jesús y se salve. La liberación frente a todas las cosas es acción de Dios por excelencia. Se produce en el encuentro con Jesús que revela dónde está puesto el corazón. Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió en los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el dinero. Pero por encima de las deficiencias humanas, se alza siempre la gracia de Dios, que hace que los valores del evangelio sean respetados y practicados. Por eso, nunca podemos dejar de confiar en la gracia de Dios que es más fuerte que nuestras deficiencias y capaz de vencer nuestras debilidades.

martes, 2 de octubre de 2012


Tolerancia y Evitar Escándalos
 Mc 9,38-43.45.47.48

Juan el apóstol dice a Jesús que han visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo han prohibido porque “no era de nuestro grupo”. Es como querer tener la exclusiva, el monopolio de Jesús. 

El hecho se repite hoy también y con frecuencia. En efecto, existen personas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, pero no pertenecen a instituciones visibles o agrupaciones. Los que sí forman parte de ellas –por filiación, nombramiento, o función conferida- pueden actuar frente a estas personas como lo hacían los discípulos de Jesús, es decir, no apreciar ni alegrarse por el bien que hacen sino criticarlas únicamente porque no pertenecen al propio grupo, “no son de los nuestros”. Dan a entender que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si a ellos se les hubiese concedido un monopolio de Jesús y de su evangelio. Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen, olvidando que Jesús esta por encima de todas las instituciones. Olvidan que es él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. No se trata de que la gente nos siga a nosotros sino que siga a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia; no se trata de hacer que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan en verdad a Jesucristo y obren el bien. Creer que sólo quienes piensan como nosotros tienen la verdad y actúan correctamente, eso es la raíz de todas las intolerancias, exclusiones y discriminaciones, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. Por eso dice el Señor:
Quien no está contra nosotros, está con nosotros.  
El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria y fanática, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que divide en bandos y enfrenta a las personas, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiales. Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Ampliando nuestra visión podemos decir con toda justicia que el mismo Jesús que quiere que la salvación alcance a todo ser humano, incluso por medio de personas que no pertenecen al grupo: «el que no está contra nosotros, está a favor nuestro», nos capacita para apreciar la labor que realizan tantos hombres y mujeres que buscan servir a su prójimo y contribuyen a construir una sociedad más justa y fraterna, aunque no pertenezcan a la Iglesia. En ellos podemos reconocer la acción del mismo Espíritu de Jesús y podemos sentirlos como amigos y aliados. No están contra nosotros pues están a favor del ser humano, como estaba Jesús.

Después de esta enseñanza, el evangelio de hoy ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con el seguimiento de Cristo y la lucha contra el mal.

Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo.

A continuación, Jesús hace ver, con una frase de gran severidad, aquello que constituye lo contrario del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal. Los pequeños, los niños, y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños y se convierten en sus seductores acaban de manera desastrosa. 

Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a que tengamos cuidado con nosotros mismos y miremos nuestro interior, de donde surgen los conflictos. Así mismo es necesario que cada cual se pregunte dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para renunciar a ellas y evitarlas. 

Las frases de Jesús: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo”, obviamente no significan mutilación. Son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva; con ellas lo que Jesús nos dice es que debemos llegar a una opción firme y decisiva por un estilo de vida que refleje los valores del evangelio. Es lo mismo que dijo Jesús a propósito de los que quieren ser los primero y han de optar por ser servidores de los demás, o a propósito de quienes, por haber descubierto el tesoro escondido, deciden dejarlo todo para obtenerlo. En este caso, se trata de “entrar en la vida”, en la vida del Reino, que es el bien supremo. Decidirse por llevar una vida conforme a los valores del Reino implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que pueden ser válidas y preciosas, pero que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.